La figura de Juan Manuel de Rosas dominó la escena política del país durante más de dos décadas. Hábil, meticuloso, oportuno, su nombre todavía genera controversias: hombre del mundo terrateniente, disciplinador, defensor de la soberanía nacional, restaurador de las leyes, protector de los gauchos, hombre del terror: son varios de los motes recibidos a lo largo de los años.
Su nombre se asoció a la “causa federal”, pero no han faltado quienes lo han criticado por ejercer una férrea política unitaria, sometiendo a las provincias a los designios de Buenos Aires. El 8 de diciembre de 1829, la Sala de Representantes lo proclamó gobernador de Buenos Aires, otorgándole las facultades extraordinarias y el título de Restaurador de las Leyes. Lo acompañaban en el poder los grupos dominantes porteños.
Rosas gozaba además de un gran predicamento entre sectores populares de Buenos Aires, y, de esta forma, aparecía ante los terratenientes de la provincia como el único capaz de contener y encauzar las demandas de las clases bajas.
La cuestión de la extensión de poderes extraordinarios al magistrado fue uno de los principales tópicos que partió aguas en los debates políticos. No eran pocos los que querían terminar con tales prerrogativas. En 1832, Rosas fue reelecto gobernador, pero se le negaron los poderes extraordinarios. Entonces renunció y en su lugar fue electo el general Juan Ramón Balcarce.
El hombre del orden se dedicó a llevar adelante la campaña contra los indios, pero la inestabilidad en la provincia lo devolvió al poder. Así, fue nuevamente aclamado para la gobernación, siendo electo en 1835, esta vez con la suma del poder público. Durante estos esos años, Rosas dejó un tendal de exiliados, al tiempo que defendió la soberanía territorial frente a los ingleses, que no eran precisamente sus enemigos.
Visiblemente agotado, Rosas enfrentó la disidencia interna en la batalla de Caseros, en febrero de 1852, que encabezaba el líder entrerriano Justo José de Urquiza. Una vez vencido, Rosas se embarcó en un buque de guerra inglés, rumbo al Reino Unido, mientras muchos de quienes lo acompañaban iniciaban el camino de la conversión y rechazo de su anterior fe rosista. En la soledad de Southampton, en verdad, rodeado de peones y criados, el otrora “padre de los gauchos” vivió una veintena de años, hasta su fallecimiento, a los 84 años, en 1877.
En ocasión de la fecha de su fallecimiento, el 14 de marzo de 1877, recordamos a este decisivo personaje de la historia argentina, con las precisas descripciones de su sobrino Lucio Víctor Mansilla.
Fuente: Lucio V. Mansilla, Los siete platos de arroz con leche, Buenos Aires, EUDEBA, 1963.
«Mi tío era un hombre alto, rubio, blanco, semipálido, combinación de sangre y de bilis, un cuasi adiposo napoleónico, de gran talla, de frente perpendicular, amplia, rasa como una plancha de mármol fría, lo mismo que sus concepciones; de cejas no muy guarnecidas; poco arqueadas, de movilidad difícil; de mirada fuerte, templada por lo azul de una pupila casi perdida por lo tenue del matiz, dentro de unas órbitas escondidas en concavidades insondables; de nariz grande, afilada y correcta, tirando más al griego que al romano; de labios delgados, casi cerrados, como dando la medida de su reserva, de la firmeza de sus resoluciones; sin pelo de barba, perfectamente afeitado, de modo que el juego de sus músculos era perceptible… Agregad a esto una apostura fácil, recto el busto, abiertas las espaldas, sin esfuerzo estudiado, una cierta corpulencia del que toma su embonpoint, un traje que consistía en un chaquetón de pafio azul, en un chaleco colorado, en unos pantalones azules también; añadid unos cuellos altos, puntiagudos, nítidos y unas manos perfectas como formas, y todo limpio hasta la pulcritud -y todavía sentid y ved, entre una sonrisa que no llega a ser tierna, siendo afectuosa, un timbre de voz simpático hasta la seducción- y tendréis la vera efigies del hombre que más poder ha tenido en América.”
Lucio Víctor Mansilla
Fuente: www.elhistoriador.com.ar