El 25 de mayo de 1810 se formó en Buenos Aires el primer gobierno patrio. Se iniciaba así el proceso revolucionario que desembocaría en la declaración de la Independencia el 9 de julio de 1816, pero la conformación del país demandaría décadas de marchas y contramarchas, de enfrentamientos que devinieron en una cruenta guerra civil, que postergó durante años la formación de la Argentina.
En esta ocasión compartimos un fragmento del libro La república en ciernes. Surgimiento de la vida política y social pampeana, 1850-1930, del historiador Ezequiel Gallo sobre un período clave para la consolidación de la nación. A lo largo de los once ensayos que conforman el libro, el autor recorre las transformaciones políticas, institucionales, económicas y sociales, y el pensamiento de algunos de los más destacados protagonistas de aquellos años, como Carlos Pellegrini, Luis Sáenz Peña, Juan Bautista Alberdi, Domingo F. Sarmiento, Bartolomé Mitre, etc.
En el fragmento seleccionado Gallo destaca algunos de los problemas que entrañó esta etapa para la consolidación de las instituciones, como la gran influencia del personalismo y la ausencia de alternancia en el ejercicio del poder. El autor también señala el importante papel de la prensa. “Los diarios –dice Gallo– fueron un factor central en la disputa política, una plataforma desde donde, también, se forjaban carreras y reputaciones: ‘Un diario para un hombre público es como un cuchillo para el gaucho pendenciero; debe tenerse siempre a mano’, le escribía Ramón Cárcano a Juárez Celman en 1883″.
Fuente: Ezequiel Gallo, La república en ciernes. Surgimiento de la vida política y social pampeana, 1850-1930, Buenos Aires, Siglo XXI, págs. 58-63.
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Una visión retrospectiva del período 1880-1914 ilustra la celeridad con que se gestaron y afianzaron instituciones clave en la conformación de los poderes nacionales. Desde la perspectiva de la visión de los hombres del ochenta se podría sostener que se habían consolidado, con ciertas imperfecciones, algunas de las instituciones básicas de un sistema republicano, y en los tramos finales, representativo. Estos desarrollos tuvieron un costo visible, verbigracia, el debilitamiento de la dimensión federal que habían postulado los constituyentes de 1853. La Argentina de 1914 fue fruto, en buena medida, del intenso proceso de centralización político-institucional que se había iniciado con fuerza durante la década del ochenta.
Tradiciones y hábitos políticos
Los actores políticos desempeñaban su actividad dentro de marcos que son sólo parcialmente consecuencia de su voluntad. Hasta aquí se ha hecho referencia a las cambiantes alternativas de la vida económica y social, y a las modificaciones que alteraron aspectos importantes de la dimensión institucional. Esos marcos también fueron influidos, como se dijo, por las ideas prevalentes, las que en su gran mayoría fueron importadas desde los países más avanzados. En el período analizado, recordemos, es posible rastrear la presencia de vertientes del pensamiento liberal, conservador, nacionalista, socialista y anarquista, todos ellos de raíz europea aunque afectadas, muchas veces, por heterodoxias de origen local.
Instituciones e ideas son presencias habituales en la vida política. Estas están casi siempre acompañadas por dimensiones menos precisas y, por lo tanto, menos estudiadas; por ejemplo, las tradiciones y los hábitos heredados, de lo que algunos llaman «cultura política», que suelen tener una influencia no desdeñable en los procesos institucionales. En el caso argentino, y dentro del período analizado, hay dos aspectos del problema que merecen una breve referencia. El primero de ellos fue la gran influencia del personalismo, o, dicho de otra manera, de la indudable gravitación de los grandes líderes o caudillos. Esta característica no es ni fue privativa de la Argentina, pero su presencia excedió lo que es habitual en aquellos países con regímenes políticos estables. El apoyo a un líder, por encima de agrupaciones y programas, fue, con bastante frecuencia, el principal factor de identificación política. La presencia de mitristas y alsinistas, justo antes del ochenta, es una clara prueba de la afirmación anterior. Ya dentro del período analizado, dos ejemplos tomados de la provincia de Buenos Aires en los años noventa confirman la persistencia del mismo factor. Los militantes de los partidos oficialistas o autonomistas no se identificaban con el nombre de sus agrupaciones; se definían simplemente como «pacistas», «casarislas», «roquistas», «pellegrinistas», etc. En el partido de oposición, la UCR, las cosas no fueron diferentes. Hacia 1898, el partido se dividió en dos facciones, una encabezada por Hipólito Yrigoyen; la otra, por Bernardo de Irigoyen. La identificación, como es obvio, no podía apoyarse en la utilización del término «yrigoyenistas»; pero la-dificultad fue rápidamente sorteada cuando los partidarios de ambos bandos se denominaron «hipolistas» y «bernardistas», respectivamente.
En un ambiente semejante no es de extrañar el papel preponderante jugado por líderes como Roca e Yrigoyen, cuya presencia o ausencia podían resultar cruciales. Pero aun dirigentes como Juan B. Justo en el Partido Socialista o Lisandro de la Torre en la Liga del Sud, críticos de este rasgo de lo que despectivamente denominaban «política criolla», tuvieron en sus propias agrupaciones una presencia similar a la que alcanzaron en las suyas los políticos más tradicionales. No parece necesario señalar que esta característica no se limitó solamente al plano nacional: estuvo presente con la misma fuerza en la vida provincial y municipal.
El segundo rasgo distintivo de la cultura política argentina fue la ausencia de alternancia en el ejercicio del poder. En otros países (España, por ejemplo) la presencia de distorsiones en el sistema electoral no impedía que partidos rivales se alternasen en el gobierno (el conocido «turno»). En la Argentina un solo partido, el Autonomista Nacional, ejerció el gobierno durante prácticamente todo el período analizado. Salvo contadas ocasiones, lo mismo ocurrió con los poderes provinciales. El oficialismo se caracterizó, entonces, por un marcado exclusivismo que cerró casi todos los caminos a la oposición, incluida aquella que había surgido de sus propias filas. Para estos propósitos utilizó indistintamente el fraude electoral o la intervención federal. Esta última, el diputado autonomista Osvaldo Magnasco declaró en 1891 en el Parlamento, se usaba con dos propósitos centrales: «o levantar un gobierno local que garantice la situación doméstica del Ejecutivo o […] derrocar un gobierno local desafecto al central».
El exclusivismo del oficialismo encontró su contrapartida en la actitud rígida de la UCR, el principal partido de oposición. Esta actitud se reflejó en la pertinaz negativa a negociar, a realizar coaliciones o acuerdo con otras fuerzas políticas (denominados despectivamente «contubernios»). Para los radicales, el término «intransigencia» se convirtió en una de sus principales banderas, en un principio moral irrenunciable. Para su fundador, Leandro N. Alem, la noción de que en política «se hace lo que se puede» era inaceptable y debía ser sustituida por la noción de que si no se puede hacer lo que se debe, «no se hace nada». La posición intransigente postulada por Alem fue continuada, con diferente retórica, por Hipólito Yrigoyen cuando asumió el liderazgo del partido en 1898.
Exclusivismo e intransigencia subyacían en otra dimensión importante de la vida institucional argentina, verbigracia, el levantamiento armado o la rebelión cívico-militar. El período se inició, como se dijo, con la cruenta guerra civil de 1880 que enfrentó a las tropas nacionales con las milicias bonaerenses. El período de paz que siguió a estos episodios fue bruscamente interrumpido por la formidable rebelión de 1890, acaudillada por la Unión Cívica, una nueva agrupación que intentó derrocar al gobierno de Miguel Ángel Juárez Celman. El levantamiento fue trabajosamente derrotado, pero forzó a la renuncia del presidente, que fue reemplazado por el vice, Carlos Pellegrini (1890-1892). En 1893, y durante la frágil presidencia de Luis Sáenz Peña (1892-1895) se produjeron movimientos armados liderados por la UCR en las provincias de Santa Fe, Buenos Aires (donde también participó la Unión Cívica Nacional [UCN]), Tucumán y San Luis, y por la UCN en Corrientes. En algunos casos los revolucionarios derrocaron a las autoridades establecidas y las sustituyeron por gobiernos afines que, sólo después de un tiempo, fueron reemplazados por interventores federales enviados por el gobierno central. En algunos lugares, los enfrentamientos fueron violentos, especialmente en la provincia de Santa Fe, donde un par de miles, de colonos extranjeros se unieron con sus armas a las fuerzas revolucionarias. Finalmente, en 1905 se produjo el último levantamiento radical dirigido por el nuevo líder, Hipólito Yrigoyen, en lo que fue, quizás, el episodio militar de menor envergadura. Esta propensión de algunos dirigentes a la rebelión armada fue ironizada, alguna vez, por la prensa oficialista que señaló, luego de los acontecimientos de 1893, que si Leandro N. Alem fuera elegido presidente «acabaría por hacerse la revolución a sí mismo» (La Tribuna, 1894).
Durante el período 1880-1914, los movimientos armados fueron derrotados, pero dejaron un saldo considerable de víctimas y alteraron y condicionaron el clima político de aquella época. El ambiente institucional fue certeramente definido por Carlos Pellegrini luego del frustrado alzamiento militar de 1905: “Nuestra historia política de estos últimos quince años es con ligeras variantes la de los quince años anteriores; casi podría decirse la historia política sudamericana; círculos que dominan, y círculos que se rebelan; oposiciones y revoluciones […] vivimos girando en un círculo de recriminaciones recíprocas y de males comunes. Los unos proclaman que mientras haya gobiernos personales y opresores, ha de haber revoluciones; los otros contestan que mientras haya revoluciones ha de haber gobiernos de fuerza. Todos están en la verdad o más bien todos están en el error”.7
Parlamento, prensa y comicios
El levantamiento armado fue un ingrediente no desdeñable del estilo político vigente. No fue el único ni el más importante. El debate parlamentario, la prensa partidaria, o los clubes y comités, las manifestaciones callejeras y los actos públicos, y, desde luego, las elecciones ocupaban con mayor frecuencia la atención pública. El parlamento, por ejemplo, cumplió una función importante como caja de resonancia de las principales opiniones políticas, económicas y sociales, vertidas tanto en los debates parlamentarios como en las frecuentes interpelaciones a los ministros. Estos debates podían resultar doblemente ilustrativos porque pocas veces los legisladores estaban obligados a seguir las posiciones fijadas por sus partidos. Por otra parte, el Congreso era un lugar crucial en la gestación de las carreras políticas de quienes aspiraban a posiciones más encumbradas.
La difusión del debate parlamentario se hizo generalmente a través de una prensa partidaria tan activa como diversa. Los diarios fueron un factor central en la disputa política, una plataforma desde donde, también, se forjaban carreras y reputaciones: «Un diario para un hombre público es como un cuchillo para el gaucho pendenciero; debe tenerse siempre a mano», le escribía Ramón Cárcano a Juárez Celman en 1883. Esta necesidad explica la cantidad de publicaciones políticas, algunas de vida efímera, que emergieron durante el período, por lo general al ritmo del calendario electoral. La existencia de este mundo periodístico tan variado y combativo fue posible, entre otras cosas, por la reiterada actitud de la Suprema Corte de Justicia en defensa de la libertad de prensa. No todas ellas eran partidarias: La Prensa, por ejemplo, la más sólida financieramente y la de mayor circulación, mantenía su independencia con respecto a los partidos, aunque no era para nada renuente a dar su opinión sobre los principales problemas políticos. El prestigio profesional podía coincidir, sin embargo, con la afiliación partidaria, como lo demostraba el caso de La Nación, vocero de los partidos «mitristas» (cívicos nacionales y, luego, republicanos). Otros periódicos se definían, también, como portavoces de los distintos partidos, como lo ilustran los casos del Sud-América (juarista), La Tribuna (roquista), El Argentino (radical), El País (pellegrinista y, luego, roquista), La Vanguardia (socialista) y La Protesta (anarquista). Este conjunto incluía, asimismo, a los periódicos humorísticos, algunos de los cuales dieron muestra de gran sofisticación gráfica con sus caricaturas y de un afinado estilo literario en sus ironías políticas. Ejemplos de este género fueron: El Mosquito, Don Quijote, PBT, Caras y Caretas, La Bomba, entre otros.
Los debates entre estas publicaciones acicatearon muchas veces pasiones que distaron de ser pacíficas; en otras ocasiones, sin embargo, ilustraron con bastante precisión y civilidad las distintas ideas que circulaban en el mundo político. En algunas instancias no se limitaron exclusivamente a la vida partidaria y registraron la presencia de sectores que no participaban habitualmente en ella. Es el caso, por ejemplo, de la interesante polémica que tuvo lugar entre La Vanguardia, socialista, y La Patria degli Italiani, uno de los tantos voceros de las distintas colectividades extranjeras radicadas en la Argentina. El debate giró alrededor de la actitud que debían tomar los extranjeros frente a la adopción de la ciudadanía argentina.
La prensa partidaria se hallaba muy vinculada a los comités y clubes parroquiales, que eran los lugares destinados al reclutamiento y al intercambio entre adherentes de una agrupación. Estas instituciones eran, además, otro de los canales en donde se desarrollaban las carreras políticas. Durante buena parte del período funcionaron especialmente en épocas electorales, para permanecer inactivas una vez finalizados los comicios. Este ritmo fue alterado en parte con la aparición de radicales y socialistas, sobre todo con las actividades desarrolladas por los segundos. Clubes y comités participaron muy activamente en la organización de las reuniones más coloridas y vivaces de la vida pública, verbigracia, las manifestaciones y mítines a los que los porteños, por ejemplo, ya eran muy afectos desde antes de 1880. Estas reuniones podían ser convocadas con distintos propósitos y reunir audiencias de tamaños muy dispares. Estaban las grandes manifestaciones callejeras (o en plazas públicas) como el famoso mitin del Frontón organizado en 1890 por la Unión Cívica para protestar contra el gobierno de Juárez Celman. En abril, el diario La Nación informaba: «No ha sido sólo una manifestación, han sido cuatro manifestaciones en que el pueblo ha estado presente. Diez mil ciudadanos de acuerdo al cómputo de los diarios oficiales llenaban las tribunas y las anchas avenidas».
Fuente: www.elhistoriador.com.ar