W. Gombrowicz – «Diario argentino«, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1967.
Por la tarde rendez-vous con Santucho (uno de los hombres de letras y redactor de la revista Dimensión) en el café Ideal.
Huele a Oriente. A cada momento unos pillos atrevidos me meten en las narices billetes de la lotería. Luego un anciano con setenta mil arrugas hace lo mismo; me mete los billetes en las narices como si fuera un niño. Una ancianita, extrañamente disecada al estilo indio, entra y me pone unos billetes bajo las narices. Un niño me coge el pie y quiere limpiar mis zapatos, otro, con una espléndida cabellera india, erizada, le ofrece a uno el periódico. Una maravilla-de-muchacha-odalisca-hurí, tierna, cálida, elástica, lleva del brazo a un ciego entre las mesitas y alguien lo golpea a uno suavemente por atrás: un mendigo con una cara triangular y menuda. Si en este café hubiera entrado una chiva, una mula, un perro, no me asombraría. No hay mozos. Uno debe servirse a sí mismo.
Se creó una situación un poco humillante, pero que me es difícil, sin embargo, pasar en silencio.
Estaba sentado con Santucho, que es fornido, con una cara terca y olivácea, apasionada, con una tensión hacia atrás, enraizada en el pasado. Me hablaba infatigablemente sobre las esencias indias de estas regiones. «¿Quiénes somos? No lo sabemos. No nos conocemos. No somos europeos. El pensamiento europeo, el espíritu europeo, es lo ajeno que nos invade tal como antaño lo hicieron los españoles; nuestra desgracia es poseer la cultura de ese vuestro ‘mundo occidental’ con la que nos han saturado como si fuera una capa de pintura, y hoy tenemos que servirnos del pensamiento de Europa, del lenguaje de Europa, por falta de nuestras esencias, perdidas, indoamericanas. ¡Somos estériles porque incluso sobre nosotros mismos tenemos que pensar a la europea!… » Escuchaba aquellos razonamientos, tal vez un tanto sospechosos, pero estaba contemplando a un «chango» sentado dos mesitas más allá con su muchacha; tomaban: él, vermut; ella, limonada. Estaban sentados de espaldas a mí y podía adivinar su aspecto basándome solamente en ciertos indicios tales como la disposición, la inmovilidad de sus miembros, esa libertad interior difícil de describir de los cuerpos ágiles. Y no sé por qué (quizás fue algún reflejo lejano de mi Pornografía, novela terminada hacía poco, o el efecto de mi excitación en esta ciudad), el hecho es que me pareció que esos rostros invisibles debían ser bellos, es más, muy hermosos, y quizás cinematográficamente elegantes, artísticos… de pronto ocurrió no sé cómo, algo como que entre ellos estaba contemplada la tensión más alta de la belleza de aquí, de Santiago… y tanto más probable me parecía ya que realmente el mero contorno de la pareja, tal como desde mi asiento la veía, era tan feliz cuanto lujoso.
Al fin no resistí más. Pedí permiso a Santucho (que abundaba sobre el imperialismo europeo) y fui a pedir un vaso de agua… pero en realidad lo que quería era verle los ojos al secreto que me atormentaba, para verles las caras… ¡Estaba seguro de que aquel secreto se me revelaría como una aparición del Olimpo, en su archí excelsitud, y divinamente ligero como un potrillo! ¡Decepción! El «chango» se hurgaba los dientes con un palillo y le decía algo a la chica, quien mientras tanto se comía los cacahuetes servidos con el vermut, pero nada más… nada… nada… a tal punto que casi me caí, como si le hubiesen cortado la base a mi adoración.
Miércoles
¡Innumerables niños y perros!
Nunca he visto semejante cantidad de perros… y tan tranquilos. Aquí si ladra un perro lo hace por broma.
Los niños morenamente despeinados dan saltitos… nunca he visto niños más «parecidos a una imagen»… ¡deliciosos! Frente a mí dos muchachitos; van abrazados por el cuello y se cuentan secretos. ¡Pero cómo! Un chiquillo enseña algo con el dedo a un grupito infantil de grandes ojos abiertos. Otro le canta algo solamente a un palito, sobre el que ha colocado un papel de caramelo.
Lo que vi ayer en el parque: un chiquillo de cuatro años desafió a boxear a una muchachita que no tenía idea de lo que era el box, pero que por ser más gordita y más alta le daba muy duro. Y un grupito de pequeñuelos de dos y tres años, en camisones largos, tomándose de las manos, saltaban y gritaban en su honor: –¡No-na! ¡No-na! ¡No-na!
Jueves
Extraña repetición anteayer de la escena con Santucho en el café, aunque en otra variante.
Restaurante del hotel Plaza. Estoy en la mesita del doctor P. M., abogado, quien representa en Santiago la majestad de la sabiduría, contenida en su biblioteca; con nosotros, su «barra», o sea el grupo de compañeros de café, un médico, varios comerciantes… Yo, lleno de las mejores intenciones, me entrego a una conversación sobre política, cuando…. ¡Oh! … ¡ya estoy pescado!… allá, no lejos, se sienta una pareja fabulosa… y se anegan el uno en el otro, como si un lago se ahogara en otro lago. ¡Otra vez «la belleza»! Pero tengo que sostener la discusión en mi mesita, en cuya sopa nadan perogrulladas de los nacionalismos sudamericanos, sazonadas de odio hacia los Estados Unidos y terror pánico ante los «aviesos propósitos del imperialismo»; sí, desgraciadamente tengo que responderle algo a este tipo, aunque me encuentre contemplando y escuchando con todos mis oídos a la belleza que acontece cerca de mí… yo, esclavo enamorado a muerte y apasionado, yo, artista… Y vuelvo a preguntarme cómo es posible que semejantes maravillas se sienten en estos restaurantes a un paso de… pues, de esa Argentina parlanchina… «Siempre hemos exigido moral en las relaciones internacionales»… «El imperialismo yanqui en connivencia con el británico pretende…» «Ya no somos una colonia…» Todo eso lo declara (no desde hoy) mi interlocutor, y yo no puedo comprender, no puedo comprender, no puedo comprender… «¿Por qué los Estados Unidos conceden préstamos a Europa y no a nosotros?»…
«¡La historia de Argentina demuestra que por encima de todo hemos apreciado la dignidad!…»
¡Ah, si alguien pudiera sacarle del vientre la fraseología a este simpático pueblito! ¡Esa burguesía, que por la noche toma vino y durante el día «mate», es tan plañidera! Si les dijera que en comparación con otras naciones están viviendo como en las manos de Papá Dios, en esta maravillosa estancia suya, tan grande como la mitad de Europa y si hubiera añadido que no sólo se les hice injusticia, sino que Argentina es un «estanciero» entre las naciones, un «oligarca» orgullosamente sentado sobre sus espléndidos territorios… ¡Se ofenderían mortalmente! Mejor no… ¡Y qué, ya se los digo en su cara! ¿Pero qué me importa eso?
Allá, en aquella mesita está la Argentina que me fascina silenciosa y sin embargo con una resonancia de gran arte, no ésta, parlanchina, holgazana, politiquera. ¿Por qué no estoy allá, con ellos? ¡Aquel es mi lugar! ¡Junto a aquella muchacha como un ramo de temblores blanquinegros, junto a aquel joven semejante a Rodolfo Valentino!¡Belleza!
Pero.. . ¿qué ocurre? Nada. Nada a tal punto que hasta este momento no sé cómo y qué llegó hasta mí desde ellos… tal vez un fragmento de frase. . . un acento. . . un brillo de ojos. . . Bastó para que de repente me sintiera informado.
¡Toda esa «belleza» era precisamente igual que todo! Igual que la mesa, el mozo, el plato, el mantel, igual que nuestra discusión, no se diferenciaba en nada… igual… del mismo mundo. . . de la misma materia.
Jueves
¿Belleza? ¿En Santiago? ¡¿Pero, caramba, dónde?!
[….]
Viernes
Llegó Roby. Es el más joven de los diez hermanos S. de Santiago. En ese Santiago del Estero (mil kilómetros al norte de Buenos Aires) pasé varios meses hace dos años –dedicado a contemplar todas las chifladuras, susceptibilidades y represiones de aquella provincia perdida, que se cuece en su propia salsa. La librería del llamado «Cacique», otro de los miembros de la numerosa familia S., era el sitio de encuentro de las inquietudes espirituales del pueblo, tranquilo como una vaca, dulce como una ciruela, con ambiciones de destruir y crear el mundo (se trataba de las quince personas que se dan cita en el café Águila). ¡Santiago desprecia a la capital, Buenos Aires! Santiago considera que sólo ella mantiene la Argentina, la América auténtica (legitima) y lo demás, el Sur, es un conjunto de metecos, gringos, inmigrantes, europeos: mezcla, churria, basura.
La familia S. es típica de la vegetación santiagueña, que se transforma por medio de una incomprensible voltereta en arranque y pasión. Aquellos hermanos son de una santa benignidad y no les falta esa dulzura ciruelina, son un poco como un fruto que madura al sol. Y al mismo tiempo los sacuden pasiones violentas que vienen de algún lado del subsuelo, de carácter telúrico u modorra, entonces, galopa inflamada por la urgencia de reformar, de crear. Cada uno de ellos es prosélito jurado de alguna tendencia política, gracias a lo cual la familia no tiene que temer a las revoluciones, frecuentes aquí, pues sean cuales fueren siempre darán el triunfo a alguno de los hermanos, al comunista o al nacionalista, al liberal, al cura o al peronista… (todo esto me lo refirió Beduino en una ocasión). Durante mi estadía en Santiago dos de los hermanos tenían sus propios órganos de prensa, editados por propia cuenta con un tiraje de unas decenas de ejemplares.
Uno publicaba la revista cultural mensual Dimensión y el otro, un periódico cuya misión era combatir al gobernador de la provincia.
Roby me sorprendió poco antes de su visita a Buenos Aires nunca nos habíamos escrito –con una carta enviada de Tucumán en la que me pedía le enviara Ferdydurke en la edición castellana:
«Witoldo: algo de lo que dices en la introducción a El Matrimonio me ha interesado… esas ideas sobre la inmadurez y la forma que parecen constituir la tranza de tu obra y tienen relación con el problema de la creación.
Claro está que no tuve paciencia para leer más de veinte páginas de El Matrimonio»…
Luego me pide Ferdydurke y escribe: «Hablé con Negro (es su hermano, el librero) y veo que sigues atado a tu chauvintsmo europeo; lo peor es que esa limitación no te permitirá lograr una profundización de este problema de la creación. No puedes comprender que lo más importante ‘actualmente’ es la situación de los países subdesarrollados. De saberlo podías extraer elementos fundamentales para cualquier empresa.»
Con esta muchachada me hablo de «tú» y consiento en que me digan lo que les viene en gana. Comprendo también que prefieran, por si acaso, ser los primeros en atacar –nuestras relaciones distan mucho de ser un tierno idilio. A pesar de eso la carta me pareció ya demasiado presuntuosa… ¿qué se estaba imaginando? Contesté telegráficamente:
ROBY S. TUCUMÁN –SUBDESARROLLADO NO HABLES TONTERÍAS FERDYDURKE NO LO PUEDO ENVIAR PROHIBICIÓN DE WASHINGTON LO VEDA A TRIBUS DE NATIVOS PARA IMPOSIBILITAR DESARROLLO, CONDENADOS A PERPETUA INFERIORIDAD– TOLDOGOM.
Puse el telegrama en un sobre y lo envié como carta (en realidad son telegramas-cartas). Pronto me respondió en tono indulgente: «Querido Witoldito, recibí tu cartita, veo que progresas, pero vanamente te esfuerzas en ser original», etcétera, etcétera. Quizás no valga la pena anotar todas esas majaderías… pero la vida, la vida auténtica, no tiene nada de extraordinariamente brillante, y a mí me importa recrearla, no en sus culminaciones, sino precisamente en esa medianía que es la cotidianidad. Y no olvidemos que entre las frivolidades puede a veces haber también un león, un tigre o una víbora escondidos.
Roby llegó a Buenos Aires y se presentó en el barcito donde paso un rato casi todas las noches: es un muchacho de «color subido», cabellera negra ala de cuervo, piel aceite-ladrillo, boca color tomate, dentadura deslumbrante. Un poco oblicuo, a lo indio, robusto, sano, con ojos de astuto soñador, dulce y terco… ¿qué porcentaje tendrá de indio? Y algo más todavía, algo importante, es un soldado nato. Sirve para el fusil, las trincheras, el caballo. Me interesaba saber si en los dos años que habíamos dejado de vernos había cambiado algo en aquel estudiante. ¿algo cambió?
Porque en Santiago nada cambia. Cada noche se expresan allá en el café Águila las mismas atrevidas ideas «continentales»: Europa está acabada, llegó la hora de la América Latina, tenemos que ser nosotros mismos y no imitar a los europeos, nos encontraremos de verdad si regresamos a nuestra tradición indígena, tenemos que ser creadores, etcétera. Así, así, Santiago, el café Águila, la coca-cola y estas ideas audaces repetidas día tras día con la monotonía de un borracho que adelanta un pie y no sabe qué hacer con el otro, Santiago es una vaca que rumia diariamente su vuelo, es una pesadilla en la que uno corre una carrera vertiginosa pero sin moverse de un lugar.
Sin embargo me parecía imposible que Roby, a su edad, pudiera evitar una mutación aunque fuese parcial, y a la una de la madrugada fui con él y con Goma a otro bar para discutir en un círculo más íntimo. Consintió con muchas ganas, estaba dispuesto a pasar la noche hablando, se veía que ese «hablar genial, loco, estudiantil» como dice Zeromski en su diario, le había entrado en la sangre. En general, ellos me recuerdan mucho a Zeromski y a sus compañeros de los años 1890: entusiasmo, fe en el progreso, idealismo, fe en el pueblo, romanticismo, socialismo y patria.
¿Las impresiones de nuestra conversación? Salí desalentado e inquieto, aburrido y divertido, irritado y resignado, y como apagado… como si me hubieran dicho: ¡basta ya de eso!
El tonto no ha asimilado nada desde que lo dejé en Santiago hace dos años. Volvió a la misma discusión de entonces, como Si sólo hubiera sido el día anterior. Igual como dos gotas de agua. . . sólo que está mejor afianzado en su tontería y por consiguiente más presuntuoso y omnisapiente. Otra vez tuve que escuchar: ¡Europa se acabó! ¡Ha llegado la hora de América! Tenemos que crear nuestra propia cultura americana. Para crearla, debemos ser creadores, ¿pero cómo lograrlo? Seremos creadores si contamos con un programa que desate en nosotros las fuerzas creadoras, etcétera, etcétera. La pintura abstracta es una traición, es europea. El pintor, el escritor deberían cultivar temas americanos. El arte tiene que vincularse con el pueblo, con el folklore… Tenemos que descubrir nuestra problemática exclusivamente americana, etc.
Me lo sé de memoria. Su «creación» empieza y termina con esas declaraciones.
Gombrowicz – «Diario argentino», Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1967
Fuente: www.elhistoriador.com.ar