La deserción de la hija de Stalin, por Rosemary Sullivan


(Fragmento del libro La hija de Stalin. La extraordinaria y tumultuosa vida de Svetlana Allilúieva)

El 7 de noviembre de 1917, o el 25 de octubre en el calendario juliano que regía entonces en algunos lugares, comenzó la Revolución Rusa, un episodio bisagra en el siglo XX que cambió el curso de la historia mundial.

La revolución puso fin al imperio de los zares Romanov que gobernaba desde 1613. Basándose en las teorías de Karl Marx, Vladimir Lenin encabezó en esta fecha la primera revolución comunista del siglo XX. Los llamados bolcheviques instauraron la dictadura del proletariado, expropiando a los terratenientes.

El nuevo gobierno se basaba en el poder de los soviets, grupos de obreros, soldados y campesinos, que deliberaban y decidían el futuro del país.

Recordamos este episodio con un fragmento de La hija de Stalin. La extraordinaria y tumultuosa vida de Svetlana Alliúieva, una biografía escrita por Rosemary Sullivan sobre la mayor entre los hijos del dictador soviético, que creció dentro de los muros del Kremlin, aislada de las noticias de hambrunas y de purgas que asolaban la U.R.S.S.

En 1967, Svetlana conmocionó al mundo cuando pidió asilo en la embajada de Estados Unidos de la India y desertó a ese país. Se convirtió entonces en un peón de la Guerra Fría.

Fuente:   Rosemary Sullivan, La hija de Stalin. La extraordinaria y tumultuosa vida de Svetlana Allilúieva, Barcelona, 2017, págs.19-25.

La deserción

A las 7:00 p.m. del 6 de marzo de 1967, un taxi se acercó a las puertas abiertas de la embajada estadounidense en la avenida Shantipath, en Nueva Delhi. Observado de cerca por el guardia de la policía india, avanzó lentamente por la vereda circular. La pasajera en el asiento trasero se asomó para ver el gran espejo de agua, sereno bajo la pe­numbra. Unos cuantos patos y gansos todavía flotaban entre los cho­rros que brotaban de su superficie. Las paredes externas de la sede diplomática estaban construidas con bloques perforados de concreto, lo que le daba al edificio una apariencia ligera, etérea. La mujer se dio cuenta de lo diferente que era respecto de la impasible e institucional embajada soviética de la que acababa de salir. De modo que así era Estados Unidos.

Svetlana Allilúieva subió la amplia escalinata y observó el águi­la estadounidense empotrada en las puertas de cristal. Había tomado de manera precipitada todas las decisiones importantes de su vida. En cuanto cruzara ese umbral, sabía que su antigua vida estaría irrevoca­blemente perdida. No tenía duda de que la ira del Kremlin caería pron­to sobre su cabeza. Se sintió desafiante. Se sintió aterrorizada. Había tomado la decisión más importante de su vida: había escapado; pero no tenía idea a dónde. No dudó. Apretó su pequeño portafolios en una mano y tocó el timbre.

Danny Wall, el marino de guardia en la recepción, abrió la puer­ta. Miró a la pequeña mujer parada frente a él. Era de mediana edad, estaba bien vestida y carecía de señas particulares. Estaba a punto de decirle que la embajada se hallaba cerrada cuando ella le entregó su pasaporte. Se puso pálido. Cerró la puerta detrás de la mujer y la acom­pañó hasta un pequeño cuarto adyacente. Entonces llamó por teléfono a Robert Rayle, el segundo secretario de la representación diplomática que estaba a cargo de los que llegaban sin cita: los desertores. Rayle se encontraba fuera, pero cuando devolvió la llamada minutos después, Wall le dio el código secreto que indicaba que la embajada tenía a un desertor soviético, lo último que esperaba Rayle aquella tranquila no­che de lunes en la capital india.

Cuando Rayle llegó a la embajada a las 7:25, le señalaron la sala en la que una mujer hablaba con el cónsul George Huey. Se volvió hacia Rayle tras entrar, y lo primero que le dijo fue: “Bueno, quizá no crea esto, pero soy la hija de Stalin”.[1]

Rayle observó a la recatada y atractiva mujer de pelo cobrizo y ojos azul pálido que le sostenía la mirada. No encajaba con la imagen de la hija de Stalin, aunque no podría decir en qué consistía dicha apariencia. Ella le entregó su pasaporte soviético. De un vistazo vio el nombre: Ciudadana Svetlana Iósifovna Allilúieva. Iósifovna era el patronímico correcto, pues significaba “hija de Iósif”. Barajó las posibilidades. Po­dría ser un topo soviético; podría tratarse de una agente de contrainteligencia; podría estar loca. George Huey preguntó, perplejo: “¿Así que dice que su padre fue Stalin? ¿El Stalin?”[2]

Como funcionario a cargo de los desertores del bloque soviético, Rayle era responsable de confirmar su autenticidad. Tras una corta entrevista, pidió disculpas y fue al centro de comunicaciones de la embajada, donde mandó un cable a la central en Washington, para pedirles todos los archivos sobre Svetlana Iósifovna Allilúieva. La respuesta llegó una hora después: “Sin rastro”. La central no sabía nada de ella: no había archivos de la CIA ni del FBI ni del Departamento de Estado. El gobierno de EUA ni siquiera sabía que Stalin tuviera una hija.[3]

Mientras esperaba una respuesta de Washington, Rayle interrogó a Svetlana. ¿Cómo había llegado a la India? Dijo que salió de la URSS el 19 de diciembre en una misión ceremonial. El gobierno soviético le había dado un permiso especial para viajar a la India y esparcir las cenizas de su “esposo”, Brajesh Singh, en el Ganges, en su aldea natal —Kalakankar, Uttar Pradesh—, como dictaba la tradición hindú. Añadió amargamente que como Singh era extranjero, Alexéi Kosyguin, jefe del Consejo de Ministros, había rechazado personalmente su petición de matrimonio, pero tras la muerte de Singh, le permitieron llevar sus cenizas a la India. En los tres meses que pasó ahí, se había enamorado del país y había pedido que se le permitiera quedarse. Le negaron la pe­tición. “El Kremlin me considera propiedad estatal”, señaló con asco. “¡Soy la hija de Stalin!” Le dijo a Rayle que, bajo presión soviética, el gobierno indio se había negado a extender su visa. Estaba harta de que la trataran como “reliquia nacional”. No quería volver a la URSS. Miró firmemente a Rayle y destacó que había ido a la embajada estadounidense a pedir asilo político al gobierno de EUA.[4]

Hasta entonces, Rayle sólo pudo concluir que esa mujer totalmente calmada creía lo que estaba diciendo. Entendió de inmediato las impli­caciones políticas si su historia resultara cierta. Si en serio era la hija de Stalin, pertenecía a la realeza soviética. Su deserción sería un profundo golpe psicológico a la Unión Soviética, y harían lo que fuera para re­cuperarla. La embajada estadounidense terminaría en el centro de una tormenta política.[5]

Rayle aún tenía sospechas. Le preguntó por qué no se llamaba Stálina ni Dzhugashvili, el apellido de su padre. Ella le explicó que en 1957 se había cambiado el nombre de Stálina a Allilúieva, el apellido de soltera de su madre Nadezhda, como era el derecho de cualquier ciudadano soviético.

Entonces le preguntó dónde se estaba quedando. “En la casa de huéspedes de la embajada soviética”, contestó, tan sólo a unos cien­tos de metros de distancia. ¿Cómo había logrado escurrirse de la sede diplomática soviética sin que lo advirtieran?, preguntó. “En este mo­mento hay una enorme recepción para una delegación militar soviética que viene de visita, y el resto está celebrando el Día Internacional de la Mujer”, respondió. Entonces le preguntó cuánto tiempo tenía antes de que se percataran de su ausencia en la casa de huéspedes. Explicó que contaba con unas cuatro horas, porque todo el mundo estaría borracho. En ese mismo instante la esperaban en casa de T. N. Kaul, el ex emba­jador de la India en la URSS. Con un pánico repentino, dijo: “Debería hablarle a su hija, Preeti, para hacerle saber que no voy a llegar”.[6]

Para Rayle, eso fue una pequeña prueba. Contestó: “Está bien, dé­jeme marcar por usted”. Buscó el número, marcó y le dio el auricular. Escuchó mientras les explicaba a T. N. Kaul y a su hija que tenía jaqueca y no iba a llegar a cenar. Se despidió afectuosamente de ambos.[7]

Luego le pasó a Rayle un fajo de hojas maltratadas. Era un ma­nuscrito ruso titulado Rusia, mi padre y yo, con su firma como autora. Le explicó que eran sus memorias sobre cómo había sido crecer en el Kremlin. El embajador Kaul, de quien ella y Brajesh Singh se habían hecho amigos en Moscú, había sacado el manuscrito de la URSS en enero del año anterior. En cuanto ella llegó a Nueva Delhi, se lo de­volvió. Era sorprendente: la hija de Stalin había escrito un libro. ¿Qué revelaría de su padre? Rayle preguntó si podía sacarle una copia, y ella asintió.

Después, siguiendo sus consejos de redacción, Svetlana escribió una petición formal de asilo político en Estados Unidos y firmó el documento. Cuando Rayle le advirtió que, en ese punto, no podía prometerle definitivamente el asilo, Svetlana demostró su astucia política. Contestó: “Si Estados Unidos no podía o no quería ayudarle, no creía que ningún otro país representado en la India estaría dispuesto a hacerlo”. Estaba decidida a no volver a la URSS, y su única alternativa sería contarle su historia “completa y con franqueza” a la prensa, con la esperanza de conseguir el apoyo público en la India y Estados Unidos.[8] Negarse a proteger a la hija de Stalin no pintaría bien en casa. Svetlana entendía cómo funcionaba la manipulación política. Había tenido una vida entera de lecciones.

Rayle acompañó a Svetlana a un cuarto en el segundo piso, le dio una taza de té y le sugirió que escribiera una declaración: una breve biografía y una explicación de su deserción. En ese momento se disculpó de nuevo, porque tenía que consultar a sus superiores.

Esa noche, el embajador de EUA, Chester Bowles, estaba enfermo y en cama, así que Rayle caminó durante 10 minutos a su casa en compañía del jefe de estación de la cía. Bowles admitiría más tarde que no quiso conocer en persona a Svetlana porque simplemente podría haberte tratado de una lunática. En presencia del asistente especial de Bowles, Richard Celeste, los hombres discutieron la crisis. Rayle y sus superiores se percataron de que no tendrían suficiente tiempo en Nueva Delhi para determinar la autenticidad de Svetlana antes de que los soviéticos descubrieran su ausencia. Bowles creía que la Unión Soviético podía ejercer tanta presión sobre el gobierno indio, al que le estaba proveyendo equipo militar, que si descubría que Svetlana se hallaba en la embajada estadounidense, las fuerzas indias exigirían su expulsión. La embajada tendría que sacarla del país.

A las 9:40 p.m. mandaron un segundo cable a la central en Washington con un reporte más detallado;[9] decía que Svetlana tenía cuatro horas antes de que la embajada soviética reparara en su ausencia. El mensaje concluía: “A menos de que se nos aconseje lo contrario, trata­remos de meter a Svetlana en el vuelo Qantas 751 hacia Roma, que sale de Dehli a las 19:45 (1:15 a.m. hora local)”. Once minutos después, Washington confirmó de recibido el cable.[10]

Los hombres discutieron sus opciones. Podían negarle su ayuda a Svetlana y decirle que regresara a su embajada, donde era poco probable que hubieran notado su ausencia. Pero había dejado claro que le daría la noticia a la prensa internacional. Podían mantenerla en la Casa Roosevelt o en la cancillería, informarles a los indios que había pedido asilo en Estados Unidos y esperar la decisión de la corte. El problema con esa opción consistía en que el gobierno indio podría tomar a Svetlana por la fuerza. La embajada podría tratar de sacarla de la India en secreto. Ninguna opción era buena.

El factor decisivo fue que Svetlana portaba consigo su pasaporte soviético. Era algo sin precedentes. Los pasaportes de ciudadanos so­viéticos en el extranjero siempre se confiscaban, y sólo se les devolvía al abordar sus vuelos de vuelta a casa. Esa tarde, el embajador soviético en la India, I. A. Benedíktov, había organizado una comida de despedida para Svetlana. Fue un evento adusto. Estaba furioso con ella porque había retrasado su salida de la India mucho más allá del mes autorizado por su visa rusa, y Moscú exigía su regreso. Estaba poniendo en juego su carrera. Tenía que abordar ese vuelo a Moscú el 8 de marzo.

“Bueno, si me tengo que ir –dijo ella–, ¿dónde está mi pasapor­te?” Benedíktov le ordenó a su asistente: “Dáselo”.[11] En ese momento, Svetlana demostró que en realidad era la hija de Stalin. Cuando exigía algo, no podían negárselo. Benedíktov cometió un grave error, por el que pagaría más tarde. Para los soviéticos, Svetlana era la desertora más importante en haber abandonado la URSS.

Sentado en su cama de enfermo, Chester Bowles tomó una de­cisión. Con sus papeles indios en orden y su pasaporte ruso, Svetlana podía salir de la India abierta y legalmente. Ordenó que le sellaran una visa de turista clase B-2 en su mismo pasaporte. Tendría que renovarla a los seis meses. Le preguntó a Bob Rayle si podía sacarla de la India. Rayle accedió. Los hombres volvieron a la embajada.[12]

 

Eran las 11:15 p.m. Mientras se preparaban para salir al aeropuerto, Rayle giró hacia Svetlana. “¿Entiende a cabalidad lo que está haciendo? Está quemando todas sus naves.” Le pidió que lo pensara con detenimiento. Ella contestó que ya había tenido mucho tiempo para pensar. Entonces él le entregó 1.500 dólares de los fondos discrecionales de la embajada para facilitar su arribo a Estados Unidos.

Rayle le llamó a su esposa, Ramona, para pedirle que empacara sus maletas para un viaje de varios días y que lo alcanzara en el aeropuer­to Palam en una hora. No le dijo a dónde iba. Luego fue a la oficina de Qantas Airlines y compró dos boletos abiertos de primera clase a Estados Unidos, con escala en Roma. Pronto se reunió con los demás estadounidenses en el aeropuerto: para entonces había por lo menos 10 miembros del personal de la embajada deambulando por la terminal relativamente desierta, pero sólo dos estaban sentados con Svetlana.[13]

Svetlana pasó fácilmente por la aduana y migración, y en cinco mi­nutos, con una visa de salida india válida y su visa de visitante estadou­nidense, alcanzó a Rayle en la sala de vuelos internacionales. Cuando Rayle le preguntó si estaba nerviosa, contestó: “Para nada”, y sonrió. Su reacción era adecuada. Svetlana era, en el fondo, una jugadora. A lo largo de su vida tomó decisiones monumentales por mero impulso, y luego asumió las consecuencias con un abandono casi placentero. Siempre dijo que su historia favorita de Dostoievski era El jugador.

Aunque tranquilo en apariencia, Rayle permanecía profundamente ansioso. Estaba convencido de que, en cuanto descubrieran que había desaparecido, los soviéticos sin duda insistirían en que la entregaran. Si la descubrían en el aeropuerto, la policía india la arrestaría, y no habría nada que él pudiera hacer. Sentía que las consecuencias para ella serían graves. La ejecución habría sido al viejo estilo estalinista, pero su padre llevaba 14 años muerto. Aun así, el actual gobierno soviético tenía mano dura con los desertores, y el encarcelamiento siempre era una posibilidad. Por la mente de Rayle también deben haber pasado los recientes juicios de los escritores Andréi Siniavski y Yuli Daniel. En 1966 los habían sentenciado a campos de trabajo forzado por sus escritos “antisoviéticos”, y seguían pudriéndose ahí. El Kremlin no se arriesgaría a un juicio público de Svetlana, pero podría desaparecer­la en los rincones de una institución psiquiátrica. También Svetlana debe haber tenido eso en mente. Siniavski era su amigo íntimo. Por lo menos sabía que, si la aprehendían, nunca más le permitirían salir de nuevo de la Unión Soviética.

El vuelo de Qantas a Roma aterrizó puntual, pero el alivio de Rayle se convirtió en terror cuando oyó el anuncio de que se atrasaría. El avión tenía dificultades mecánicas. Los dos se quedaron sentados en el área de salidas mientras los minutos se convertían en horas. Para lidiar con la tensión creciente, Rayle se levantaba periódicamente para ver los mostradores de llegadas. Sabía que el vuelo usual de Aeroflot desde Moscú llegaba a las 5:00 a.m., y una gran delegación de la embajada soviética siempre venía a recibir a los mensajeros diplomáticos y a los dignatarios que llegaran o partieran. Los miembros del personal de Aeroflot ya estaban comenzando a abrir su ventanilla. Por fin anuncia­ron la salida hacia Roma. A las 2:45 a.m., el vuelo de Qantas a Roma estaba en el cielo.

Mientras volaban, un cable sobre la desertora llegó a la embajada es­tadounidense en Nueva Delhi. En Washington, Donald Jameson, que fungía como conexión de la cía con el Departamento de Estado, le había informado de la situación al subsecretario sustituto de esa depen­dencia, Foy Kohler. La reacción de este último fue impresionante: ex­plotó. “¡Díganles que corran a esa mujer de la embajada. No le ayuden en lo absoluto!” Kohler acababa de fungir como embajador estadouni­dense en la URSS y creía haber iniciado en persona un deshielo en las relaciones con los soviéticos. No quería que la deserción de la hija de Stalin, sobre todo si coincidía con el 50 aniversario de la Revolución rusa, enturbiara las aguas. Cuando el personal de la embajada leyó el cable que rechazaba la solicitud de asilo de Svetlana, contestó: “Es de­masiado tarde. Ya se fueron. Están de camino a Roma”.[14]

El personal no revisó el estado del vuelo de Qantas. Si hubieran des­cubierto que Svetlana y Rayle permanecieron sentados durante casi dos horas en el aeropuerto y podían haberlos llamado de vuelta, Svetlana habría sido regresada a la embajada y “corrida”. Todo el curso de su vida habría sido distinto. Pero la vida de Svetlana siempre parecía pen­der de un hilo, y la suerte o el destino la mandaban por un camino en vez del otro. Llegaría a llamarse a sí misma una gitana. La hija de Stalin, siempre viviendo a la sombra del nombre de su padre, nunca encontraría un lugar seguro para aterrizar.

Referencias:

[1] Este recuento es un compuesto de detalles tomados de Allilúieva, Solo un año; Robert Rayle, “Unpublished Autobiographical Essay” (“Ensayo autobiográfico inédito”), CP, Rayle; entrevista de la autora con Robert y Ramona Rayle, Ashburn, VA, 18-19 de julio de 2013; Chester Bowles, “Memorandum for the Record; Subj: Dfection of Svetlana Alliloueva [sic]” (Memorándum para el registro; Tema: Deserción de Svetlana a Allioueva [sic]”, 15 de marzo de 1967, NLJ/RAC 03-114, 26-B, LBJL, y Peter Earnest, “Peter Earnest in conversation with Oleg Kalugin y Robert Rayle sobre la deserción de Svetlana Allilúeiva”), 4 de diciembre de 2006. Museo Internacional del Espionaje, Washington, D. C. www.spymuseum.org/exhibitionexperiences/agent-storm/listen-to-the-audio/episode/thelitvienenko-murder-and-other-riddles-from-moscow.
[2] Svetlana Allilúieva, Sólo un año, trad. Paul Chavchavadze, Nueva York, Harper & Row, 1969,  pág. 199.
[3] Rayle, “Ensayo autobiográfico”.
[4] Bowles, “Memorándum”.
[5] Rayle, “Ensayo autobiográfico”. Véase también Bowles, “Memorándum”.
[6] Allilúieva, Sólo un año, p. 200. Véase también Rayle, “Ensayo autobiográfico”.
[7] Rayle, “Ensayo autobiográfico”.
[8] Bowles, “Memorándum”.
[9] Línea de tiempo provista por Robert Rayle en calendario, marzo de 1967, CP, Rayle.
[10] Bowles, “Memorándum”.
[11] Allilúieva, Sólo un año, p. 189.
[12] Bowles, “Memorándum”.
[13] Entrevista de la autora con Robert y Ramona Rayle, Ashburn, VA, 19-19 de julio de 2013.
[14] Rayle, “Ensayo autobiográfico”.

 

Fuente: www.elhistoriador.com.ar