La entrevista de Guayaquil y el retiro de San Martín de la vida pública


Fuente: Felipe Pigna, Los mitos de la historia argentina 2, Buenos Aires, Planeta, 2005, 54-57.

La situación del Perú era complicada. Los realistas no habían sido derrotados del todo y se estaban reorganizando. Por diferencias políticas con San Martín y en reclamo de sueldos atrasados, Thomas Cochrane –llamado por el Libertador “el Lord Filibustero”– se retiró de Lima con la escuadra y una importante suma de los caudales públicos. Como si esto fuera poco, comenzaban a advertirse signos de descontento entre la población, que no estaba de acuerdo con las ideas monárquicas de San Martín.

Como vimos, el Libertador pidió ayuda al Río de la Plata. Los caudillos litorales, López y Ramírez, y el gobernador de Córdoba, Juan Bautista Bustos, se mostraron dispuestos a colaborar, pero el gobierno de Buenos Aires, el único en condiciones de financiar la operación, le negó toda clase de apoyo. Sólo le quedaba un recurso: unir sus fuerzas con las del otro libertador, el venezolano Simón Bolívar.

San Martín tenía cifrada sus esperanzas en la reunión cumbre. En vísperas de Guayaquil, al delegar el mando del gobierno peruano, expresó: “voy a encontrar en Guayaquil al libertador de Colombia; los intereses generales de ambos Estados, la enérgica terminación de la guerra que sostenemos y la estabilidad del destino a que con rapidez se acerca la América, hacen nuestra entrevista necesaria. El orden de los acontecimientos nos ha constituido en alto grado responsables del éxito de esta sublime empresa”.1

La famosa entrevista de Guayaquil (Ecuador) se realizó los días 26 y 27 de julio de 1822. Entre San Martín y Bolívar había diferencias políticas y militares. Se ha pretendido llenar de misterio la entrevista, cuando en realidad ha quedado bastante claro lo que pasó en aquellos memorables días. Básicamente había dos temas en discusión. Mientras San Martín era partidario de que cada pueblo decidiera con libertad su futuro, Bolívar, preocupado por el peligro de la anarquía, estaba interesado en controlar personalmente la evolución política de las nuevas repúblicas. El otro tema polémico era quién conduciría el nuevo ejército libertador que resultaría de la unión de las tropas comandadas por ambos. San Martín propuso que lo dirigiera Bolívar, pero éste dijo que nunca podría tener a un general de la calidad y la capacidad de San Martín como subordinado.

Esta decisión tenía mucho que ver con la enemistad manifiesta de las autoridades porteñas, que habían abandonado a su suerte al Libertador y su ejército. Como vimos, el nuevo hombre fuerte de Buenos Aires, Bernardino Rivadavia, viejo enemigo de San Martín, había dado por concluida la campaña libertadora. Claro que para algunos suena mejor hablar de “misterio” antes que admitir que el Estado argentino –entonces en manos del “más grande hombre civil de la Argentina”, al decir de Mitre– había tomado la férrea decisión de destruir a San Martín, abandonándolo y quitándole toda capacidad de negociación y todo apoyo militar para terminar su gloriosa campaña. El general argentino tuvo que tomar entonces la drástica decisión de retirarse de todos sus cargos, dejarle sus tropas a Bolívar y regresar a su país.

Así se sinceraba en una carta a O’Higgins: “Usted me reconvendrá por no concluir la obra empezada. Usted tiene mucha razón; pero más tengo yo. Créame, amigo, ya estoy cansado de que me llamen tirano, que en todas partes quiero ser rey, emperador y hasta demonio. Por otra parte mi salud está muy deteriorada: el temperamento de este país me lleva a la tumba; en fin, mi juventud fue sacrificada al servicio de los españoles y mi edad media al de mi patria. Creo que tengo el derecho de disponer de mi vejez”.2

Tras la entrevista de Guayaquil, San Martín regresó a Lima y renunció a su cargo de Protector del Perú en estos términos: “Presencié la declaración de la independencia de los Estados de Chile y el Perú: existe en mi poder el estandarte que trajo Pizarro para esclavizar el imperio de los Incas, y he dejado de ser hombre público; he aquí recompensados con usura diez años de revolución y guerra. Mis promesas para con los pueblos en que he hecho la guerra están cumplidas: hacer su independencia y dejar a su voluntad la elección de sus gobiernos; por otra parte, ya estoy aburrido de oír decir que quiero hacerme soberano. Sin embargo siempre estaré pronto a hacer el último sacrificio por la libertad del país, pero en clase de simple particular y no más”.3

Partió rumbo a Chile, donde permaneció hasta enero de 1823, cuando se trasladó a Mendoza. Desde allí pidió autorización para entrar en Buenos Aires y ver a su esposa que estaba gravemente enferma. Cuenta su compañero del Ejército de los Andes, Manuel de Olazábal, que al enterarse de que su querido jefe partía hacia Buenos Aires, decidió salir a su encuentro y acompañarlo.

San Martín conocía perfectamente los efectos que había producido entre la clase dirigente porteña su negativa a participar en la represión interna. Unos años antes, el representante chileno en Buenos Aires, Miguel José de Zañartú, ya le advertía a O’Higgins: “Todos abominan de San Martín y no ven en él más que un enemigo de la sociedad desde que se ha resistido a tomar parte en las guerras civiles y ha impedido la marcha de sus tropas. A él atribuyen la sublevación de los pueblos y si se aumentan las desgracias de este país, creo que lo quemarán en estatua”.4

Rivadavia le negó el permiso argumentando que no estaban dadas las condiciones de seguridad para que entrase a la ciudad. En realidad, el ministro temía que el general se pusiese en contacto con los federales del Litoral y que, con su prestigio, diera un vuelco absoluto a la política local.

El gobernador de Santa Fe, Estanislao López, le envió una carta al Libertador, advirtiéndole que el gobierno de Buenos Aires esperaba su llegada para someterlo a un juicio por haber desobedecido las órdenes de reprimir a los federales. Incluso le ofrecía marchar con sus tropas sobre Buenos Aires si se producía tan absurdo e injusto juicio: “Para evitar este escándalo inaudito y en manifestación de mi gratitud y del pueblo que presido, por haberse negado V.E. tan patrióticamente en 1820 a concurrir a derramar sangre de hermanos con los cuerpos del Ejército de los Andes, que se hallaban en la provincia de Cuyo, siento el honor de asegurar a V.E. que, a su solo aviso, estaré con la provincia en masa a esperar a V.E. en El Desmochado, para llevarlo a triunfo hasta la Plaza de la Victoria. Si V.E. no aceptase esto, fácil me será hacerlo conducir con toda seguridad por Entre Ríos hasta Montevideo”.5

El general le agradeció a López su advertencia y declinó su ofrecimiento para evitar “más derramamiento de sangre”. Ante el agravamiento de la salud de Remedios, pese a las amenazas, San Martín decidió viajar igual a Buenos Aires pero lamentablemente llegó tarde: su esposa ya había muerto sin que él pudiera compartir al menos sus últimos momentos. En el Cementerio del Norte hizo colocar una lápida de mármol en la que grabó su frase imperecedera: “Aquí descansa Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín”.

Difamado y amenazado por el gobierno unitario, San Martín decidió abandonar el país en compañía de su pequeña hija Mercedes, rumbo a Europa.

Referencias:
Arturo Capdevila, El pensamiento vivo de San Martín, Buenos Aires, Losada, 1945

José de San Martín, Epistolario secreto de San Martín, Buenos Aires, Jackson, 1947.

Comisión del Centenario, Tomo X, p. 356.

Carta de Zañartú a O’Higgins, Buenos Aires, 5 de febrero de 1820, en Archivo Nacional, Archivo de don Bernardo O’Higgins, Santiago de Chile, Imprenta Universitaria, 1949-1951, t. VI, pág. 193. Citado por Patricia Pasquali, San Martín, la fuerza de la misión y la soledad de la gloria, Buenos Aires, Emecé, 2004.

Capdevila, obra citada.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar