Autor: Felipe Pigna.
En la segunda mitad del siglo XVIII el dominio inglés de los mares era indiscutible. Los tiempos de la «Armada Invencible» habían quedado tan atrás como la época en que el almirante holandés Michiel de Ruyter ostentaba una escoba a manera de insignia como símbolo de que Holanda podía barrer del mar a todos sus enemigos.
Para los barcos franceses, holandeses y españoles, cruzar los mares podía ser una aventura peligrosa. Entre 1702 y 1808 España e Inglaterra sostuvieron seis conflictos armados. Una consecuencia directa de esta belicosidad fue que España fue espaciando sus comunicaciones y la provisión de sus colonias americanas. La protección militar de sus dominios se vio seriamente debilitada. El último regimiento de infantería llegado a Buenos Aires desde Burgos lo hizo en 1784.
En el viejo mundo el principal obstáculo para la expansión napoleónica era Inglaterra. Napoleón comenzó a soñar con dominar las dos riberas del Canal de la Mancha. El encuentro entre la flota aliada de España y Francia, por un lado, y los ingleses, por otro, se produjo finalmente el 21 de octubre de 1805 en Trafalgar, cerca de Cádiz.
La pericia del almirante Nelson determinó el triunfo total de los británicos. La flota aliada quedó prácticamente aniquilada y perdió unos 4000 hombres. Por el lado inglés murieron alrededor de 500 marinos, entre ellos Nelson. Cuarenta y dos días después, Napoleón derrotó al ejército austro-prusiano en Austerlitz, al norte de Viena. Después de Trafalgar y Austerlitz, el poder quedó repartido: los mares para Inglaterra y el Continente para Napoleón. Cuentan que el primer ministro inglés, Sir William Pitt, al conocer el triunfo del emperador francés, enrolló un mapa de Europa exclamando: «Durante los próximos diez años, no lo necesitaremos.»
En este contexto de búsqueda de nuevos mercados, tuvieron eco en Londres las ideas del revolucionario venezolano Francisco de Miranda, personaje novelesco que fue amante de Catalina II de Rusia, soldado de Washington y general en la Revolución Francesa. En marzo de 1790 le había presentado al Primer Ministro inglés W. Pitt un plan de conquista de las colonias americanas para transformarlas en una monarquía constitucional con la coronación de un descendiente de la casa de los Incas como emperador de América. Decía Miranda en su informe:«Sudamérica puede ofrecer con preferencia a Inglaterra un comercio muy vasto, y tiene tesoros para pagar puntualmente los servicios que se le hagan… Concibiendo este importante asunto de interés mutuo para ambas partes, la América del Sud espera que asociándose Inglaterra por un Pacto Solemne, estableciendo un gobierno libre y similar, y combinando un plan de comercio recíprocamente ventajoso, ambas Naciones podrán constituir la Unión Política más respetable y preponderante del mundo».
Miranda en realidad tenía una visión parcial sobre la realidad americana. Suponía que hechos como la rebelión de Túpac Amaru y de los Comuneros de Paraguay y Nueva Granada implicaban un signo claro de odio a la metrópoli y al monarca. Pero en realidad eran expresiones aisladas que no encontraban un punto común de confluencia.
En 1806 Miranda intentó una invasión a Venezuela desde los EEUU, pero fracasó por falta de apoyo local. Ese mismo año convenció a su amigo, Sir Home Popham de que ningún español americano se opondría a una invasión inglesa al Río de la Plata.
Mientras tanto, en Buenos Aires el Cabildo se ocupaba de establecer multas para los vecinos que no destruyeran a las hormigas y ratas de sus casas y recordaba que el 14 de mayo sería feriado para dedicar cultos solemnes a los santos Sabino y Bonifacio, que según se creía, eran los encargados de proteger a la ciudad de esas plagas.
Aseguraba un personaje de la Iglesia que «este patronato lo poseían desde la fundación de la ciudad, pero su culto se había resfriado y apagado tanto en nuestros tiempos, que los daños que se experimentan, así en las sementeras y plantas que devoran como en las casas y edificios que taladran, son pieza y olvido de nuestros protectores, pues no se ruega a Dios por su intermedio».
La noche del 24 de junio de 1806, el virrey Sobremonte asistía a la función teatral de la obra de Moratín El Sí de las niñas cuando recibió una comunicación del Comandante de Ensenada de Barragán, capitán de navío francés Santiago de Liniers, en la que le informaba que una flota de guerra inglesa se acercaba y que había disparado varios cañonazos sobre su posición.
A las 11 de la mañana del 25 los ingleses desembarcaron en Quilmes y en pocas horas ocuparon Buenos Aires.
Cuenta el inglés Gillespie que en la fonda de «Los Tres Reyes» ingleses y españoles cenaban en lugares separados y «una hermosa joven que servía a los dos grupos, miró fijamente a los españoles diciéndoles en un tono claro para que todos la oyeran: desearía, caballeros, que nos hubiesen informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir Buenos Aires, pues apostaría mi vida que, de haberlo sabido, las mujeres nos habríamos levantado unánimemente y rechazado a los ingleses a pedradas.»
El virrey Sobremonte huyó y trató de salvar los caudales públicos, pero estos serían finalmente capturados por los británicos. Dentro del mítico baúl podían contarse 1.291.323 pesos plata. Parte del botín se repartió entre la tropa. A los jefes de la expedición William Carr Beresford y Home Riggs Popham le correspondieron respectivamente 24.000 y 7.000 libras, el resto, más de un millón fue embarcado hacia Londres.
La impopularidad de Sobremonte está reflejada en estos versos que ridiculizan su huida:
«Al primer disparo de los valientes
disparó Sobremonte con sus parientes
Un hombre, el más falsario,
Que debe a Buenos Aires cuanto tiene,
Es un marqués precario
Y un monte que y viene
Y sobre el monte ruina nos previene»
Beresford, en su primera proclama dice que la población de Buenos Aires está «cobijada bajo el honor, la generosidad y la humanidad del carácter británico«. Se apresuró a decretar la libertad de comercio y redujo los derechos de Aduana para los productos británicos. Comenzaron a visitarlo los obsecuentes de turno que, al enterarse de que el comandante inglés era muy goloso, llegaban al fuerte portando grandes fuentes de dulce de leche y de zapallo. Según se cuenta, Beresford, probablemente ignorando las costumbres del país, creía que el obsequio incluía el recipiente y se quedaba con las fuentes de plata y, encajonadas, las enviaba a Inglaterra. Muchos funcionarios acomodaticios pasaron por el fuerte a jurar fidelidad a su «Gloriosa Majestad».
Manuel Belgrano prefirió retirarse a su estancia de la Banda Oriental. Antes de irse pronunciará su famosa frase: «Queremos al viejo amo o a ninguno».
El almirante Popham le escribía a Francisco Miranda:
«Mi Querido General: Aquí estamos en posesión de Buenos Aires, el mejor país del mundo… me gustan los sudamericanos prodigiosamente.»
Miranda le contestaba en tono de advertencia:
«¿Cómo quiere usted que 18 millones de habitantes, establecidos sobre el continente más vasto y más inexpugnable de la tierra, situado a distancia de cuatro a seis mil millas de Europa… sean conquistados y subyugados hoy por un puñado de gente que viene a mandarles como amos? No, mi querido amigo; la cosa no es natural ni practicable ni posible.»
Buenos Aires sería por 46 días una colonia inglesa. El Times de Londres, decía:
«En este momento Buenos Aires forma parte del Imperio Británico, y cuando consideramos las consecuencias resultantes de tal situación y sus posibilidades comerciales, así como también de su influencia política, no sabemos cómo expresarnos en términos adecuados a nuestra idea de las ventajas que se derivarán para la nación a partir de esta conquista.»
Beresford tuvo que desalentar un incipiente movimiento de emancipación de los esclavos porteños. Les recordó, vía Bando, que debían mantenerse sujetos a sus dueños y estableció duras penas para los que intentaran escaparse.
Los oficiales ingleses alternaban con las principales familias porteñas y se alojaban en sus casas, donde se sucedían las fiestas en homenaje a los invasores. Era frecuente ver a las Sarratea, las Marcó del Pont, las Escalada, paseando por la alameda (actual Leandro .N. Alem), del brazo de los «herejes».
Pero la mayoría de la población, que era hostil a los invasores y estaba indignada por la ineptitud de las autoridades españolas, decidió prepararse para la resistencia. Aparecieron varios proyectos para acabar con los ingleses. Dos catalanes, Felipe Sentenach y Gerardo Esteve y Llach, propusieron volar el fuerte y todas las posiciones inglesas. Martín de Álzaga, fuerte comerciante monopolista al que perjudicaba como a nadie el libre cambio decretado por los ingleses, estaba dispuesto a financiar cualquier acción contra los invasores. Alquiló una quinta en Perdriel, cerca de Olivos que fue utilizada como campo de entrenamiento militar de las fuerzas de la resistencia.
El jefe del fuerte de la ensenada de Barragán, el marino francés Santiago de Liniers, se trasladó a Montevideo y organizó las tropas para reconquistar Buenos Aires. Santiago de Liniers y Bremond había nacido en La Vendée en 1753. Estudió en Malta donde fue honrado como caballero de la Orden Soberana. En 1775 se incorporó a la flota española durante la guerra con los argelinos y tras esta campaña llegó con Pedro de Cevallos al Río de la Plata. Años más tarde volvió temporariamente a Europa y se reincorporó a la marina española, ahora en lucha con los ingleses. En 1788 fue destinado nuevamente al Río de la Plata donde se casó con la hija del rico comerciante Martín de Sarratea.
Pocas semanas después del desembarco, Liniers y su gente obligaron a Beresford, tras haber perdido 300 de sus hombres, a rendirse el 12 de agosto de 1806.
El Times no salía de su asombro:
«El ataque sobre Buenos Aires ha fracasado y hace ya tiempo que no queda un solo soldado británico en la parte española de Sudamérica. Los detalles de este desastre, quizás el más grande que ha sufrido este país desde el comienzo de la guerra revolucionaria, fueron publicados en el número anterior.»
Ante la ausencia del Virrey Sobremonte, un Cabildo abierto otorgó a Liniers el mando militar de la ciudad, como corolario de una «pueblada» a cuyo frente iban Juan José Paso, Juan Martín Pueyrredón, Joaquín Campana y el poeta Manuel José de Lavardén.
Esta medida era claramente revolucionaria: el cabildo ejerciendo su soberanía, pasaba por encima de la voluntad del virrey.
Una copla se hacía popular en Buenos Aires:
«Ingredientes de que se compone la quinta generación del marqués de Sobremonte»:
Un quintal de hipocresía,
Tres libras de fanfarrón,
Y cincuenta de ladrón,
Con quince de fantasía,
Tres mil de collonería;
Mezclarás muy bien después,
En un caldero inglés,
Con gallinas y capones,
Extractarás los blasones
Del más indigno marqués.
Un informe del enviado español, Brigadier Curado hablaba del estado de ebullición popular:
«Aquellos que en apariencia se encuentran revestidos del poder público son fantasmas de grandeza, muchas veces insultados, y siempre sujetos al pueblo, cuya anarquía es tan excesiva y absoluta, que se atreve a objetar todas las disposiciones y órdenes de los que gobiernan cuando no son dirigidas a sus fines.»
Frente a la posibilidad de una nueva invasión, los vecinos se movilizaron para la defensa formando las milicias ante el fracaso de la tropa regular española.
Todos los habitantes de la capital se transformaron en milicianos. Liniers permitió que cada hombre llevara las armas a su casa y puso a cargo de cada jefe las municiones de cada unidad de combate.
Los nacidos en Buenos Aires formaron el cuerpo de Patricios, en su mayoría eran jornaleros y artesanos pobres; los del interior, el de Arribeños, porque pertenecían a las provincias «de arriba», compuesto por peones y jornaleros; los esclavos e indios, el de pardos y morenos. Por su parte los españoles se integraron en los cuerpos de gallegos, catalanes, cántabros, montañeses y andaluces. En cada milicia los jefes y oficiales fueron elegidos por sus integrantes democráticamente.
Entre los jefes electos se destacaban algunos jóvenes criollos que accedían por primera vez a una posición de poder y popularidad.
Allí estaban Cornelio Saavedra, Manuel Belgrano, Martín Rodríguez, Hipólito Vieytes, Domingo French, Juan Martín de Pueyrredón y Antonio Luis Beruti.
Liniers lo contará años después:
«¡Qué no trabajaría yo en los once meses después de echar a los ingleses de Buenos Aires para hacer guerrero a un pueblo de negociantes y ricos propietarios!… donde la suavidad del clima, la abundancia y la riqueza debilitan el alma y le quitan energía… El dependiente era más apto que el patrón… Me fue preciso vencer todos esos obstáculos y una infinidad de otros… Aproveché de la confianza que me adquirieron mis servicios a los habitantes para hacerlos capaces de defenderse contra todos los esfuerzos que la Gran Bretaña hacía para vencerlos».
La ciudad se militarizó pero también se politizó. Las milicias eran ámbitos naturales para la discusión política y el espíritu conspirativo iba tomando forma lenta pero firmemente Dentro de ese clima, Saturnino Rodríguez Peña se puso al habla con el general Beresford, prisionero en Luján, para interesarse en la emancipación americana, convencerle de que por las armas Gran Bretaña sólo ganaría enemigos en estos países, y ofrecerle la libertad si secundaba sus ideas. El general británico se mostró favorable a estas gestiones y se ofreció a hacerlas conocer al conquistador de Montevideo, general Auchmuty, y al gobierno inglés. En consecuencia, con la complicidad de varios amigos y el conocimiento del alcalde Álzaga y de Liniers, Rodríguez Peña hizo fugar a Beresford el 17 de febrero.
Tal como se preveía, en junio de 1807, una nueva expedición inglesa, esta vez de doce mil hombres y cien barcos mercantes cargados de productos británicos, trató de apoderarse de Buenos Aires.
Tras vencer las primeras resistencias, los invasores avanzaron sobre la ciudad.
La capital ya no estaba indefensa. Liniers, y Álzaga, alcalde de la ciudad, habían alistado 8.600 hombres y organizado a los vecinos. Los improvisados oficiales habían sido civiles hasta pocos meses antes, como el hacendado Cornelio Saavedra.
Cuando los ingleses pensaban que volverían a desfilar por las estrechas calles, desde los balcones y terrazas fueron recibidos a tiros, pedradas, torrentes de agua y aceite hirviendo. «Cuando las 110 velas de la granarmada británica se divisaron en el horizonte –dirá Manuel José García en sus Memorias-, este espectáculo capaz de intimidar a los más aguerridos no causó el menor recelo a los colonos». Entre sorprendidos y chamuscados los ingleses optaron por rendirse. En el acta de lacapitulación pretenden, infructuosamente, incluir una cláusula que los autorizaría a vender libremente la abundante mercadería traída en los barcos.
El 28 de enero de 1808 comenzó en Londres el juicio contra Whitelocke. Por momentos intentó una defensa diciendo cosas como «esperaba encontrar una gran porción de habitantes preparados a secundar nuestras miras. Pero resultó ser un país completamente hostil.»
Pero el fallo fue durísimo. Disponía que «dicho teniente general Whitelocke sea dado de baja y declarado totalmente inepto e indigno de servir a S.M. en ninguna clase militar«. Y agregaba «para que sirva de eterno recuerdo de las fatales consecuencias a que se exponen los oficiales revestidos de alto mando que, en el desempeño de los importantes deberes que se les confían, carecen del celo, tino y esfuerzo personal que su soberano y su patria tienen derecho a esperar de ellos.»
Whitelocke concluyó su alegato con palabras contundentes:
«No hay un solo ejemplo en la historia, me atrevo a decir, que pueda igualarse a lo ocurrido en Buenos Aires, donde, sin exageración, todos los habitantes, libres o esclavos, combatieron con una resolución y una pertenencia que no podía esperarse ni del entusiasmo religioso o patriótico, ni del odio más inveterado.»
Fuente: www.elhistoriador.com.ar