La viruela, una enfermedad infecciosa, muy contagiosa y epidémica, causada por el variola virus, se caracteriza por la erupción de pústulas, que deja en el cuerpo cicatrices indelebles. Fue durante siglos, una de las enfermedades más temidas y mortíferas. Alrededor de un tercio de los infectados fallecían sin remedio y, entre los que escapaban con vida, quedaban muchos con los rostros picados y numerosos casos de ceguera.
La historia de esta enfermedad se remonta a hace por lo menos 3500 años. Desde entonces, la viruela se propagó matando a reyes y campesinos. Durante el siglo XVIII las severas epidemias de viruela asolaron Europa, haciendo estragos en su población y no tardó en convertirse en la causa principal de mortalidad infantil.
Para prevenir sus feroces estragos desde el siglo XVIII se practicaba la inoculación de la enfermedad. Ésta consistía en introducir material infectado de un caso leve en un individuo sano, mediante cortes en la piel. Se procuraba que el individuo sufriera síntomas moderados a la vez que adquiría inmunidad ante el virus.
En 1796 el médico inglés Edward Jenner desarrolló la primera vacuna contra la viruela. Para combatir la enfermedad inoculó a un niño de ocho años con la viruela vacuna, cuyos síntomas eran sensiblemente más leves, y evitaba que las personas inmunizadas contrajeran el virus humano. Fue esta la primera vacuna descubierta. De hecho, la palabra vacuna deriva de vaca, en alusión al tipo de virus que se inoculaba.
Pese a esta creación, pasarían casi dos siglos hasta que se lograra la erradicación de la viruela en 1979 mediante un programa de vacunación implementado por la Organización Mundial de la Salud.
A continuación reproducimos un fragmento de un artículo aparecido en el Telégrafo mercantil de 1801, que incluye una carta de un lector de la época preocupado por la renuencia de las madres de entonces a inocular a sus hijos. El articulista recoge el guante y se explaya tanto sobre los estragos causados por la enfermedad como sobre las ventajas de su inoculación.
Fuente: Telégrafo Mercantil, Nº 8, sábado 2 de mayo de 1801, 83-88.
Montevideo y abril 18 de 1801.
Sr. Editor del Telégrafo.
Permítame V. interrumpa por un momento su urgente y útil tarea, para suplicarle se sirva decir cuatro palabras sobre la Inoculación de la Viruela; pues no obstante que esta ciudad toda está hecha un hospital, y que todos hemos presenciado que ayer en la parroquia se enterraron 7 párvulos, y una joven de 18 años, víctimas infelices de este maligno contagio, no obstante esto, vemos la poca aceptación con que se mira el invento más feliz para la especie humana. Es menester ser insensible para callar: es menester ignorar los lentos progresos que hace nuestra especie en un país, donde por otra parte todo viviente se multiplica hasta el infinito; y es menester por último, mirar con indiferencia una de las principales causas del atraso de la población de esta provincia. Dígnese pues V. hablar algo sobre esto a estas mujeres inhumanas; y cuando no tuviere tiempo para más, bastará que diga en un tono decisivo: Madres, inoculad vuestros hijos: hacéis mal en lo contrario. Créame V. que al verlo en letra de molde, y que lo dice V. (a quien hoy tienen estas gentes como un Oráculo) se podrá conseguir mucho. Encargue la conciencia a este tímido sexo, y mucho más a los introductores de negros, si no tomasen más precauciones en adelante; de otro modo 300 nuevos colonos de los más bárbaros africanos, nos costarán 30 de los más floridos de nuestros americanos. Pero prosiga V. y créame por su apasionado.
Q.S.M.B. Pedro Juan Fernández.
La salud del Pueblo sea la primera Ley
¿Qué dificultades tan enormes no presenta la sola idea de rebatir preocupaciones envejecidas, o de lentificar nuevas verdades, aunque sean las más benéficas de la Sociedad? Sólo el nombre de innovación consterna los espíritus débiles; y cuando se les presenta el fruto de las más laboriosas tareas, he aquí que el orgullo, los celos y el interés, como otras tantas furias desatadas del abismo, salen a tropel a combatir los proyectos más bien meditados, oprimiendo al genio elevado, que no duda sacrificar sus desvelos a la felicidad de sus conciudadanos. Esta verdad demostrada por la constante experiencia, la hemos visto verificada en toda su extensión en la brillante época del descubrimiento más interesante para la humanidad afligida.
Bien se deja entender, que hablo de la Inoculación de las Viruelas, antídoto el más enérgico para destruir el más cruel, el más universal de todos los venenos que conspiran contra la destrucción de nuestra existencia. Ha! Qué sarcasmos, qué libelos, que imposturas no se publicaron contra los promotores de tan saludable, como segura práctica. Testigos hemos sido de las sangrientas y furiosas lides, en que por una y otra parte se han señalado los más valerosos campeones. Pero ¡oh, verdad, verdad santa! Después de medio siglo de combates violentos has triunfado de los enemigos del género humano, sofocando totalmente sus intrigas y maledicencias…
Mas, ¿quién se había de imaginar que cuando esta verdad luminosa ha llegado a sublimarse hasta el grado de demostración hay no obstante algunas almas pusilánimes, que no se atreven a abrir sus senos para recibirla? ¿Quién diría que Montevideo, ese pueblo activo que pretende ser émulo de la capital, había de cerrar sus puertas a la feliz conservación de su posteridad? Si así es: en medio de una cruel epidemia, que cual rabiosa Hidra devora cuantas víctimas se le inmolan, se hallan muy raras madres, que procuren de los Ministros del arte salutífero el preservativo de una muerte tan cierta como horrorosa. Animado de sentimientos de humanidad no puedo menos que dirigirme a vosotras, ¡Oh, madres! Madres despiadadas. ¿Qué espíritu de vértigo tiene trastornadas vuestras ideas? ¿Quién ha podido sofocar en almas sensibles el deseo innato de conservar a todo precio el fruto de la unión más sagrada? ¡Qué! La ignorancia, la supersticiosa ignorancia, ese vil monstruo, que con los ojos vendados procura destruir todos los establecimientos que medita la sabiduría! No, amantes madres: prestad vuestra atención a las razones que esta me sugiere y no dudéis, que la felicidad volverá a residir en vuestros hogares.
Yo supongo que ignoráis la enorme desproporción que hay entre los que mueren de viruelas inoculadas, y los que perecen a violencia de las naturales. (…) Según las tablas necrológicas de las primeras ciudades de Europa, formadas en el dilatado espacio de más de treinta años consecutivos, se viene en conocimiento que reunidas las epidemias benignas con las que no lo son, de cien enfermos de viruelas naturales mueren veinte. (…) En esta capital en las diferentes epidemias que se han observado en el curso de quince años, se sabe de positivo, que de cien virolentos naturales mueren veinte y cinco; a pesar del método más arreglado a la práctica de los más célebres autores de nuestros días.
Pero cuán distintos efectos ha producido la inoculación en todos los países en donde ha sido recibida. Londres en sus registros nos anuncia que, al célebre Sutto, autor del nuevo método, que hoy se sigue, de veinte mil inoculados sólo se le desgraciaron dos. (…) Y aún entre nosotros, ¿cuán benéfica no ha sido la inoculación? Chile, Mendoza, y otros pueblos comarcanos serán perpetuos panegiristas de sus resultados. Desde los primeros ensayos que se hicieron en esta capital, las personas sensatas se han manifestado tan aficionadas a esta práctica, que al presentarse aun desde muy lejos el enemigo devastador, se ven ya correr a tropel las temerosas madres a poner bajo la égida de la Diosa de la Sabiduría las inocentes prendas de su amor.
Así hemos visto que los pueblos guaraníes antes desolados por la epidemia exterminadora, se hallan ya reanimados por la introducción del método saludable, que de orden superior ha plantificado un profesor de instrucción, quien en sus partes a esta Superioridad confirmados por los Administradores de aquellos departamentos asegura: que en el Departamento de Concepción de 742 indios inoculados sólo perecieron 10; y que de estos probablemente habría salvado algunos si hubiese tenido los precisos medicamentos de que absolutamente carecía. Lo propio se ha experimentado en los demás departamentos. ¡Ah! ¡Qué aumento de población no podríamos esperar una vez que se haga general esta saludable práctica! ¡Qué felicidades tan desmedidas no aparecerán en estas inmensas provincias, que nada más necesitan, que robustos y laboriosos brazos para tributar los preciosos dones que encierra su fertilísimo suelo!
Pero la numerosa población no es el único beneficio que acarrea a la humanidad la inoculación de las viruelas. ¡Ah! ¡Cuántos quedan monstruosamente desfigurados! ¡Cuál con sus miembros estropeados incapaz de ejercer trabajos útiles; cuál destituido absolutamente de otros que son necesarios para buscarse su subsistencia, precisado a servir de pesada carga a la sociedad! ¡Ah, bello sexo! Tú que siempre has sido idólatra de tu hermosura, dime, ¿cómo se han demudado aquellas delicadas facciones, aquella tez fina, aquel colorido suave que junta con las gracias de un espíritu brillante, eran el hechizo de las bellas sociedades! ¡Ah! Y cómo entiendo la lúgubre respuesta que preparas a tan dolorosa pregunta: la viruela natural fue nuestro verdugo: ella ha hecho desaparecer de nuestro rostro los dulces atractivos de la Diosa de Cyterea.
Además de todo esto, considerad, tiernas madres, la triste situación de vuestros hijos que sin haber tenido la viruela, llegan a la época de la reflexión. ¿Qué de temores, qué de sustos no atormentan su palpitante corazón al oír sólo el nombre de la parca inexorable? ¿No veis aquel joven robusto lleno de vigor y alegría que parece está desafiando al universo entero, quien al escuchar que hay viruelas en las inmediaciones, se pone pálido, baja los ojos amortiguados, se cubre de sudor frío y trémulas las rodillas se halla casi imposibilitado de sostenerse? ¡Ah! Y qué infeliz será si en circunstancias tan poco favorables lo sorprende el contagio mortífero. (…) ¿Cómo podrá ejercer los respetables cargos de la República? ¿Cómo los principales empleos de la Sociedad, viéndose en la dura alternativa o de separarse de ellos huyendo del contagio o permanecer expuesto a sus violentos insultos? ¡Ah! ¡Cómo llenará de imprecaciones la indolencia o terquedad de una madre insensata que habiéndolo podido libertar tan fácilmente en la tierna edad, en que aun no se habían desenrollado las reflexiones; y en que la cutis suave y los humores dulces prometían una erupción benigna; con todo, lo abandonó a su suerte, haciéndolo padecer la muerte más horrible! Sí, madres: de vosotras depende: con sola una racional condescendencia, con sólo resistir a la preocupación podéis cooperar a la conservación de vuestros hijos; y por consiguiente a la sólida felicidad de la patria: ésta, al mismo tiempo que os dará las más expresivas gracias por vuestro ínclito patriotismo, no dudará poner sobre vuestras cabezas aquella corona cívica con que premiaban los virtuosos romanos la noble acción de dar la vida a un ciudadano.
D.C.A.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar