Fuente: La opinión, 10 de octubre de 1971.
La autocrítica tardía de Carlos Pellegrini
La carrera de Carlos Pellegrini es sorprendente en muchos aspectos. Hijo de una familia de acaudalados inmigrantes franceses, por razones bastante imprecisas se liga al partido autonomista de Alsina, que arrastra a las masas federales sin caudillo y libra dura batalla contra los mitristas que quieren mantener la supremacía de Buenos Aires sobre el resto del país. De joven, demuestra poco entusiasmo por lo popular. Hace carrera política hasta convertirse en la mano derecha de Roca lo cual lo lleva a la Presidencia. Es un intelectual, un típico liberal enfrascado en los problemas económicos, que tiene poca fe en la capacidad de discernimiento de las masas. Representa una de las tendencias de la oligarquía que organizó, a su manera, a esta Nación.
Sin embargo, un día le da la espalda a Roca, denuncia el fraude y el contubernio –que él muchas veces apoyó- y toma contacto con el pueblo, ese pueblo ante el que siempre tuvo poca confianza. ¿Qué sucedió con él?
Con la vuelta del siglo, dan vuelta las ideas de Pellegrini. Las dos intervenciones suyas en la Cámara de Diputados que hoy publicamos, son claves para entender su tardía lucidez (moriría cuatro meses más tarde) e incluso las contradicciones en que se mueve. El país vivía una crisis política total. Finalizado el gobierno de Roca, la clase dominante decide imponer la fórmula presidida por el anciano Manuel Quintana y completada por José Figueroa Alcorta. La abstención de la Unión Cívica Radical, que ya acaudillaba Hipólito Yrigoyen, le permite llegar al poder. Su gobierno es despótico y fraudulento.
En febrero de 1905, Yrigoyen organiza una revolución con apoyo militar. Llega a controlar la Capital Federal, Mendoza y Córdoba –donde incluso hace prisionero al vicepresidente, que estaba de vacaciones-. El proceso aborta, y Quintana contragolpea declarando el estado de sitio, encarcelando a los complicados, allanando sindicales, clausurando periódicos políticos y gremiales. A esta revolución hace mención Pellegrini en uno de sus discursos.
Con sus facultades mentales alteradas, Quintana delega el mando en Figueroa Alcorta y fallece el mismo día en que la oposición a su gobierno ganaba la elección de la capital. Ese 12 de mayo de 1906, Pellegrini entraba al Congreso a hacer su autocrítica voluntaria.
En esos momentos, la Argentina adaptaba jubilosamente su economía a las necesidades del imperialismo británico. El reducido grupo de potencias que controlaba el mercado internacional, entraba en la segunda revolución industrial. Las máquinas, el uso de nuevos combustibles, la electricidad, permitían la producción masiva de bienes de consumo a bajos costos. El puerto de Buenos Aires, que en 1880 estaba lleno de veleros, en 1900 exhibía naves de gran calado, movidas con maquinaria a vapor, que podían traer infinidad de productos o bien un enjambre de inmigrantes, la mano de obra desocupada que molestaba a Londres, París, Berlín o Milán. El telégrafo permitía conocer ahora, en escasos minutos, una cotización de la bolsa de cualquiera de estas ciudades.
Las grandes potencias venden monopólicamente y compran de la misma manera. En América latica, cada país impulsado por una clase que se beneficia directamente, adapta su producción. Brasil y Centroamérica a la agricultura tropical, el Pacífico a la minería, el Río de la Plata a los granos tropicales y las carnes bovinas y lanares.
Pellegrini, cofundador con Luis Colombo de la Unión Industrial, se opuso a esta dependencia. “Es necesario que en la República Argentina se produzca algo más que pasto”, dijo. Había llegado a intuir que el debate sobre las formas políticas tenía que ver con el modelo de país, subdesarrollado y dependiente, que en esos años vivía su apogeo.
“Nuestro régimen no es representativo, ni es republicano, ni es federal”
Escribe Carlos Pellegrini
La solidaridad del fraude
Sesión del 8 de mayo de 1906. La Cámara de Diputados discute las irregularidades de la elección practicada el 11 de marzo. En la misma resultaron electos por capital los ciudadanos Carlos Pellegrini, Roque Sáenz Peña, Juan Balestra, Emilio Mitre, Luis María Drago, Santiago G. O’Farrell, Antonio F. Piñero, Ernesto Torquinst y Rómulo S. Naón.
Pellegrini – Pido la palabra.
No extrañe la Cámara si nota en mis palabras emociones de novicio. Vuelvo a ocupar este asiento después de treinta años, y necesariamente se agolpan a mi mente un enjambre de recuerdos. Vengo con menos ilusiones, menos entusiasmos, más experiencias. Pero vengo con la misma fe ciega en el porvenir de mi país y con la misma resolución de servicio hasta donde mis fuerzas alcancen./p> ¿Cuál es la situación política en este momento?
El artículo 1° de la Constitución dice que la República adopta la forma de gobierno representativo, ni es republicano, ni es federal.
No es representativo, porque las prácticas viciosas que han ido aumentando día a día han llevado a los gobernantes a constituirse los grandes electores, a sustituir al pueblo en sus derechos políticos y electorales, y este régimen se ha generalizado de tal manera, ha penetrado ya de tal modo en nuestros hábitos, que ni siquiera nos extraña, ni nos sorprende; hoy, si alguien pretende el honor de representar a sus ciudadanos, es inútil que se empeñe en conquistar méritos y títulos; lo único que necesita es conquistar la protección o buena voluntad del mandatario.
No es republicano, porque los cuerpos legislativos formados bajo este régimen personal no tienen la independencia que el sistema republicano exige: son simples instrumentos manejados por sus mismos creadores.
No es federal porque presenciamos a diario cómo la autonomía de las provincias ha quedado suprimida: ¿acaso necesito recordar a esta Cámara un ejemplo clásico que todos hemos presenciado en esta Capital hace apenas meses?
Algo se discutía en las antesalas de la presidencia y en los conciliábulos de los ministerios en la Capital Federal.
¿Qué? La gobernación de una provincia. Surgían candidatos un día y eran vetados al día siguiente, para ser reemplazados por nuevos… y la prensa daba diariamente las alternativas de la discusión y de la lucha… y allá, allá había un pueblo que veía jugarse aquí con sus destinos y elegírsele un gobernante sin que tuviera el derecho de hablar ni de protestar, recordando tal vez es medio de su grandeza presente otras épocas de pobreza en que hubiera saltado como una pantera herida si un núcleo de porteños hubiera pretendido en esta ciudad de Buenos Aires imponer un gobernador a la provincia de Santa Fe!
Señor presidente: cuando reprobábamos la revolución política, cuando combatíamos la anarquía, muchos revolucionarios bien intencionados, sinceramente convencidos, nos decían: cuando se cierran todas las puertas, cuando se desoyen todos los reclamos, cuando nos vemos privados de todas nuestras libertades, cuando no tenemos a quien recurrir, ¿qué se hace?, ¿cuál es la situación que se crea para el ciudadano? Nos es difícil contestar, pues la verdad es que con elecciones como ésta y con despachos como el de la comisión ¿cuál es la situación que se crea? ¿Qué es lo que le diremos al pueblo que protesta y reclama? ¡No sé si acaso lo colocamos en la terrible disyuntiva de ser sometido o rebelde!
Y bien, señor presidente. ¡Lo que el país entero pide en estos momentos, su grande anhelo es paz y orden! Y yo digo, ¿no estamos conspirando contra ese anhelo nacional, no estamos atentando contra la paz pública, si cerramos los ojos y nos tapamos los oídos para aceptar el hecho consumado por escandaloso y fraudulento que sea? ¿Y en nombre de qué? ¿En nombre de la solidaridad del fraude?
Mañana vendrá a esta Cámara una ley de perdón, nosotros la vamos a discutir, la vamos a votar. Y si alguno de esos amnistiados nos preguntara: ¿quién perdona a quién? ¿Es el victimario a la víctima o la víctima al victimario? ¿Es el que usurpa los derechos del pueblo o es el pueblo que se levanta en su defensa? ¿Cuál sería la autoridad que podría invocar para dar estas leyes de perdón, para hacer estos actos de magnanimidad y de generosidad? ¿Y quién nos perdonará a nosotros?
Mañana vendrá aquí el señor presidente de la República y desde esta alta tribuna proclamará ante la faz del país su programa de paz y de reacción institucional, el mismo que nosotros defendemos. Y si alguien se levanta en ese momento y pregunta: ¿y de qué otra manera se va a realizar ese programa? ¿Es acaso cobijando todas las oligarquías y aprobando todos los fraudes y todas las violencias; es acaso arrebatando al pueblo sus derechos y cerrando las puertas a todo reclamo?
No. Esas son las viejas prácticas humillantes. No: ésas son las tradiciones y las costumbres del incondicionalismo que no coexisten con la independencia de los poderes ni se conciliarán con su dignidad.
Cuando la mayoría de un Congreso apoya la política del presidente de la República, quiere decir que comparte sus ideales, sus propósitos, sus tendencias políticas, y que está dispuesta a concurrir con su voto y su acción siempre que sea necesario para realizarlos.
Antes de terminar, pues no quiero fatigar más la atención de la Cámara, deseo decir que es necesario que esta mayoría se convenza de que lo que aquí representamos y aquí sostenemos, no es una tendencia de la metrópoli, no son intereses de una agrupación política, ni propósitos políticos de dos partidos. ¡No, señor presidente! Aquí sostenemos la realización de una gran aspiración nacional. ¡Y entonces, yo les digo que ellos podrán tener la fuerza y el hecho… nosotros tenemos el derecho; ellos pueden ser dueños de este momento y de esta situación… nosotros seremos dueños del porvenir; nosotros somos hoy corriente que puede ser torrente… ellos son obstáculo! Y les diré, por último, que todo lo que no se apoye en las grandes aspiraciones de la nación, todo lo que no tienda a hacer esta patria tan grande, cívica, moral y políticamente como lo es materialmente, todo eso tiene que ser efímero y transitorio, porque a pesar de todo y a pesar de todos, se han de cumplir los grandes destinos de la nación.
He dicho.
El ejército, un león enjaulado
Sesión del 11 de junio de 1906. La cámara de Diputados debe tratar el proyecto de amnistía a los ciudadanos condenados o procesados por delitos políticos o militares conexos con éstos, debidos al movimiento armado del 4 de febrero de 1905.
Pellegrini – Voy a votar, señor presidente, en favor de este proyecto. Pero quiero fundamentar mi voto.
Se pretende ésta sea una ley del olvido, que va a restablecer la calma de la actuación política y fundar la paz en nuestra vida pública.
No es cierto.
Ni los acusados ni los acusadores, ni ellos ni nosotros hemos olvidado nada. Puede decirse de todos, lo que se decía de los emigrados franceses después de la larga expatriación: ¡nada han aprendido y nada han olvidado!
Lo único que se ha olvidado y se olvida son las lecciones de nuestra historia, de nuestra triste experiencia. Se olvida que ésta es la quinta ley de amnistía que se dicta en pocos años, y que los hechos se suceden con una regularidad dolorosa: la rebelión, la represión, el perdón. Y está en la conciencia de todos, señor presidente, que esta amnistía que se supone ser la última, no será la última; será muy pronto tal vez la penúltima.
¿Y por qué, señor presidente?
Porque las causas que producen estos hechos subsisten, y no solo subsisten en toda su integridad, sino que se agravan cada día.
¿Cómo podemos esperar que por esta simple ley de olvido vayamos a modificar la situación de la República, vayamos a evitar que se produzcan aquellos hechos? No nos dice esta ley de amnistía, esta exigencia de perdón que brotó al día siguiente del motín, que hay en el fondo de la conciencia nacional algo que dice: esos hombres no son criminales, esos hombres podrán haber equivocado el rumbo, pero obedecían a un móvil patriótico? Ha habido militares que han sido condenados, que han ido a presidio, que han vestido la ropa del presidiario… y cuando han vuelto, nadie les ha negado la mano. ¿Por qué? Porque todos sabemos la verdad que hay en el dicho del poeta: “es el crimen, no el cadalso el que infama”.
Bien, señor presidente, sólo habrá ley de olvido, sólo habrá ley de paz, sólo habremos restablecido la unión en la familia argentina, el día que todos los argentinos tengamos iguales derechos; el día que no se les coloque en la dolorosa alternativa de renunciar a su calidad de ciudadanos o de apelar a las armas para reivindicar sus derechos despojados!
Hay que votar pues, esta amnistía, respondiendo al anhelo público, pero voy a dar este voto limitado.
No es admisible en ningún caso, bajo ningún concepto, sin trastornar todas las nociones de organización política equiparar el delito civil al delito militar, equiparar el ciudadano al soldado, son dos entes absolutamente diversos. El militar tiene otros deberes y otros derechos, obedece a otras leyes, tiene otros jueces, viste de otra manera, hasta habla y camina en otra forma. Él está armado, tiene el privilegio de estar armado en medio de ciudadanos desarmados. ¡A él le confiamos nuestra bandera, a él le damos la llave de nuestras fortalezas, de nuestros arsenales; a él le entregamos nuestros conscriptos y le dimos libertad para que disponga de su libertad, de su voluntad, hasta de su vida! ¡Con una señal de su espada se mueven nuestros batallones, se abren nuestras fortalezas, baja y sube la bandera nacional, y toda esta autoridad y todo este privilegio se lo amos bajo una sola y única garantía, bajo la garantía de su honor y de su palabra!
Nosotros juramos ante Dios y la patria, con una mano puesta sobre los Evangelios; el militar jura sobre el puño de su espada, sobre esa hoja que debe ser fiel, leal, brillante como un reflejo de su alma, sin mancha y sin tacha. Por eso, señor, la palabra de un militar tiene algo de sagrado; y faltar a ella es algo más que un perjurio…
Y bien, señor presidente, es éste el cartabón en el que tienen que medirse nuestros jóvenes militares para saber si tienen la talla moral necesaria para ceñir la espada, que es el legado más glorioso de aquellos hombres que nos dieron patria: para vestir ese uniforme lleno de dorados y galones, que sería un ridículo oropel si no fuera el símbolo de una tradición de glorias, de abnegación y de sacrificios que obligan como un sacerdocio al que lo lleva.
No, señor presidente, no podemos equiparar el delito militar al delito civil. Sarmiento decía una vez, repitiendo palabras que San Martín pronunciara con relación a uno de los brillantes coroneles de la independencia: “El Ejército es un león que hay que tenerlo enjaulado para soltarlo el día de la batalla”.
Y esa jaula, señor presidente, es la disciplina. Y sus barrotes son las ordenanzas y los tribunales militares y sus fieles guardianes son el honor y el deber.
¡Ay de una nación que debilite esa jaula, que desarticule esos barrotes, que haga retirar esos guardianes! ¡Ese día se habrá convertido esta institución que es la garantía de las libertades del país y de la tranquilidad pública, en un verdadero peligro y en una amenaza nacional”.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar