Mártires de Chicago – Spies, ante el tribunal que le condenó a muerte


El 1º de mayo es el día de los trabajadores. Se celebra cada año en todo el mundo, en defensa de los derechos laborales, en recuerdo del movimiento iniciado en Chicago el 1º de mayo de 1886 en reclamo de las ocho horas de trabajo.

En aquella oportunidad, las autoridades estadounidenses respondieron brutalmente y, fraguando un atentado, encarcelaron a un grupo de militantes populares en los que intentó escarmentar a toda la clase trabajadora de los Estados Unidos. Tras un proceso plagado de irregularidades, fueron detenidos los dirigentes anarquistas Adolph Fisher, Augusto Spies, Albert Parsons, George Engel, Louis Lingg, Michael Schwab, Samuel Fielden y Oscar Neebe. Los cuatro primeros fueron ahorcados el 11 de noviembre de 1887, y pasaron a la historia como los mártires de Chicago.

En 1889, la Segunda Internacional decidió instituir el Primero de Mayo como jornada de lucha para perpetuar la memoria de los trabajadores que murieron por lograr una jornada de ocho horas. En el país, la primera conmemoración tuvo lugar el 1º de mayo de 1890.Algunos países, como Estados Unidos, sin embargo, festejan el Día del Trabajo (no de los trabajadores), pero lo hacen en septiembre.

Para recordar estos sucesos, acercamos las palabras que pronunciara ante el tribunal que lo condenó a muerte, el impresor y periodista Auguste Vicent Theodore Spies, quien sería ahorcado el 11 de noviembre de 1887.

Fuente: Pierre Ramus, Der justizmord von Chicago. Zum Amgedenken, 11 de noviembre de 1887. Citado en: Selser, G. “Los mártires de Chicago”, En: Historia del movimiento obrero, N° 24, Buenos Aires, CEAL, 1973.

Al dirigirme a este tribunal, lo hago como representante de una clase a otra que es su enemiga, comenzando con las mismas palabras con que el veneciano Marino Fallieri se dirigió a su verdugo, el Consejo de Dios, hace cinco siglos: “¡Mi defensa es vuestra acusación! Las causas de mis supuestos crímenes, ¡vuestra historia!”

He sido acusado de asesinato, como cómplice o ejecutor, y se me ha condenado a pesar de que el ministerio público no pudo presentar una sola prueba que me inculpe en ninguno de los dos aspectos: de los testimonios expuestos no se desprende que yo haya arrojado la bomba ni que sepa quién fue el que la tiró. Sólo se han tenido en cuenta las declaraciones contradictorias de Thompson y de Gilmer, testigos pagados por la policía, de acuerdo con instrucciones del fiscal Grinnell y del capitán Bonfield, para hacerme pasar por criminal.

Y puesto que no hay hecho alguno que pruebe mi participación o mi responsabilidad en aquel suceso, entonces la sentencia y su ejecución son más que un asesinato legal preconcebido, un crimen malvado y que se ejecutará a sangre fría. Asesinato planeado tan infame y canallescamente como no hay que buscar ejemplos análogos más que en la historia de las persecuciones políticas y religiosas. Se han cometido muchos crímenes judiciales aún en casos en que los representantes del Estado han obrado de buena fe, creyendo realmente delincuentes a los sentenciados. Pero en este caso el ministerio público ni siquiera puede ampararse en esa excusa; no puede porque sus representantes, Grinnell y Bonfield, han fabricado la mayor parte de los testimonios y escogieron un jurado viciado desde origen. ¡Ante este tribunal y ante el pueblo supuestamente representado por el estado, acuso de conspiración infame para asesinarnos al fiscal Grinnell y a su digno compinche Bonfield! […]

La clase que está ávida, con bestial codicia, de nuestra sangre, la clase de los buenos y piadosos cristianos, ha intentado a través de su prensa y por todos los medios inimaginables de ocultar cuidadosamente los hechos tal como se produjeron, de mantenerlos en secreto. Lo ha conseguido en parte, añadiendo a los odiados acusados el calificativo de “anarquistas” y describiéndolos como una tribu de salvajes recientemente descubierta o como una especie de caníbales y, además, inventando tenebrosas y espeluznantes leyendas de conspiraciones misteriosas y oscuras, para sembrar aun más el temor. Esos buenos cristianos trataron así de encubrir el hecho de que en la noche del 4 de mayo, doscientos hombres armados, bajo el mando de un matón notorio y sin conciencia cayeron sobre un pacífico mitin de ciudadanos. ¿Con qué propósito? ¡Con el propósito de herir o de matar el mayor número posible de ellos! […]

Los trabajadores de esta ciudad se irritaron un poco por la desvergüenza de sus benéficos amos. Comenzaron a decir verdades que sonaron desagradablemente en los oídos de los patricios. Hasta se atrevieron a presentar, ¡oh, increíble  indecencia!, algunas comedidas demandas de mejoras laborales. Sostuvieron, ¡qué audacia!, que ocho horas de intenso trabajo por día por solamente dos horas de paga era insuficiente (…). Ese populacho sin leyes tenía que ser reducido al silencio, y era la cosa más fácil del mundo lograrlo por la intimidación, asesinando al menos a aquellos a quienes distinguían como líderes, sí, a esos perros extranjeros había que hacerles ver de una vez para siempre que no deben ocuparse, en lo sucesivo, de las honestas maquinaciones de sus benefactores amos cristianos. […]

El principal argumento de Grinnell contra los acusados fue: “Son extranjeros, no son ciudadanos norteamericanos”. No puedo hablar por los demás, hablo por mí mismo. Resido en este estado por lo menos el mismo tiempo que Grinnell, y me considero por lo menos tan buen ciudadano como él, aunque la comparación con semejante ente me resulte desagradable y preferiría no hacerla. Grinnell, como ya lo han demostrado nuestros abogados, apeló demagógicamente al patriotismo de los señores del jurado. A eso respondo citando las palabras de un escritor inglés: “¡El patriotismo es el último refugio de los rufianes!” […]

Grinnell ha repetido varias veces que aquí se procesa al anarquismo. Pues bien, la teoría del anarquismo pertenece al dominio de la filosofía especulativa. En el mitin de Haymarket no se dijo una sola palabra acerca del anarquismo; sólo se habló del tema muy popular de la reducción de la jornada de trabajo. Pero “el anarquismo es aquí procesado”, eructa Grinnell. Pues si de eso se trata (…) podéis condenarme, porque soy anarquista. Yo creo como Buckle, como Paine, como Jefferson, como Emerson, Spencer y muchos otros grandes pensadores (…) que el estado de las castas y las clases, que el estado en que una clase domina a la otra que vive de su trabajo –a lo cual vosotros llamáis orden-, creo, sí, que esta forma bárbara de organización social con su sistema de robo santificado y de asesinatos legales, está próxima a morir para ceder el puesto a una sociedad libre, a una sociedad voluntaria o hermandad universal, si así lo preferís.

¡Podéis, pues, sentenciarme, honorable juez, disponer de mi muerte, pero no impediréis que el mundo sepa que en el estado de Illinois, en este Año del señor de 1886, ocho hombres fueron condenados a muerte sólo porque no han perdido la fe en un futuro mejor, por creer en la victoria final de la Libertad y la Justicia! […]

Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo abominar de ellas, ni tampoco lo haría aunque pudiese. Y si pensáis que habréis de aniquilar estas ideas, que día a día ganan más y más terreno, enviadnos a la horca. ¡Si una vez más aplicáis la pena de muerte por el delito de atreverse a decir la verdad –y os desafiamos a que demostréis que hemos mentido alguna vez- yo os digo que si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan alto precio, orgullosa y bravamente! ¡Llamad a vuestro verdugo! ¡Ahorcarnos! ¡La verdad crucificada en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Juan Huss, en Galileo, vive aún! ¡Estos y muchos otros nos han precedido en el pasado! ¡Estamos prestos a seguirles!

Fuente: www.elhistoriador.com.ar