Gramsci y la crisis cultural del 900: en busca de la comunidad


Autor: Juan Carlos Portantiero

Trabajo presentado en el Convegno Internazionale di Studi «Gramsci e il Novecento», organizado por la Fondazione Instituto Gramsci en Cagliari (Italia), del 15 al 18 de abril de 1997.

Si hubiera que encontrar, entre tantos otros, un rasgo para definir la crisis cultural del 900, ese podría ser el sentimiento, en la conciencia de la intelectualidad, de la pérdida de la noción de totalidad de la vida. Nietzsche -tan influyente en la maduración del pensamiento de Max Weber- fue el máximo profeta de esos tiempos de desencantamiento, de fragmentación, de disgregación. Dos empresas teóricas buscaron superar las fracturas de la desintegración: la sociología académica en los tiempos de su segunda fundación (hasta llegar a mediados de los 30 a la construcción del edificio conceptual de Parsons) y el llamado «marxismo occidental» emblematizado en las figuras de Geörgy Lukács y Antonio Gramsci.

La relación entre ambas corrientes emergentes de la crisis jamás fue pacífica: Lukács, por ejemplo, pasó de ser en su juventud uno de los discípulos dilectos de Weber -con huellas muy hondas de esa influencia en Historia y conciencia de clase- al libelista injusto de La destrucción de la razón y Gramsci jamás dejó de demostrar su desprecio intelectual por la sociología, como lo demuestran varios fragmentos de los Cuadernos de la cárcel. Sin embargo y pese a la diversidad de las respuestas que propusieron, sociología y marxismo occidental compartieron un campo común de preocupaciones en el combate contra el utilitarismo y el individualismo y en la identificación de un malestar social acerca del cual el credo positivista no podía dar respuesta. Y en esa perspectiva tanto Lukács (el de Historia y conciencia de clase) cuanto Gramsci, en el derrotero total de su pensamiento, fueron quienes desde el marxismo lograron reformularse algunas de las preguntas originales de la nueva sociología, en una clave diferente a la de la naturalización de lo social propuesta por la ortodoxia kautskiana o por el programa de Lenin explicitado en sus textos de fines de siglo contra el populismo, sin olvidarnos del Manual de Bujarin(1) que mereció, tanto por parte de Lukács cuanto de Gramsci, críticas severas.

El remplazo de la totalidad por la fragmentación, de las certezas por la incertidumbre (recuérdense las páginas estremecidas de Stefan Zweig en El mundo de ayer), del optimismo racionalista por el malestar psicológico y por la inquietud social como derivados inevitables de la doble revolución decimonónica -industrial y democrática- tematizada por Nisbet en su libro clásico sobre la formación de la sociología,(2) contribuirían a un replanteo de la noción de comunidad como respuesta al mundo escindido del contrato y del intercambio generalizado que servía de trama para el concepto de asociación.

La historia de ese redescubrimiento es inseparable de la obra de Ferdinand Tönnies, un precursor injustamente olvidado sin cuyo aporte es difícil comprender la trayectoria intelectual que abarca a Durkheim, Weber, a los estudios empíricos de la llamada Escuela de Chicago y que culmina en la tipología de pattern variables de Parsons como sustento de las modernas teorías de la modernización, pero que hunde sus raíces en Marx a quien Tönnies -un socialista independiente que en 1932 como respuesta al nazismo se afilia a la socialdemocracia- le dedica en 1921 un estimulante libro.(3)

El punto de partida es la publicación en 1887 de su clásico Gemeinschaft und Gesellschaft que llevaba el sugerente subtítulo de «Tratado del comunismo y del socialismo como formas empíricas de la vida social». Sus tesis son menos conocidas de lo que creen quienes incorrectamente adscriben a Tönnies a una suerte de neorromanticismo nostálgico. Para Tönnies comunidad y asociación son dimensiones analíticas que responden a lazos sociales que se dan en todas las sociedades: si la comunidad alude a las raíces morales de la convivencia, la asociación funciona como premisa del progreso. Su ideal era la articulación entre ambas a favor de una armonía entre el altruismo de un comunismo original y el empuje civilizatorio de un socialismo anclado en la práctica asociativa moderna.

La tipología de Tönnies y sobre todo la perspectiva moral que la sostenía, pertenecían al clima de época como parte de la hostilidad hacia al individualismo tanto por impulso de la nueva historiografía que comenzaba a ver con ojos distintos a los del Iluminismo la herencia del Medioevo, cuanto, desde Hegel en adelante, por la crítica al modelo contractualista de relación humana que se había impuesto en la filosofía de la modernidad a partir de Hobbes. Si la Ilustración había consagrado el reinado del individuo, el pensamiento social comenzaría a virar su mirada hacia los grupos, en la perspectiva conservadora de Comte o en la reivindicación de la clase obrera como sujeto transformador de la sociedad en el enfoque de Marx.

EL 900 Y LA REFUNDACION DE LA SOCIOLOGÍA

H. Stuart Hughes ha trazado en Conciencia y sociedad un panorama agudo sobre el clima cultural en que habrá de tener lugar la reorientación del pensamiento social occidental entre 1890 y 1930.(4) Para el caso de la sociología dos fueron, sin dudas, los personajes centrales: Max Weber y Emile Durkheim, y los dos, provenientes de tradiciones diferentes e instalados sobre realidades sociales también disímiles, convergerán, sin embargo, en retomar la temática central de Tönnies en el marco de programas de investigación, empírica y metodológica, más vastos, hasta lograr diseñar los puntos de partida para una segunda fundación de la sociología.

Las últimas décadas del siglo XIX marcarán un profundo punto de ruptura en la imagen predominante sobre lo social, hasta entonces tensionada entre la visión optimista del progreso -herencia de la Ilustración- y la crítica romántica y de raíz conservadora que idealizaba un pasado de armonía comunitaria basada en las tradiciones.
El nuevo escenario estaría marcado por la emergencia de las masas urbanas que, si bien habían protagonizado ya grandes episodios de movilización, como los de 1848 y 1871, comenzarían a encontrar, hacia finales de siglo, el encuadre organizativo de los pujantes partidos socialistas y del sindicalismo. El tema de las multitudes urbanas, del industrialismo y sus conflictos y de los excesos del individualismo que, al romper los lazos tradicionales de solidaridad, opacarían la noción de persona para generar una secuencia perversa entre individuo alienado y masas en disponibilidad, habrá de ser el foco de las preocupaciones que germinarán en el pensamiento no sólo de Tönnies sino también de Maine, Simmel, Durkheim y Weber. Podría afirmarse que esos mismos temas eran los preminentes en la obra de los llamados contrarrevolucionarios del tipo de Bonald o Maistre, pero la semejanza sería superficial. Estos no iban más allá de un enfoque nostálgico sobre los tiempos pasados; ciertamente eran capaces de advertir, frente al optimismo iluminista, los problemas humanos de la nueva organización social posrevolucionaria, pero los remedios propuestos no superaban los límites utópicos de la restauración imaginaria de la vida medieval. Distinta fue la propuesta de los fundadores de la sociología moderna.

En todos ellos aparece como premisa central la dicotomía original de Tönnies: del status al contrato en Maine; de la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica en Durkheim; de la autoridad tradicional a la legal-racional en Max Weber. En cada caso esta secuencia ideal-típica intentaba dar cuenta del pasaje de lo simple a lo complejo, de lo no diferenciado a lo diferenciado, de lo homogéneo a lo heterogéneo en la evolución de las sociedades ocidentales bajo el impulso poderoso del desarrollo capitalista. Pero esa descripción de los nuevos problemas no significaba una apología del pasado: antes bien, se proponía como un diagnóstico para entender el malestar de la modernidad y aun -sobre todo en Durkheim- como una terapéutica para resolverlo en el futuro.

LA SOCIEDAD COMO DIOS SECULAR

Veamos el programa de Durkheim. Está claro que su punto de partida es el temor por el deterioro de los lazos sociales que corroen la cohesión y transforman al individuo en un ser desamparado. Descartada la ficción contractualista que imagina a la sociedad como un agregado racional de voluntades libres: ¿desde qué basamentos, entonces, fundar la solidaridad, reconstruir una totalidad moral? La respuesta -teórica y metodológica- fue la reificación de lo social, la postulación de la sociedad como un dios oculto, externo y coercitivo.

Si es cierto que un campo disciplinario no se constituye hasta tanto no elabora conceptualmente su objeto de conocimiento, la gran aportación de Durkheim fue esta «invención» de la sociedad como objeto autónomo y exterior a los hombres, como un mundo de representaciones morales dentro de las cuales el individuo era capaz de socialización. En este terreno de cruce entre objetividad y subjetividad -plataforma de un aporte teórico que posteriormente las teorías antropológicas del rol, en Radcliffe Brown y Malinowski, profundizarían a través de la lectura que Parsons hiciera de Weber- Durkheim colocaba la piedra fundamental para resolver la paradoja kantiana sobre la «insociable sociabilidad» de los hombres más allá del marco ya superado del contractualismo liberal.

En un párrafo luminoso de Sociologie et Philosophie (una recopilación hecha en 1924 de escritos anteriores) Durkheim resume la premisa de su proyecto: «Kant postuló a Dios, dado que sin esta hipótesis la moral es ininteligible. Nosotros postulamos una sociedad específicamente distinta de los individuos, puesto que de otro modo la moral carece de objeto y el deber no tiene raíces».(5)

Esta exterioridad de lo social, así definida, servía para dos propósitos: uno, ya aludido, el de la posibilidad de construcción de una moralidad laica capaz de cohesionar a la sociedad en un momento de cambios rápidos y profundos de la vida colectiva; otro, motivado por la voluntad durkheimiana de dotar a la sociología del estatuto adquirido por las ciencias de la naturaleza, el de otorgarle un objeto de investigación. Con este doble movimiento -sintetizado en la conocida premisa de que los hechos sociales debían ser considerados como cosas- Durkheim abrazaba los objetivos que se plantea la ciencia experimental para la institucionalización de una disciplina y, a la vez, los puntos de partida para la reconstrucción de una moralidad cívica en los tiempos de zozobra de finales del siglo. Sobre este último aspecto me detendré.

CRISIS Y QUIEBRA DE LA SOLIDARIDAD

La palabra-clave de Durkheim es solidaridad. En ese sentido el diagnóstico que traza sobre la sociedad de su tiempo ha de remarcar, centralmente, la presencia de una crisis de los vínculos comunitarios. Por ello, su sociología es, a la vez, una sociología del orden (como lo ha repetido hasta el cansancio la decodificación estructural funcionalista de los temas durkheimianos) pero también una sociología de la crisis, en un momento -el del 1870/1918- de mutación epocal. Tanto Durkheim cuanto Tönnies, Weber o Simmel (hasta llegar a Parsons, su corolario lógico-empírico) escriben una sociología que no es sino la filosofía social de la modernidad, tensionada entre la ruptura y la integración.

La puerta de entrada que problematiza esa secuencia entre crisis y orden es la brusca emergencia de masas y los nuevos conflictos que esa situación plantea cuando «las masas dejan de ser un objeto pasivo de administración» (Weber) o cuando […] «los grupos sociales» […] «por el solo hecho de unirse modifican la estructura política de la sociedad» (Gramsci). El tema de las nuevas masas urbanas y de su movilización resulta teóricamente omnipresente desde finales del siglo XIX hasta llegar, rápidamente, a transformarse en el signo identificatorio de la nueva sociedad, desde los iniciales temores de Tocqueville o Stuart Mill hasta las visiones cargadas de un pesimismo aún más catastrófico en Le Bon o Burckhardt, para no insistir con Nietzsche, su máximo profeta.

El racionalista Durkheim compartirá también esa inquietud. Desde su texto inicial, La división del trabajo social (1893) hasta Las formas elementales de la vida religiosa (1912) pasando por El suicidio (1897), toda su obra tiende a indagar sobre la reconstrución de los lazos de solidaridad en las condiciones de una sociedad crecientemente compleja. El punto de partida es la crítica a la concepción contractualista del vínculo social tal cual aparece en el individualista y utilitarista Spencer. Para Durkheim la cohesión social (en otras palabras, su respuesta a la pregunta hobbesiana sobre el orden) no podría explicarse por los beneficios que las partes obtienen tras un acuerdo contractual pues, dado que los intereses son inestables, el resultado sería la anomia, la impredictibilidad de los comportamientos y en consecuencia el caos social. No es que el mundo del contrato desaparezca, sino que los que deben ser indagados son «los aspectos no contractuales del contrato», esto es, los elementos culturales y normativos que lo permiten y que por lo tanto son previos a él. La trama de esos elementos configura una suerte de condición de sociabilidad como una realidad orgánica sui generis, como una conciencia colectiva (superior y diferente a la suma de las voluntades de cada uno, en términos de Rousseau) que opera sobre los individuos interiorizando las normas.

Así, la transición de las sociedades tradicionales a las sociedades modernas es vista como un pasaje de construcción de normatividad que va desde las formas mecánicas de la solidaridad, que actúan a partir de la semejanza, hasta las formas orgánicas propias de las grandes sociedades urbanas, industrializadas y de masas, que lo hacen desde la diferencia y que por lo tanto requieren grados más altos de institucionalización de la conciencia colectiva, dado el mayor espacio que dejan para la iniciativa individual. Este esquema, que aparece ya en su primer gran texto de 1893, se especificará programáticamente en el conocido prefacio que escribe en 1902 para la segunda edición de La división del trabajo social bajo el título de «Algunas indicaciones sobre los grupos profesionales». Allí aparecen una serie de recomendaciones prácticas -anticipo en cierto modo de lo que la ciencia política desarrollará luego bajo la rúbrica general de «neocorporativismo»- como remedio institucional para la reconstrucción de una comunidad fragmentada.

LAS BASES DE LA VIDA MORAL

Es conocido el punto de partida de su razonamiento: el estado de anomia moral y jurídica en que se encuentra la vida económica, con su secuela de conflictos y desórdenes que abonan el camino hacia la anarquía en esa esfera de la actividad colectiva. Mas, como en las sociedades modernas la función de la economía en su forma industrial ocupa un lugar central, desplazando a las funciones militares o religiosas, esa carencia de reglas en la vida económica se proyecta hacia toda la sociedad como fuente de desmoralización general. La anomia, pues, tiende a propagarse a todo el tejido social, configurando así el cuadro de la primera gran crisis de la modernidad, como fenómeno corrosivo de la cohesión e integración de sus elementos.

¿Cuál es el remedio que propone? Retomando una tradición interrumpida por la Revolución del 89, Durkheim encuentra la antigua institución de la corporación y busca recolocarla en las condiciones de la modernidad. No se trata -vale aclararlo- de una nostalgia reaccionaria hacia el pasado: Durkheim reconoce explícitamente que la destrucción de las redes corporativas tradicionales había resultado inevitable pues habían sido incapaces de dar cuenta de los cambios en las relaciones sociales, pero al desaparecer dejaban vacantes las necesidades de comunidad que, en otras condiciones, habían intentado satisfacer.

En su afán de descubrir instituciones que pudieran recomponer un mundo social escindido, Durkheim imagina a los grupos profesionales como instrumento no sólo de funciones económicas sino de influencia moral; como potenciales responsables de tareas de asistencia, de homogeneización intelectual, de educación, de vida estética y de recreación. Pero el listado de sus atributos iba más allá: las recreadas corporaciones estarían destinadas a ser una de las bases esenciales de la organización política.

Si bien Durkheim había escrito que un sociólogo no podía confundirse con un hombre de Estado, no hay manera completa de entender su pensamiento si se lo aísla de su tiempo político: el de la construcción de una hegemonía laica y democrática en el marco de la conflictuada III República amenazada por el racismo, la convulsión social y las nostalgias por el pasado bonapartista. No es exagerado pensar que cuando Durkheim hablaba de la sociedad en realidad lo hacía sobre una sociedad, como representante esclarecido de esa clase media intelectual de la Francia anterior a la guerra de 1914 que buscaba contribuir a la consolidación moral de la república, del Estado y de la nación.

ESTADO Y VOLUNTAD COLECTIVA

El proyecto teórico durkheimiano, como parte de un diseño institucional a la altura de la crisis de sentido que advierte en el traumático pasaje a la plena modernidad, se explaya en un texto publicado póstumamente, las Lecciones de sociología, subtitulado «Física de las costumbres y el derecho», en el que se recogen cursos que Dukheim repitiera varias veces, entre 1898 y 1912, en Burdeos y París, insistencia que marca la importancia que él le daba en el conjunto de su obra. Seis de esas lecciones -desde la cuarta hasta la novena- resumen magistralmente la concepción de Durkheim sobre lo que Gramsci podría conceptualizar después como procesos institucionales de reconstrucción de hegemonía, como propuesta de «revolución pasiva».

Su tema central es la indagación sobre la posibilidad de la democracia en las nuevas condiciones de complejidad de la sociedad industrial, incompatibles con el modelo del individualismo utilitarista liberal. A diferencia de Weber, que habrá de definir al Estado moderno por la legitimidad de los medios que utiliza, Durkheim lo hará por las funciones que cumple. El razonamiento durkheimiano acerca de los roles del Estado permite reconstruir en totalidad su visión acerca de las relaciones entre crisis y orden y nos acerca a su concepción articulada sobre la complejidad de las sociedades modernas. Es en ese aspecto donde su obra muestra sus rasgos precursores y donde un paralelo analítico con la de Gramsci -pese a la notoria diferencia de objetivos entre ambos- resulta más productivo.

La pregunta sobre el Estado tiene en Durkheim el sentido explícito de analizar el pasaje social que permite la construcción de lo que llama una «moral cívica». El Estado no es el gobierno, entendido como conjunto de agentes de autoridad. Más aun: el Estado no ejecuta nada, a diferencia del gobierno, que sí lo hace. Cuando en sus trabajos Durkheim alude reiteradamente a la conciencia colectiva como disciplinadora social, ésta, en la línea de la «voluntad general» de Rousseau, puede adquirir las formas de una entelequia moral. Pero al hablar del Estado esa imagen adquiere otra vida. En realidad -dice- la conciencia colectiva como conjunto de sentimientos y representaciones que la sociedad elabora es difusa, oscura e indecisa. Pero hay un tipo de conciencia social específica, restringida y consciente de sus objetivos que compromete a la colectividad aunque no sea un mero reflejo de ésta. Esa forma de la conciencia es, precisamente, el Estado, concebido como -son sus palabras- «órgano del pensamiento social».(6)

¿Cuál es, por lo tanto, su función? Su función es pensar, elaborar ciertas representaciones para dirigir (valga el énfasis) la conducta colectiva. Pero no es que su tarea sea sintetizar las ideas de la mayoría, sino la de agregar un pensamiento más meditado, por lo que su acción tiene una productividad especial. Al ubicar al individuo en una constelación de hábitos y sentimientos universales, el Estado lo libera de la prisión particularista a que lo someten los grupos secundarios, permitiéndole su participación en una moral cívica, elevándolo desde la moral profesional o corporativa. Esta función liberadora, sin embargo, podría convertirse en despótica si no tuviera -cerrando el círculo de la articulación de lo social- el contrapeso ejercido por la existencia de esos mismos grupos: las libertades individuales serían, por lo tanto, resultado del tenso equilibrio entre Estado y corporaciones.

Esta dialéctica del orden se halla, como resulta claro, muy lejos del individualismo utilitarista al poner su núcleo analítico en la relación entre grupos y Estado, pero también, bueno es aclararlo, del corporativismo fascista. Donde mejor se advertirá posteriormente su resonancia es en el pensamiento de los llamados pluralistas y teóricos del guild socialism como Laski y Cole (que seguramente recibieron la tradición durkheimiana a través del jurista León Duguit, su colega en Burdeos) y, décadas después con muchas más intermediaciones, en las teorías (y prácticas) del neocorporativismo encarnadas en el Welfare State luego de la crisis del 30.

En este marco, para Durkheim, la democracia industrial moderna se definía como la forma política en que el consenso social podía ser procesado. No podía ser considerada por el número de los que gobiernan ni menos por la subsunción total del Estado en la sociedad, sino por el grado máximo de comunicación entre la conciencia estatal y la masa de las conciencias individuales a fin de que el ciudadano pudiera potenciar su capacidad de reflexión y reconocer, con menor pasividad, la vigencia de un sistema normativo. En el entendido axiomático de que existen gobernantes y gobernados, la democracia sería aquella forma política en que los últimos tienen la información suficiente como para dar o rechazar confianza, para acordar o no acordar consenso, para incorporarse o no a una empresa colectiva.

SOCIALIZACION Y BUROCRATIZACIÓN

Muy distinta es la óptica de Max Weber, quien propondrá como mirada para la crisis del 900 la figura de una conciencia trágica, tan alejada del optimismo histórico de los socialismos como del optimismo funcional de Durkheim en cuanto a las posibilidades de articulación entre técnica y democracia. La paradoja weberiana es que nadie como él (sólo Marx resistiría la comparación) describió el canto triunfal de la expansión de la razón occidental al mismo tiempo que presentía su dramático desenlace en un mundo que mutilaría al espíritu, cualquiera fuera la forma de organización social de la economía industrial que escogiera.

Este pesimismo estructural de Weber, que las influencias de Nietzche y Dostoievsky acentuarían hasta proporcionarle una subyacente filosofía de la historia, partía de comprobar que la reconstrucción de los lazos comunitarios era imposible en un mundo escindido, de creciente racionalidad formal, en el que la emergencia de masas y la socialización creciente no generaba sino una burocratización creciente, es decir, un progresivo aislamiento entre los hombres, sometidos a una razón impersonal. Estos temores proféticos habrían de encenderse aun más tras la debacle de la primera guerra y la ola de descontento social que la siguiera, colocando a Europa (y a su Alemania) al borde de la temida demagogia de masas.

Sobre esa sensación de inseguridad Weber intentará diagramar una respuesta que desplegará en las intervenciones, tanto políticas como académicas, que realizará hasta su muerte en 1920. Nada aparece como más hostil a una idea de comunidad que los valores que se encarnan en la idea de progreso entendida como desarrollo de la razón técnica. Dicho progreso, sobre el que se consolidó la modernidad, operó un des-encantamiento del mundo, un proceso de expropiación y de concentración que ha escindidido al individuo de los medios de producción tanto sea de bienes materiales, como de conocimiento o de iniciativa política, concentrándolos en una capa especializada que constituye una «máquina inanimada», una suerte de inteligencia objetivada, opresora sobre el hombre con la fuerza metafórica de una «jaula de hierro». Y a medida que la invidualidad se disuelve en la masa, la burocracia se afirma en su poder de intervención, acentuando el proceso de separación.

De ninguna manera piensa Weber que esa alienación (en términos marxianos) pueda ser superada por la utopía socialista que, por el contrario, podría agravarla al supeditar al Estado burocrático todos los comportamientos privados. Tampoco lo lograría un socialismo antiestatal como autogobierno de los trabajadores, porque no estaría en condiciones de resolver las cuestiones técnicas que plantea la complejidad de la economía moderna.

La pregunta dramática que Weber se planteará recurrentemente tiene respuestas oscuras, que sin embargo él no eludirá, convencido como está de la capacidad proyectual y por lo tanto innovadora de la acción social. ¿Cómo resguardar algún resto de libertad individual dentro de esa tendencia irrefrenable hacia la burocratización? Este proceso implicó el progresivo desplazamiento de la acción comunitaria por la acción societal. Como es sabido, Weber rechazaba la posibilidad de cosificar los términos teóricos. Ni la «comunidad» ni la «sociedad» constituían realidades objetivas sino tipos de acción: los lazos sociales, las condiciones de la solidaridad, se fundan en constelaciones de intereses o de sentimientos que se forman entre los hombres. Un mismo comportamiento puede implicar una relación social de comunidad -afectiva o tradicional- o una relación social de sociedad, racional con arreglo a valores o a fines. La modernidad supone el predominio de las últimas sobre las primeras, del cálculo sobre la empatía. Su crisis adviene cuando ese impulso racional se expande hacia la burocratización total de las relaciones humanas. En este punto -razona Weber dentro de la precariedad de sus respuestas- reaparece la centralidad de la voluntad innovadora de la política, como posible reacción contra la perversa asociación entre las masas (anómicas, diría Durkheim) y la concentración de poder que se condensaba en la especialización burocrática.

No quisiera insistir ahora sobre su proyecto de reconstrucción hegemónica, en clave posliberal, que va deslizando en sus escritos políticos desde el final de la guerra, en buena medida comparables -en tanto formaban parte de un clima de época- con las propuestas durkheimianas, con las que compartían una misma convicción acerca de la muerte de la metáfora política del contractualismo liberal y de su representación individualista y utilitaria de la ciudadanía. El modelo weberiano para la reconstrucción democrática en la posguerra europea también buscaba, como en Durkheim, la concreción de una comunidad política más allá del liberalismo, en la que debían interactuar la burocracia, el parlamento, los grupos de intereses y la probabilidad carismática de la institución presidencial, en el marco de una «democracia contratada» de la que intentará ser un ejemplo el constitucionalismo republicano de Weimar.

GRAMSCI Y LA REFUNDACION DE LA SOCIOLOGÍA

Sería injusto agrupar bajo la rúbrica genérica de «antipositivismo» a la obra de los pensadores que, a caballo de dos siglos, refundaron la sociología. Entre otras cosas porque en esa clasificación incomodaría la presencia de Durkheim, aun cuando Parsons -en La estructura de la acción social, su fundamental obra de 1937- probara convincentemente un sucesivo deslizamiento del sociólogo francés hacia posiciones opuestas, como lo demuestra su último gran texto, Las formas elementales de la vida religiosa, donde la práctica religiosa, el culto alrededor de valores trascendentales, aparece como el elemento cohesivo que funda la sociedad.

Pero es, sin embargo, cierto que si entendemos la confusa palabra positivismo como sometimiento al determinismo evolucionista, en una atmósfera cultural dominada por el «darwinismo social», la revuelta intelectual de principios de siglo puso, en su conjunto, las bases conceptuales para fundar una teoría de la acción despojada de residuos utilitaristas y naturalistas, cuyo último y paradigmático exponente habría sido el inglés Herbert Spencer.

¿Cómo reaccionó el recién instalado pensamiento marxista frente a esa polémica de época? En este punto la figura de Gramsci aparece con un rol emblemático, como el pensador socialista que encaró con mayor profundidad el mismo campo de problemas que, con otra perspectiva, fueron el núcleo de la preocupación durkheimiana y weberiana. Lo significativo de Gramsci, como exponente del llamado «marxismo occidental» en línea con Lukács, Bloch y Korsch, es el diálogo permanente que su obra mantiene con algunos puntos altos de la cultura europea de su tiempo, a diferencia de la introversión intelectual que caracterizará luego al «marxismo soviético».

Así como Lukács dirá, en su vejez, que no estaba arrepentido de haber iniciado su conocimiento de lo social de las manos de Simmel y Weber en lugar de las de Kautsky,(7) el marxismo de Gramsci abrevará en la influencia de pensadores como Croce, Pareto, Sorel, Mosca o Michels, todos ellos colocados en el centro de la crisis del pensamiento de fin de siglo. También podrían recogerse en la formación de su mirada teórica, los ecos -no por menos explícitos menos significativos- de Weber y de Durkheim. Del primero -al margen de unas citas marginales a Economía y sociedad y La ética protestante y el espíritu del capitalismo- es particularmente importante la mención que en varios tramos de sus cuadernos de cárcel hace de Parlamento y gobierno en una Alemania reconstruida, un texto de 1918 traducido un año después al italiano, en el que Weber explaya su visión sobre las características necesarias del orden político (alemán, pero por extensión europeo) de la posguerra. Los ecos de este texto resuenan -en algún caso explícitamente- en varias referencias que Gramsci hace a los conflictos entre parlamento y burocracia en la organización política de posguerra y a la forma cesarista como expresión de la «revolución pasiva» en curso. En cuanto a Durkheim su relación es aun más indirecta pero quizá más profunda: ha sido Alessandro Pizzorno quien primero señaló sus resonancias en Gramsci, a través de la lectura que de la obra durkheimiana hiciera Sorel, sobre todo en lo que se refiere al papel de la dimensión ética en la integración de la sociedad.(8)
No tendría sentido, sin embargo, forzar esta relación intelectual teniendo en cuenta el reiterado desdén que Gramsci expresara en sus textos frente a la pretensión de la sociología por transformarse en clave interpretativa de lo social. Lo que interesa destacar, en cambio, es que dichas críticas gramscianas a la sociología coinciden, esencialmente, con las que él mismo efectuara paralelamente al marxismo de su tiempo. En ambos casos la referencia permanente es a lo que considera residuos del positivismo, del evolucionismo y, en general, a las tendencias de naturalización de lo social, ignorando -aquí sí- en relación con la refundación de la sociología, que esta crítica era compartida por sus representantes más destacados. Sintomáticamente, en clave generacional, los tópicos de la crítica gramsciana habrían de coincidir con los que levantara, en su segunda fundación, la sociología. Esta, incluyendo al marxismo dentro de la herencia positivista que rechazaba; Gramsci, desde el interior del propio marxismo, intentando superar los residuos mecanicistas que opacaban, a su juicio, lo profundo de esa tradición.

Si la sociología era para él -habiéndose detenido en Spencer y en sus émulos italianos del tipo del olvidado Achille Loria- una suerte de filosofía para no filósofos, sostenida por un vulgar evolucionismo, el marxismo de la Segunda Internacional, cargaría con una culpa semejante. Esto se ve con claridad en un repaso a la obra gramsciana, desde sus extremos juveniles en donde ni el propio Marx (como lo escribe en su conocido artículo de 1918 La revolución contra «El Capital») se habría salvado de la contaminación positivista y naturalista, hasta sus más maduras reflexiones sobre el Manual de Bujarin, en tantos puntos coincidentes con las críticas que el mismo texto suscitara en Lukács, en una recensión publicada en el Grünberg Archiv en 1923 bajo el título de «Tecnología y relaciones sociales».

La forma en que para Gramsci se expresaría dentro del marxismo esa tendencia a una determinista naturalización de lo social, sería la del economicismo, esto es, la «superstición» teórica que explica la totalidad de lo social como extensión lineal de los hechos de la economía. Lo importante en esta apreciación gramsciana es que los vicios del economicismo no sólo resultarían perjudiciales a la teoría sino también a la construcción de política, al combate a favor de la recomposición, en un estadio superior, de la escisión generada por el desarrollo del capitalismo.

LA HEGEMONIA INTELECTUAL Y MORAL

En el entendido de que la crisis moral no era más que una expresión de la desintegración del capitalismo, el socialismo de principios de siglo prometió un futuro de superación de la fragmentación en un mundo nuevo de totalidad reconstruida. Esa búsqueda de una comunidad auténtica que en Tönnies, Simmel, Weber o Durkheim -más allá de miradas pesimistas u optimistas- preocupará a lo más encumbrado de la conciencia intelectual, será el emblema triunfal con que los socialismos se presentarán al debate teórico e histórico. Gramsci, como uno de los exponentes más lúcidos del «marxismo occidental», trazará líneas centrales para ese análisis, superando las trabas opuestas por lo que él consideraba una lectura reductiva y mecanicista del pensamiento de Marx, presentes tanto en las tradiciones dominantes en la Segunda y en la Tercera Internacional, sea en el social naturalismo kautskiano o en el Diamat soviético.

El eje de la búsqueda estará en su reformulación del concepto de hegemonía, esto es, en la transformación que realiza de un término operatorio de la teoría política -que incorpora el marxismo ruso de fines de siglo como complementario a una propuesta de alianza social- y que Gramsci desplazará al terreno de lo ético y cultural.(9) Para Gramsci el período histórico posterior a 1870, es decir, el que marca la transformación epocal del capitalismo como sociedad industrial y de masas, habrá de estructurarse en una articulación compleja que resume en la fórmula de «hegemonía civil», culminación de un proceso transformista en el que el liberalismo subsume los temas de la democracia.

Para analizar y aun para superar históricamente a esa nueva forma de la dominación, resultaría insuficiente la visión simplista de una clase o un grupo que impone unilateralmente a otros su voluntad desde los aparatos del Estado. Del mismo modo, el concepto de hegemonía, aplicado a la práctica social de los sectores subordinados enfrentados al statu quo, debería ser considerado como más amplio que el liderazgo político que podría corresponderle a alguno de ellos, esto es, en términos marxistas, al proletariado vis à vis el campesinado o las capas medias de la población. Lo que la hegemonía construye es una verdadera comunidad de valores, una «voluntad colectiva».

En esta dirección, el Estado se redefine -en relación con el canon marxista- tornándose mucho más complejo: los ejes de esa redefinición no están conceptualmente lejos de las propuestas que recordáramos de Durkheim, al menos en sus aspectos funcionales, como «órgano del pensamiento social vinculado a un fin práctico», según palabras del sociólogo francés. Así, por ejemplo, el Estado moderno -dice Gramsci- se convierte en «educador», en instrumento de «unidad intelectual y moral», como complejo de relaciones sociales (él dice de «actividades prácticas y teóricas») a través de las cuales no sólo se domina sino también se dirige a la sociedad, integrando a los gobernados en un consenso de valores universales. Es bajo esta dirección ética y cultural que, en el marco de un dado desarrollo de las relaciones sociales y económicas, se constituye un «bloque histórico» -en el que confluyen orgánicamente estructura y superestructuras- unificado por una «voluntad colectiva».

El concepto de bloque histórico tiene para Gramsci varios alcances.

Metodológicamente, le permite constituir una categoría superadora de la dicotomía «arquitectónica» de estructura y superestructura que, naturalizada, da lugar a una relación de causalidad mecanicista, haciendo caer al marxismo en los criticados vicios del determinismo positivista. Superando esta óptica, esto es, considerando como sólo didascálica la distinción entre fuerzas materiales («contenido») e ideología («forma») y postulando una unidad compleja y contradictoria entre ambas, Gramsci pone las bases para una teoría de la acción colectiva como proceso de construcción de sentido. Un fragmento verdaderamente ilustrativo de los Cuadernos de la cárcel -subtitulado «El término catarsis»- refleja con enorme claridad la ruptura que Gramsci introduce en el marxismo del 900.

«Se puede emplear el término catarsis -escribe- para indicar el paso del momento meramente económico (o egoístico-pasional) al momento ético-político, esto es, la elaboración superior de la estructura en superestructura en la conciencia de los hombres. Ello -agrega- significa también el paso de lo objetivo a lo subjetivo y de la necesidad a la libertad. La estructura, de fuerza exterior que subyuga al hombre, asimilándolo a sí y haciéndolo pasivo, se transforma en medio de libertad, en instrumento para crear una nueva forma ético-política, en origen de nuevas iniciativas. La fijación del momento catártico deviene así, me parece, el punto de partida de toda la filosofía de la praxis; el proceso catártico coincide con la cadena de síntesis que resulta del desarrollo dialéctico».(10)

En ese sentido, el paso del «momento económico» al «momento ético-político» se equipara al paso de lo «objetivo» a lo «subjetivo» y la relación causa-efecto presente en la visión clásica de estructura/superestructura se transforma en una relación medio-fin. La comprensión de este proceso que Gramsci califica como «momento catártico», en el que la conciencia de los actores (no sus «caprichos individuales», porque la acción tiene restricciones) orienta los comportamientos hacia un fin, deviene -como ha quedado señalado- «el punto de partida de toda la filosofía de la praxis», postulación que confirma en un pasaje de su crítica al Manual de Bujarin, cuando dice que el aspecto crucial de todos los problemas del marxismo es la manera en que se trate la pregunta acerca de cómo se relaciona la estructura con la acción histórica. En ese sentido queda claro que el uso que Gramsci hace de la expresión «filosofía de la praxis» en sus cuadernos de prisión para aludir al marxismo, va más allá de una treta verbal para burlar a sus censores. Lo que quiere señalar es que la virtualidad del materialismo histórico radica en su capacidad para constituirse en punto de partida para explicar las modalidades de constitución del individuo en actor social. Con su categoría de bloque histórico, al superar la tentación implícita de mecanicismo economicista que subyace en la díada estructura/superestructura, Gramsci coloca su programa de investigación en la misma área en que la sociología de su tiermpo busca fundar una teoría no determinista de la acción.

Pero el concepto de bloque histórico tiene, además, connotaciones heurísticas en el camino a la construcción de una nueva comunidad por vía de lo que llama «subversión de la praxis». En este punto, más allá de sus otros conceptos operacionales como los de sociedad civil, sociedad política y guerra de posiciones, consustantivos a su concepción de la hegemonía como lucha por una nueva cultura, por la construcción de una nueva voluntad colectiva, importa sociológicamente cómo Gramsci introduce, de manera original, la noción de intelectual.
Un bloque histórico, como unidad compleja de intereses materiales y de valores, no es una estructura indiferenciada sino que supone movimientos contradictorios. Es un sistema hegemónico, lo que equivale a decir -en términos de teoría sistémica- que opera como un gran reductor de complejidad, en tanto excluye (o subordina) toda una serie de posibilidades y permite la actualización de una serie definida de alternativas. Pero el sistema, a la vez, vive de la tensión entre esta tendencia a la reducción y el potenciamiento de su complejidad, lo que genera su dinámica interna de cambio. Esa posibilidad de cambio, en tanto el fatalismo histórico no existe, requiere un elemento propulsor. Y aquí aparece la función de los intelectuales como mediadores de la hegemonía y de la contrahegemonía en el interior del bloque histórico. Su papel es apuntalar la ilusión de comunidad en un mundo escindido.(11)
En un aspecto, sus apuntes para una teoría de los intelectuales pueden ser incluidos en una saga conceptual que desde Hegel hasta Weber se formula como teoría de la burocracia moderna. Esta es, al menos, una posibilidad de lectura.

El tema de los intelectuales está en Gramsci indisolublemente ligado al de la hegemonía como dirección política y cultural. En la medida en que cada grupo social, nacido en la producción económica, crea con él, orgánicamente, capas de intelectuales que le proporcionan homogeneidad y conciencia de sus fines, son éstos los encargados de ejercer las funciones tanto de hegemonía social cuanto de gobierno político, las funciones «conectivas y organizativas» en el interior del bloque histórico. Pero esta relación entre grupos sociales e intelectuales no es lineal sino compleja.

Si bien responden a la dinámica de los grupos sociales donde encuentran su origen, tienden a generar comportamientos estamentales, a considerarse a sí mismos como «el Estado», lo que -señala Gramsci- dado el enorme número de gente que abarca la categoría, genera «complicaciones desagradables» para el grupo económico fundamental que realmente es el Estado.

Esta tendencia hacia la autonomización de la burocracia (de la dirección técnicamente adiestrada) entra en contradicción con la dirección política (partidos y parlamento) y marca, según un Gramsci explícitamente reminiscente del análisis de Weber en Parlamento y gobierno en una Alemania reconstruida, un punto de crisis en el Estado moderno, en su forma «social democrática burocrática» que ha ampliado, hasta formar «masas imponentes», a la categoría de los intelectuales como funcionarios de la hegemonía.

Pero esta dimensión «burocrática» de la función de los intelectuales pertenece a uno de los dos grandes planos de las superestructuras: el de la sociedad política, encargada del gobierno jurídico por medio de una capa social que funda su poder en un saber especializado. Debe interesarnos también la otra dimensión de la función intelectual en la sociedad: la de constructora de consensos, de valores, de representaciones colectivas en el seno de la sociedad civil.

Si bien el Estado moderno, en la definición integral del mismo que formula Gramsci opera una reconciliación «universal» de los intereses fragmentados de la sociedad al transmutarlos como expresión de energías «nacionales», mediante una operación de absorción cultural basada en un «consenso espontáneo» a favor de la dirección impuesta a la vida social, esa expansión llega a un punto de saturación en el que ya no está en condiciones de integrar sino que comienza un proceso de desagregación en el interior del bloque histórico. En ese momento, punto de arranque de una «crisis orgánica» -como momento en que se rompe «el aparato de gobierno espiritual»-, la voluntad colectiva estatal construida en la relación entre intelectuales «privados» y «gubernamentales», orgánicos a los grupos sociales fundamentales, entra en tensión con la voluntad colectiva nacional-popular que viene elaborando la articulación entre intelectuales y clases subalternas.

El terreno sobre el que se construye la «voluntad colectiva nacional-popular» debe estar preparado por la dinamización de una «reforma intelectual y moral» como garantía -dice- hacia el logro de una forma «superior y total de civilización moderna». En este punto es decisiva la función del nuevo Príncipe -el partido revolucionario-, capaz de articular en un movimiento complejo el «sentir», el «saber» y el «comprender» sociales que constituyen el nexo operativo de la acción histórica.

Intermediada por los intelectuales, la construcción de una voluntad colectiva supone la superación del momento corporativo (que, a diferencia de Durkheim, para Gramsci no podría constituirse en trama integradora del Estado) y el ingreso al momento «político», como esfera -dice- de «superestructuras complejas». En las sociedades modernas esta construcción de una voluntad colectiva, que está en el centro de los procesos de hegemonía social y cultural, da lugar en el pensamiento gramsciano a un programa de investigación sobre las condiciones concretas, culturales (nacionales, especificará Gramsci), en que esos sistemas de valores pueden emerger y consolidarse históricamente. Abren, por lo tanto, la posibilidad para la discusión de una teoría de la acción no utilitarista, que en el marxismo vulgar asume la forma de «economicismo».

David Lockwood ha mostrado que la carencia de una teoría de la acción ha sido el eslabón más débil de la cadena teórica del materialismo histórico.(12) Al no poder distinguir entre los problemas de «integración sistémica» de las sociedades y los problemas de «integración social», relativos a la esfera de los valores que cohesionan a las mismas, la ligazón entre la dimensión funcional, que alude a las relaciones entre los subsistemas, y la dimensión sociocultural, que remite a los comportamientos de los actores, sólo podría ser establecida sobre la base de un concepto utilitarista de acción, similar al de las teorías positivistas de la acción (en términos de Parsons), donde la racionalidad individual fuera remplazada simplemente por una racionalidad de clase determinada por la «posición objetiva» de los sujetos en las relaciones de producción. Sin haber dilucidado la complejidad de este problema teórico que todavía el pensamiento marxista no ha podido resolver, no quedan dudas que, dentro de esa tradición, es en la fuente gramsciana -incompleta, asistemática- donde podrán, sin embargo, encontrarse las claves más sugestivas para un programa de investigación colocado en la misma área en que la sociología del 900 buscó fundar una teoría no determinista de la acción social.

Notas

1 Me refiero a Teoría del Materialismo Histórico, publicado por Bujarin en 1921 y que durante cierto tiempo fundó un verdadero canon del marxismo de su tiempo.
2 Robert Nisbet, La formación del pensamiento sociológico, Buenos Aires, 1969.
3 Karl Marx, His Life and Teachings, Michigan, 1974.
4 Conciencia y socieda., La reorientación del pensamiento social europeo (1890-1930), Madrid, 1972.
5 Emile Durkheim, Sociology and Philosophy, Londres, 1965, pp.51/52.
6 Emile Durkheim, Lecciones de sociología (Física de las costumbres y del derecho), Buenos Aires, 1966, passim. La primera edición en francés es de 1950.
7 Hans Holz, Leo Kofler y Wolfgang Abendroth, Conversaciones con Lukács, Madrid, 1969, p.135.
8 Alessandro Pizzorno, «Sobre el método de Gramsci» en VVAA, Gramsci y las ciencias sociales, Buenos Aires, 1974. Georges Sorel dedicó un largo ensayo a Durkheim titulado «Les theories de M. Durkheim» en los números 1 y 2 de Le devenir social (abril y mayo de 1895). Dicho texto, sin dudas el primer intento de confrontar al sociólogo francés con la tradición marxista, fue reditado en 1978: Le teorie di Durkheim e altri scritti sociologici, (Liguori, Napoli). La deuda intelectual de Gramsci con Sorel ha sido destacada por varios autores; quizás el desarrollo más completo de la cuestión se encuentra en Nicola Badaloni, Il marxismo di Gramsci, Turín, 1975.
9 Un puntual recorrido sobre la genealogía del concepto en el pensamiento marxista puede verse en el cap.1 de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and socialist strategy, Londres, 1985.
10 Antonio Gramsci, Quaderni del carcere, I, 1244, Turín, 1975.
11 Este rol de los intelectuales es enfatizado también por Weber. Al analizar la probabilidad de una acción comunitaria de clase, coloca como una de sus condiciones la presencia de una «dirección hacia fines claros que regularmente se dan o se interpretan por personas no pertenecientes a la clase («intelectuales»)», Economía y sociedad, I, 245, México, 1969.
12 David Lockwood, «The weakest link in the chain? Some comments on the marxist theory of action» en Research in the Sociology of Work, Vol.1, pp.435/481.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar