Fuente: Revista Primera Plana, Nº 321, 18 de febrero de 1969.
El domingo 13 de febrero de 1944, un viento abrasador castigó a Buenos Aires: grandes nubarrones oscuros se agolparon en el cuadrante Norte, mientras las ráfagas secas lamían el polvo de las calles y lo llevaban a hamacarse por las esquinas. Si hasta «El Termómetro» cayó abatido por la tormenta: era un obelisco de cartón, situado en la Diagonal Norte, donde el Gobierno informaba a toda hora sobre la marcha de la colecta popular de ayuda a San Juan, víctima, un mes antes, del terremoto. Que «El Termómetro» cayera a los 38.7 grados de temperatura sirvió a los porteños para alimentar sus ironías; pero la canícula también los enloqueció, a juzgar por el parte policial: hubo 14 crímenes pasionales.
Desde luego que el grueso de la población eligió otros desahogos: unos 20.000 varones, por ejemplo, se desgañitaron en la vieja cancha de Racing Club, donde el equipo local empató frente a Newell’s Old Boys (4-4).
Con todo, esa tarde, la gran multitud se hacinó en el hipódromo de San Isidro: se corría el clásico «Mineral», que ganó Tête à Tête, con la monta de Rubén Quinteros. Es fama que muchos apostaron hasta la camisa, aunque esa prenda no costaba en 1944 más de siete pesos. En cuanto a los ciudadanos menos intrépidos, al precio de dos pesos podían recalar en el cine Ocean y ver Los dos rivales, que protagonizaban Hugo del Carril y Luis Sandrini.
El clima no parecía ceder en los niveles superiores del Estado: tres semanas atrás, el presidente Pedro Pablo Ramírez había roto las relaciones diplomáticas con las potencias del Eje, una decisión que promovieron no sólo los militares aliadófilos, sino también el ministro de Guerra, Edelmiro J. Farrell, y el secretario de Trabajo, Juan Domingo Perón.
«Transcurridos los primeros hechos de la guerra mundial —explicaría Perón en noviembre de 1945—, nos dimos cuenta de que la política exterior debía revisarse, porque no éramos capaces de resistir la presión del continente, manteniendo una neutralidad que nos podía llevar mucho más allá de lo sospechable. Fue así que se decidió participar de la guerra.»
Sin embargo, la medida no le procuró al Gobierno la buena voluntad de los proscriptos líderes políticos, que lo tachaban de nazi; los dirigentes de USA, por su parte, la recibieron con un gruñido, e inmediatamente exigieron mayores pruebas de lealtad. En cambio, la ruptura generó un escándalo en el propio oficialismo: los nacionalistas (fascistas) organizaban protestas callejeras; dos de ellos, Santiago de Estrada y Federico Ibarguren, abandonaron sus puestos públicos.
Lo peor: la ruptura le granjeaba al Poder Ejecutivo crecientes disgustos entre la oficialidad joven del Ejército, decididamente germanófila: la base del movimiento del 4 de junio de 1943. Por otras causas, las masas no estaban quietas: los precios eran altos, los salarios bajos, la nafta escaseaba. Al desgaste normal del Gobierno debía sumarse el resquemor germinado por ciertas leyes baldías: la enseñanza religiosa, impuesta por los ultras, el edicto que prohibía expresarse en lunfardo, una pretensión de los pálidos hispanistas. «Calor, ¿eh? ¡Tiempo loco, y no refresca!», susurraban los porteños a manera de saludo y de contraseña antioficialista.
El Alto Mando se ponía nervioso. «¿Qué iban a hacer los militares con la revolución?», se preguntó Bonifacio del Carril, uno de los interlocutores usuales, en ese tiempo, del Secretario de Trabajo. «Yo participé en largas discusiones sobre el tema, que jamás preocupó al coronel Perón, quien tenía el propósito firme de imprimir al movimiento del 4 de junio una segunda etapa, a fin de tomar el poder.» Precisamente, aquel domingo de febrero de 1944 había en Buenos Aires dos personas que trataban de conservar la frialdad necesaria: eran Perón y Farrell. Al atardecer, sentados al pie de un gigantesco ventilador, en el pied à terre que el primero de ellos alquilaba en Arenales 3291, los dos jefes tramaron la estrategia del caso: consistía en endilgar a Ramírez —un aliadófilo, al fin y al cabo— la responsabilidad total de la quiebra con el Eje. Más aun: tramaron azuzar a la oficialidad nacionalista para que derribara a Ramírez; así quedaría expedito el camino del poder, y el errátil Gobierno seguiría la estrella del ambicioso coronel Perón.
«Los jefes de una revolución —se pavoneó éste, dos años más tarde— no son hombres que deban aparecer en primer plano, porque en las revoluciones los líderes se imponen desde las segundas filas; en cambio, los caudillos circunstanciales pueden fallar hasta cinco minutos antes del estallido.» En este caso hablaba de Ramírez, ministro de Guerra de Ramón Castillo hasta el último instante.
Por cierto que en febrero de 1944 Perón resulta el único oficial capaz de lanzar un salvavidas al cuartelazo que naufraga tras nueve meses de gestión. Designado en diciembre de 1943 al frente de la Secretaría de Trabajo, recorre las fábricas embrujando a los obreros —ahítos de colectivismo apátrida— con fórmulas sencillas: sostiene que la Nación no cobrará perfil mientras los ricos exploten a los pobres. Desde el 15 de enero, el Secretario dirige la ayuda a la provincia de San Juan, una campaña donde su ancha sonrisa se mezcla con la de artistas populares, y otros que no lo son tanto. Del brazo de la starlet María Eva Duarte, Perón se publicita como «el coronel del pueblo».
No es todo su capital. Lo siguen también unos 17 colegas, afiliados al GOU (Grupo de Oficiales Unidos): algunos profesan sus ideas, otros recelan de él, pero todos lo consideran un bálsamo mejor que el retorno de los políticos, esto es, la confesión de que el Ejército fracasa una vez más.
La acción posterior al conciliábulo del domingo 13 es fulminante: el martes 15 renuncia el coronel Enrique P. González, secretario de la Presidencia y miembro del GOU; lo acompaña el germanófilo Gustavo Martínez Zuviría, ministro de Justicia e Instrucción Pública. Ambos simulan creer en rumores sembrados en el Ejército por Perón y los suyos, en cumplimiento del plan.
Los rumores: 1) Rotas las relaciones con el Eje, el presidente Ramírez prepara la declaración de guerra, obedeciendo a exigencias norteamericanas; 2) Está a la firma de Ramírez un proyecto de Ley Marcial; 3) Los conscriptos bajo bandera serán enviados al frente asiático; y el Gobierno llamará a otras dos tandas de reservistas.
En los días siguientes, la versión gana la calle, y, mientras los soldados gastan bromas en las puertas de las tintorerías, Ramírez emite una desmentida a los presuntos aprestos bélicos. Hace más: exige el alejamiento de Alberto Gilbert, el Canciller, quien el 26 de enero afrontó la ruptura; así el Presidente cree frenar a sus críticos.
Pero en la población la alarma no cesa. Las emisoras uruguayas informan de un planteamiento de la oficialidad joven a Ramírez: lo encabezaría un imaginario «mayor Yota». Otra vez el Gabinete debe salir al cruce de las versiones con una negativa.
Por fin —quizá fiado en ciertas fuerzas de Campo de Mayo—, el Presidente decide enfrentar al GOU, pero sólo desliza una amenaza de castigo a los cabecillas. Estos se le presentan en la tarde del 23 de febrero, juran otra vez fidelidad a Ramírez y le ofrecen hasta la disolución de la logia. El general tiene la ingenuidad de creer que desbarató la conspiración, y ensaya entonces un golpe superior: el 24, desde la Residencia de Olivos, telefónicamente pide la renuncia a Farrell.
Perón, que está al cabo de la línea escuchando por un segundo auricular, sale a los pasillos del Ministerio y escandaliza a los oficiales anunciando a grandes voces que «ha llegado la hora de poner las cosas en su lugar» porque «al general Farrell le quieren hacer una injusticia».
Esa tarde, el GOU en pleno sesiona en el local de Trabajo y Previsión (ex Concejo Deliberante) y vota la separación de Ramírez; una comitiva de oficiales con mando de tropas viaja a Olivos para anunciar al Presidente el resultado del escrutinio y pedirle la renuncia. La reunión es tempestuosa, “Palito” Ramírez no cede; los coroneles argumentan que el Poder Ejecutivo manejó desafortunadamente la ruptura de relaciones con el Eje y el pueblo interpretó que se declaraba la guerra. Tanto que, según telegramas recibidos desde el interior del país, los padres enviaban a sus hijos a la montaña o a los bosques, para salvarlos de la leva.
Como Ramírez no ceja un ápice, sus expulsores lo amenazan con medidas de fuerza y se marchan. Por fin, a las 23, el Presidente envía al coronel Domingo Cortese al Ministerio de Guerra con el texto de su dimisión. Dice así: «Como he dejado de merecer la confianza de los jefes y oficiales de las guarniciones de la Capital Federal, Campo de Mayo, Palomar y La Plata, según me lo acaban de manifestar personalmente dichos jefes, y como no deseo comprometer la suerte del país, cedo ante la imposición de la fuerza y presento la renuncia al cargo».
Visiblemente, el texto era una bomba de tiempo en manos de los complotados: darlo a conocer al país valía tanto como mostrar las llagas del sistema; además, podía engendrar reacciones en los cuarteles no comprometidos. Una nueva deliberación del GOU en Perú y Victoria resolvió amainar exigencias: se pediría a Ramírez únicamente la «delegación» del mando a cambio, eso sí, del párrafo violento por otro más anodino.
Probablemente Perón y Farrell integraron esta segunda embajada a Olivos, que irrumpió en las habitaciones presidenciales el viernes 25, hacia las 3 de la madrugada. No hay dudas de que existió presión, tal vez armada.
Como sea, la chismografía popular —transmitida por opositores— añade un episodio grotesco al drama. María Inés Lobato (la mujer de Ramírez; los chuscos la apodaban Lo Cuento para satirizar la prohibición de los verbos lunfardos), al oír ruidos en la casa, se refugia en el cuarto de baño, desde donde escucha las amenazas de los oficiales a su cónyuge semidormido. Cuando Ramírez es obligado a firmar, ella sale hecha un basilisco, armada de un objeto que la penumbra no consigue develar; se dirige a Perón y lo increpa: «¡No firmará nada, miserables, sinvergüenzas, traidores!».
El atlético coronel da un brinco y echa a correr despavorido, en busca de los guardias: «¡Atájenla! —grita—. ¡Me quiere matar! ¡Trae un revólver!». Sin embargo, Perón esgrime en su diestra la triunfal renuncia. Un brutal empellón de los soldados derriba a la matrona; cuando ella se reincorpora, pálida de ira, brilla en sus manos «el arma»: un rodillo para adelgazar.
El 25, los diarios publican la segunda carta de Ramírez: «Fatigado por las intensas tareas de gobierno —reza—, en la fecha delego el cargo que desempeño en la persona del Excelentísimo Señor Vicepresidente». Lo era, desde la muerte de Saba Sueyro, el mismísimo Farrell.
«Ya saben ustedes —dijo Farrell a los periodistas el viernes 25, por la tarde— que estoy en la presidencia por un término precario, dado que el Presidente sigue siéndolo.» En verdad, la situación distaba de conformar a los cabecillas del complot: se temía una sublevación de los cuadros, adelantada por el ministro del Interior, general Luis Perlinger, quien se fortalecía con apoyos nacionalistas ajenos a Perón. «El general Perlinger me ofreció el cargo de subsecretario del Interior —recuerda Bonifacio del Carril— y el coronel Perón me llamó a su domicilio y me aconsejó que no aceptase, pues el acto subsiguiente de su política habría de ser la eliminación de Perlinger. Pero yo acepté.» Ínterin, una situación nueva dividió al GOU: puesto que Farrell abandonaba la cartera de Guerra, se debía votar a un cofrade para ocuparla; sorprendido, Perón contó los miembros de la logia que asistieron a la asamblea pertinente y sólo encontró siete adictos. ¿Qué ocurriría con los otros diez fieles? Algo grave: inquietos por el vertiginoso ascenso de Perón, se congregaron en otro lugar y ungieron ministro al general Juan C. Sanguinetti. Pero cuando elevaron el pliego a Farrell, éste se empeñó en designar a Perón: el secretario de Trabajo asumió el departamento de Guerra el 28 de febrero y retuvo ambas funciones. (Perlinger se alejaría el 6 de junio.)
Indignado, Tomás Ducó, un miembro de la logia, se rebeló el 29 de febrero con el Regimiento 3 de Infantería; pero ninguna unidad se plegó a su marcha, que feneció en Lomas de Zamora. Al contrario, los cuarteles leales a Perón detuvieron al teniente coronel.
El 9 de marzo, Ramírez debió admitir el fracaso de toda reacción militar y renunció, esta vez con una extensa nota dirigida a la Corte Suprema de Justicia, donde acusaba a la logia de tergiversar los fines de la ruptura de relaciones con el Eje. «Pudo más la intriga que la razón», lamentaba el ex presidente. Cuarenta y tres días antes, Perón y ocho coroneles lo habían proclamado «nervio y cerebro de este histórico movimiento».
Fuente: www.elhistoriador.com.ar