Autor: Felipe Pigna
En los años 50 la ciudad de Resistencia, Chaco, ya lucía orgullosa la vida cultural de la que puede seguir disfrutando. Comenzaba a ser la capital de las esculturas que adornan sus calles y ya brillaba la creación de Aldo Boglietti, El Fogón de los Arrieros, especie de museo surrealista y refugio de artistas de los más variados rubros provenientes de todos los rincones del país, en el que todavía puede hallarse desde un botón del corpiño de la gloriosa Rita Hayworth, pasando por la gallina de los huevos de oro, hasta el cráneo del caballo Botafogo.
Allí puede verse, en medio de una valiosa pinacoteca, que incluye obras de Emilio Petorutti y Raúl Soldi, la más completa colección de fotografías de Fernando, uno de los personajes más notables de la historia de la capital chaqueña, sobre todo porque se trata, claro está, de un perro callejero, un cuzquito, como dice la gente, unos de los pocos canes, por no decir el único, que tiene dos monumentos en una misma ciudad. Era blanco lanudo y extraordinariamente astuto –me muerdo por no decir inteligente, ya que se supone que es una condición exclusivamente humana-. Era el perro del músico Fernando Ortíz, quien le dejó como herencia antes de partir de este mundo, mucho cariño, el alma de bohemio, un notable oído musical adquirido en las noches de concierto que se prolongaban hasta el día y su nombre.
Fernando quedó “huérfano” y fue de a poco adoptado por toda la ciudad. Acompañaba a la soledad de los abuelos, endulzaba la amargura del abandono de los chicos que como él tenían a la calle como toda casa. Su día arrancaba tempranito en el despacho del gerente del Banco Nación, donde desayunaba café con leche con medialunas. A veces prefería el mismo menú en el bar Sorrocabana. Para almorzar elegía El madrileño, donde tenía asignado su lugar preferencial. Se lo podía ver en las tardes por la plaza San Martín a la sombra de los árboles huyendo del calor profesional de Resistencia. Al atardecer, frecuentaba los atelieres de artistas como el pintor René Brusseau o los escultores Víctor Marchese y Juan de Dios Mena.
Algunas noches Fernando elegía una fiesta y entraba con todos los honores porque los dueños de casa consideraban de buen augurio la presencia del perrito. Otras iba a algún concierto, se sentaba cerca del piano y, como su colega de la Víctor, escuchaba con atención y paraba molesto la oreja ante una pifiada del ejecutante.
Me contaba Luis Landriscina: “Fernando era un perro que era de todos y de nadie, pero fundamentalmente de todos. Todos lo cuidaban pero él se cuidaba solo. Tenía destellos de inteligencia, que eran sobresalientes, de ir a hacer solo la cola para cuando había vacunación. No tenía dueño que lo llevara, y se vacunaba. Iba al Sorrocabana, y si en esa mesa alguien hacía un comentario agresivo contra Fernando, nunca más volvía adonde estuviera esa persona. Eso me lo contó gente que lo trataba y lo quería mucho a Fernando. En el Fogón de los Arrieros lo distinguían porque si venía un concertista, había siempre alguno de estos energúmenos que se ponen a hablar o toser; entonces el perro cruzaba la pista y se le ponía al lado, como diciendo ‘vos sos el que hablaste’. Bueno, ese tipo de cosas. La gente no lo puede creer”.
El 28 de mayo de 1963 fue un día muy triste para Resistencia. Un automovilista atropelló a Fernando y lo dejó tendido en el pavimento. Al día siguiente miles de personas se encolumnaron detrás del cajoncito que contenía los restos del perrito, que tanto amor había repartido sin pedir nada o casi nada, que lo quieran. Iban rumbo a la puerta del Fogón de los Arrieros, donde fue enterrado. Allí se levantó uno de los monumentos; el otro, obra de su amigo Marchese, fue erigido en la vereda de la Casa de Gobierno, para que nadie se olvide de Fernando, para que los chicos le pregunten a sus abuelos: “¿quién es este perrito tan importante que tiene dos estatuas? ¿Un perro prócer?”.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar