Juan E. Pivel Devoto


Autor: Gerardo Caetano

Un protagonista de la Historia
Juan Pivel Devoto fue una figura clave y polémica del Uruguay de este siglo. Tuvo incidencia en la vida pública como ministro, dirigente político y presidente del Codicén, pero su mayor legado residió en su pasión de historiador. Ese es el perfil que buscan recuperar estas páginas.

Pasión, erudición y polémica 

De él podría decirse lo mismo que escribió Carlos Quijano al comienzo de su necrológica sobre Luis Alberto de Herrera, en abril de 1959: «Vivió como si fuera inmortal». Tal vez es por eso que ante la muerte del profesor Juan Pivel Devoto, más allá de cercanías o de lejanías, de coincidencias o discrepancias, uno vuelve a experimentar esa rara sensación de pérdida y de vacío que sólo se tiene ante la desaparición de las grandes figuras públicas que constituyen referentes colectivos y que acompañan por un largo tiempo nuestras peripecias más cotidianas y personales. La lista casi interminable de sus actuaciones y contribuciones en distintos planos parece en efecto no caber en una sola vida, tal fue su pasión y su trajinar en todo lo que hizo.
Una fidelidad porfiada en sus oficios -de historiador, de político, de hombre de Estado- hizo de Pivel Devoto una personalidad descollante de la vida nacional en el siglo XX, condición que estaba en la base de su peculiarísima forma de interrogar y de relatar la historia uruguaya. El protagonista de la historia y el historiador se compenetraban en él muy fuertemente, lo que marcó y condicionó en forma indeleble -y en distintas formas- sus clases y muchos de sus textos.
Por cierto que no fue un hombre de unanimidades y que su actuación en distintos campos estuvo signada en más de una oportunidad por la polémica, que nunca rehuyó. Su firme personalidad -que resultaba tan contradictoria con su aspecto físico, especialmente en los últimos años- parecía agigantarse en la controversia, en la que era temible. Más de una vez le escuchamos decir en clase que al escribir sus libros siempre se guardaba documentos sin utilizar para poder replicar mejor a quienes criticaran luego sus opiniones. Seguramente tampoco resultó fácil acompañarlo en sus grandes empresas como investigador, lo que dificultó -como él mismo reconoció alguna vez- su magisterio en el oficio y la relación con quienes podían ser reconocidos como sus discípulos.
Como historiador, que es como queremos recordarlo especialmente hoy, deja un legado inmenso, abierto tanto a la sorpresa del hallazgo, a la interrogación exigente de muchas hipótesis y también a la fertilidad de la polémica, ésa que «altera» nuestras certezas y nos revela nuevos campos de exploración. Su aporte como verdadero constructor de fondos documentales tiene una relevancia particular; su visión de la documentación -que tenía sin duda perfiles positivistas- hizo que pusiera especial dedicación en la recopilación y sistematización de los más variados repositorios, desde el monumental «Archivo Artigas» hasta buena parte de los fondos que obran en el Archivo General de la Nación y en las secciones respectivas del Museo Histórico Nacional.
En su obra directa, tanto en sus grandes textos como la Historia de los partidos políticos en el Uruguay, la Historia de la República Oriental del Uruguay (1830-1930) (en coautoría con Alcira Ranieri), Raíces Coloniales de la Revolución Oriental de 1811, la serie sobre Los BlancosLa Amnistía en la Tradición Nacional (también en coautoría con su esposa y publicada nada menos que en 1984), entre otros muchos, así como en su mucho más extensa producción dispersa, puede reconocerse todo un sistema interpretativo del pasado uruguayo, diseñado en torno a la idea rectora de la afirmación nacionalista. De allí se derivan las hipótesis y líneas interpretativas que defendió con más calor y que a menudo sirvieron de detonante a la polémica. Se ha controvertido a menudo, por ejemplo, con lo que se ha juzgado como una excesiva «uruguayización» de su perspectiva interpretativa; se le ha reprochado la exclusión de las izquierdas y en general de los «terceros» (ni blancos ni colorados) en esa fragua de coparticipación nacional; se ha señalado cierta desmesura en la afirmación de la dicotomía doctores-caudillos como clave interpretativa y una paralela subvaloración de otras dialécticas sociales tan o más relevantes. En cualquier hipótesis y en el marco de un debate abierto que no admite resoluciones simplificadoras en ningún sentido, en la adhesión o en la polémica sus trabajos seguirán sirviendo como motores insustituibles de la acumulación historiográfica en el país.
Queda para el final el señalamiento de una faceta tal vez menos conocida pero por cierto no menos relevante de su trabajo intelectual, la de más de medio siglo de labor docente. La «vocación sarmientina», que en más de una oportunidad él reivindicó, hizo que el investigador y el docente también resultaran inseparables. Así pudimos conocerlo en el IPA, cuando corrían los aciagos años de la dictadura y sus clases eran una oportunidad siempre abierta para escapar del temor y la mediocridad imperantes. Bastaban su extraordinario sentido del humor y su erudición sin par para olvidar sus largos monólogos sin recreo o su resistencia a las preguntas que lo desviaban de su relato.
Así pudimos conocer el milagro de su memoria inagotable, la forma en que podía hacer vivo el pasado con la amenidad y picardía de sus narraciones, ésas que siempre destacan quienes fueron sus amigos más íntimos y supieron disfrutarlo en la trastienda. Ese rasgo, tal vez sorprendente frente a su imagen exterior tan hosca y seria, también pudieron conocerla sus alumnos. En plena dictadura, sus cuentos y sus interpretaciones nos hablaban de otros hombres y épocas pero también sabían empujar hacia un futuro distinto.
Los que no siempre coincidimos con él podemos hablar libremente del profesor Juan Pivel Devoto desde su mejor versión. No es ahora tiempo para balances ni juicios historiográficos, que en su ponderación sólo podrán llegar con el tiempo, esa materia prima esquiva y fascinante de todos los historiadores. Amó con pasión su oficio. Desde sus ideas y convicciones buscó servir de la mejor manera a la comunidad y al Estado. Nos deja el legado de miles de documentos por recorrer y muchas páginas de historia que por cierto se merecen una lectura exigente y rigurosa. En las generaciones de sus alumnos perdurará esa imagen más íntima y amena que sólo entregó a ellos y a sus amigos más dilectos.