Mayo de 1969: Las tropelías de Caín


Fuente: Revista Primera Plana, “Mayo de 1969: Las tropelías de Caín”, por Héctor Ferreiros, mayo de 1972, págs. 19-22.

«Ahora, pues, maldito seas tú de la tierra, que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano».
Génesis, 4.11.

«¿Mas, dónde están ellos ahora, ahora que aquí está el alba?»
Popol Vuh, El Libro del Consejo. (Códice maya)

Su cuerpo olvidó la ingenuidad de los movimientos infantiles, toda la ternura, la gracia, la asombrada despreocupación de que se es capaz a los cuatro años: había tenido que aprender, en un instante, el rigor de la muerte. El martes 1º de julio, en Tafí Viejo (Tucumán), mientras la policía se encargaba de reprimir a obreros huelguistas, algún uniformado disparó su arma en dirección a un rancho. De esta forma, la infamia se disfrazaría una vez más —durante el transcurso de 1969— con el ropaje de la desproporción y la arbitrariedad.

Elba Susana del Valle Guerrero pagaba así, con su vida recién iniciada, los errores cometidos por los personeros de un grupo de argentinos. Quizá Caín ya no recuerde su acción: qué importancia puede tener, era tan sólo una niña, él cumplía con su deber. Pero existe una memoria que no se apaga nunca, en la cual personeros e instigadores, con todas sus formas de violencia, se reconocen bajo el título de injusticia. También guarda los nombres de quienes fueron asesinados impunemente, y de los que se extenúan en las prisiones luego de haber sido torturados, por el solo delito de soñar una Argentina mejor. Es la memoria del Pueblo.

La clave de mayo
En la historia nacional, el hecho tiene su recurrencia. Es al promediar el otoño cuando gobernantes y mandados realizan un balance de cómo andan sus asuntos. En ese sentido, mayo es el mes clave. Durante su transcurso se dan lo que informes castrenses y oficiales llaman “picos de violencia”, cuya realidad corresponde a la justa indignación de mayorías pocas veces consultadas.
Pero no es el único proceso cíclico que descubre la crónica. Desde 1880, época en que se impone al país su fisonomía definitiva, cuatro asonadas militares derrocan gobiernos civiles para detentar el poder sin intermediarios. Esto ocurre cuando los privilegios de la clase dirigente se ven algo disminuidos, creando a su vez dificultades al monopolio de tu turno. La duración de estos regímenes de facto oscila entre un año y meses hasta casi tres, y su imagen política responde a la extrema derecha: el desgaste, por esa razón, es rápido, traduciéndose en la necesidad de volver a los cuarteles para desempeñar tareas específicas. Una periodicidad que, para la Revolución Argentina, se cumple con el correr de los primeros meses de 1969.

Onganía, líder del azulismo, fracasa ante el falaz esquema desarrollista inculcado en las filas castrenses por la penetración, entre otros, de periodistas como Jacobo Timerman o Mariano Grondona (este último también funcionario). Si Arturo Frondizi no lo había podido explicitar desde el Gobierno, prefiriendo negociar vergonzosamente el poder con su Comandante en Jefe, Federico Toranzo Montero, la RA pretendía –en gesto extemporáneo- reeditar posibilidades históricas pretéritas, cuya vialidad necesitaba de un Wall Street, menos impaciente por acrecentar dividendos.
JCO opta, entonces, por una solución que ya tenía antecedentes en la triste serie de cuartelazos, y que preanuncia su derrumbe: el corporativismo. Incapaz de entender la política, cree que esa es la mágica participación que le dará consenso civil para gobernar. De todas maneras, las mayorías deben seguir absteniéndose de su opinión, quedan igualmente libradas al iluminismo de los militares, no participan para nada del poder, tampoco pueden oponerse a la legislación de entrega que confecciona –sin pausa- el área oficial.

Los azules, por su parte, hacen responsables del fracaso económico-ideológico a su líder natural –Onganía pierde acciones en la confianza de las FF. AA.- y al Ministro de Economía, Adalbert Krieger Vasena. Las críticas verdeolivas serían acertadas, pero por motivos muy diferentes a los que concebía el Estado Mayor: corporativismo y liberalismo entreguista –aunque supuestamente antagónicos- marchaban juntos de la mano. Sus consecuencias es obvio, las pagaban los trabajadores.

El pobre sistema de participación permitía al tecnócrata Krieger aplicar pautas económicas que favorecieran a sus patrones naturales: Deltec International y demás grupos financieros del exterior. Ni Juan Carlos Onganía lograba descubrir, con su característica falta de sutileza, que la ciencia responde a planteos ideológicos; ni los desarrollistas querrían ver, en su utopía, la entrega del país a créditos norteamericanos que encerraba su objetivo; ni el liberalismo estaba contento con la marcha de la enajenación nacional, base sine qua non para que existan sus negocios.
Alguien podría aventurar que los dos primeros actuaron de buena fe; sin embargo, cuesta creerlo. Todos representan, qué duda cabe, los caminos transitados por la metrópoli para nutrirse de una Argentina desvalida, traicionada desde adentro.

La disconformidad azul era mero síntoma de un temor: la pérdida de ese “tradicional estilo de vida”. Su opción, por otra parte, la más lúcida del sistema: conceder apenas unas migajas para seguir manteniendo prebendas y privilegios. Onganía, por su parte, al acelerar demasiado el ritmo de los negocios, exponía la “natural idiosincrasia de los argentinos” a un violento desborde popular en la búsqueda del poder.

Así, cuando el Ejército tomó parte –durante la segunda quincena de mayo- en la represión de acciones que tuvieron como sucesivos epicentros los territorios de Rosario y Córdoba, no estaba defendiendo al pueblo, si no solamente justificando su propia posición. Tenía miedo de admitir la falsa aventura y el fracaso de los rumbos impuestos por la fuerza en junio de 1966. Lo invadía el pánico al presentir que la Argentina estaba entrando en la etapa final de su proceso de Liberación.
Ese sería el sentido de que el Comandante del II Cuerpo, general de división Roberto Aníbal Fonseca, no hubiera pedido permiso para actuar al Gobierno (empeñado en su lucha santa), sino al Comandante en Jefe Alejandro Agustín Lanusse:

FONSECA: La situación es muy peligrosa y voy a intervenir para que vuelva el orden.

LANUSSE: ¿Usted califica la situación de grave?

FONSECA: Intervenga, no más.

Esta conversación telefónica, desarrollada el miércoles 21 de mayo del ’66, constituía un claro avance del Alto Mando sobre el Presidente. AAL, antiguo brazo de Onganía en el ’62, asume la responsabilidad de las jugadas oficiales: daba, de esta manera, el primer paso de la larga serie que culminaría con el derrocamiento en junio del año siguiente.

Pero, en ese momento, la actitud pretendía remediar una situación protagonizada por ocho ciudades y una veintena de pueblos. Se estaba ante la nueva forma política que los jóvenes argentinos –todavía intuitivamente- inauguraban contra la represión y la injusticia. Si no les daban permiso para hablar, pues muy simple: lo tomaban por su cuenta.

Los efectivos armados, en vez de ubicar su acción junto a las líneas del pueblo, sólo atinaban a someterse a la verticalidad aplastando manifestaciones masivas. La cúspide castrense, de donde partieron estas directivas, se comprometía cada vez más con su propio esquema político: el que defiende la economía subsidiaria. Ambos sectores militares, por una u otra razón, perderían la oportunidad de admitir la justicia de los reclamos mayoritarios y rendirles un homenaje con sus armas. En otras palabras, usaron el aparato bélico contra aquellos que sus verdaderos dueños, contra quienes desde siempre lo pagan con su trabajo.

La mentira simplificadora
Como única explicación de sus acciones, el general Fonseca emitió un comunicado que el país conocería por los diarios, en la mañana del jueves: «A partir de estos momentos y ante el cariz que toman los acontecimientos impulsados por elementos extremistas, he asumido el Gobierno Militar de la zona de Rosario». Paradoja: estaba asumiendo el «Gobierno Militar» del Gobierno Militar.
Con los mismos argumentos de siempre, se le atribuía la culpa de todo a los «elementos extremistas»; una hipótesis que es demasiado simple para comprender la complejidad del fenómeno (el propio Lanusse debió reconocerlo, en parte, durante los sucesos de Mendoza, en abril de este año). La venta del país al extranjero no tenía nada que ver. La pauperización de la masa trabajadora, tampoco. Incluso, ¿quién se animaría a proponer que esa violencia juvenil hallaba sus causas en la explícita impunidad y arbitrariedad de la represión?

Nada, todo eso sólo tenía que ver con la acción embozada de «activistas profesionales», de «apátridas» cuyas rojas banderas ¿no serán las teñidas con la sangre de estudiantes, de obreros, de jóvenes vidas inocentes? Y en cuanto a los embazados apátridas, ¿no es la denominación que le corresponde a quienes venden sus servicios a los monopolios, y que por un puñado de dólares y un par de privilegios son capaces de matar o torturar? De ser así, el Ejército cometía un error imperdonable: se equivocaba de enemigo.

Es evidente que el general Fonseca invadía la jurisdicción de Dios, o de la Historia, cuando pretendía desautorizar la auténtica indignación de los estudiantes rosarinos por decreto. Indignación que fue compartida por la mayoría de los habitantes de la ciudad litoraleña.

Una encuesta realizada para Primera Plana por la agencia de investigaciones A & C, durante los días 22 y 23 de mayo, sindicaba como máximo responsable de la violencia al Gobierno (el muestreo se realizó entre estudiantes y público perteneciente a las tres clases sociales; en el primer caso, n = 100, y en el segundo n = 500). Un trabajo que en el Alto Mando castrense no se tomó antes de resolver la actitud a adoptar, sobre todo teniendo en cuenta que –discrepancias más o menos- ellos eran ese Gobierno.

Los hechos

Viernes 16: los estudiantes rosarinos, al enterarse de la muerte de Juan José Cabral en Corrientes, el día anterior, se reúnen en el comedor universitario para organizar actos de protesta (las clases habían sido suspendidas).

Sábado 17: luego de algunos actos relámpagos, los muchachos convergen hacia el comedor alrededor de las 12.10. Tres agentes de custodia les cierran el paso; escasos instantes después los policías son desalojados con las cartucheras vacías. Se organiza una manifestación por la calle Córdoba, pero poco antes de las 12.20 un patrullero avanza por la arteria con sus puertas sin cerrar.

Los ocupantes disparan las Colt 45 al aire. Público y estudiantes se refugian en la galería Melipal. El comisario Adolfo Bagli, el oficial inspector Juan Agustín Lescano y tres agentes descienden del vehículo. Siempre efectuando disparos hacia arriba, intiman a la dispersión. Lescano, sin que mediara violencia alguna, decerraja un tiro sobre la frente de Adolfo Ramón Bello, 22, alumno de Ciencias Económicas. Según testigos, el agresor subió luego “a un jeep, acompañado por dos agentes. Su aspecto no revelaba signos de lucha”. Bello muere en la Asistencia Pública seis horas después.

Domingo 18: el juez Domingo Rodríguez Meleandi quiere interrogar al inspector Lescano, pero la Policía asegura que está internado “con conmoción cerebral y múltiples lesiones”. Luego de mucho insistir, el magistrado consigue que le presenten al asesino: estaba ileso, su cuerpo no presentaba el más mínimo rastro de violencia.

Desde la CGT, que respondía al sector Raimundo Ongaro, obreros y estudiantes conciertan una Marcha de Protesta y Repudio para el miércoles 21, y un paro general a efectuarse el viernes: desafían al Gobierno de Onganía.

Lunes 19: según testimonia el número 335 de Primera Plana, “los rosarinos advirtieron estupefactos que habían logrado unir rápidamente sus potencias dispersas: un plenario de la CGT, presidido por Héctor Quagliaro e integrado por representantes de 25 gremios (incluidos vandoristas e independientes), aprobó por unanimidad la huelga; la Universidad Católica adhirió al duelo por Bello; los editoriales de los tres diarios rosarinos instaron a la población a participar de la Marcha”. El corresponsal Andrés Zavala, un eficiente profesional que no acostumbra a mentir, había descubierto algo: aquello que Fonseca definiría luego como “elementos extremistas” no eran sino las fuerzas más representativas de la ciudad, cansadas de la arbitrariedad del régimen.

Zavala anotaría, además, que “la mayoría de las versiones coinciden en que el propio Comandante del II Cuerpo trató de evitar que el acto se reprimiera, y que fue el Gobernador Eladio Vázquez quien dio orden de frenarlo a toda costa”. Es significativo que el Jefe militar no deseara intervenir: ¿estaba jugando a propiciar un golpe? Una táctica que, con el tiempo, se haría popular entre algunos responsables de las Regiones castrenses.

Miércoles 21: desde las cuatro de la tarde, policías ocupan esquinas estratégicas del casco de la ciudad. Aunque los comercios habían cerrado sus puertas, el público colma las aceras.
A las 18, más de cien jóvenes toman asiento en la calle Córdoba: fuerzas de seguridad intiman a la desconcentración. Durante más de dos horas, en 37 manifestaciones diferentes, diez mil personas pusieron en jaque al dispositivo represor. Tres mil más, alejadas del centro, esperan que los agentes agoten granadas de gases y sus propias energías.

A las 22, 1.800 policías ya eran objeto de las más despiadadas burlas. Eso ocurre cuando el Pueblo increpa sin violencia a quienes, perteneciendo a sus filas, por un magro sueldo pasan a formar las huestes de la minoría privilegiada.

En el ínterin, un balazo disparado por la espalda ponía fin a la vida de Luis Norberto Blanco, 15, estudiante secundario y obrero metalúrgico. Quienes intentaron auxiliarlo sufrieron la carga policial; el propio Blanco, ya cadáver, debió afrontar la valiente acometida de palos y sables que los uniformados propinaron al único cuerpo que estaba a su alcance: se deshacían en su impotencia. Daniel Laoz, 27, muere bajo las ruedas de un colectivo: quería escapar del humo lacrimógeno. Nilda Vilma Martínez, 21, mucama, fallece a causa del impacto en plena cara de una granada de gases.
Un trofeo del que la Policía no podrá desprenderse, como tampoco quienes con su acción entre bambalinas se estaban beneficiando con las espontáneas manifestaciones de los jóvenes: la tragedia, por mínima que sea, no puede ser usada por quienes pugnan en el poder.
Poco después de las 22, luego de dar la orden de prepararse a los efectivos, el general Fonseca solicitaba telefónicamente al Comandante en Jefe autorización para actuar. Así, Gobierno y Justicia quedan en manos de las fuerzas verdeolivas.

Jueves 22: los matutinos dan cuenta de un parte que intentaría convertir en mártir de la policía al cabo primero Miguel Fernández: había sido herido en la espalda. Pero la memoria popular también podía poner cifras al despilfarro de energía uniformada: ya iban cinco muertos (contando a Bello y Cabral), más de doscientos heridos. Esa misma madrugada, los estudiantes detenidos por efectivos del Ejército ascendían a 23. No era necesario ser un experto en contabilidad para hacer una interpretación de los resultados.

Viernes 23: el paro dispuesto por la CGT local es acatado en forma unánime. Más de seis mil personas se movilizan a pie hasta el cementerio de La Piedad, para brindarle su póstumo homenaje al estudiante Blanco. Desconocían, de esta manera, las estrictas disposiciones emanadas del Comando del II Cuerpo con asiento en Rosario.

Mientras toda esta historia se desarrolla, lapidarias palabras de monseñor Devoto recaían sobre las espaldas de los responsables: «Este es un conflicto —clarificó el obispo de Goya— entre quienes detentan el poner y los que quieren hacer uso de sus legítimos derechos a la libre expresión. Cuando un pueblo no puede canalizar sus aspiraciones por los medios habituales, es normal que busque otros para elevar sus reclamos». Juan Domingo Perón (que un mes antes había dicho: «Cuando se viven épocas tranquilas, luchar es un derecho. Cuando se ha perdido esa tranquilidad, luchar es un deber”) daba su respuesta a quienes viajaron a Madrid para buscar la autorización de un apoyo condicionado al Presidente Onganía. El Líder justicialista les aconsejó, únicamente, intensificar la campaña en pro de elecciones que reflejaran la voluntad de las mayorías. En cuanto a Fonseca, insistía aún en la tesis de los activistas.

Segunda serie de la infamia
Miércoles 21: Raimundo Ongaro decreta un paro general para todo el país.

Sábado 24: Ongaro es detenido y trasladado de Córdoba a Buenos Aires.

Domingo 25: Perón despide a Daniel Paladino, con orden expresa de apoyar a los estudiantes.

Lunes 26: a las 6.30 de la mañana es puesto en libertad Ongaro. El vandorismo se pliega al paro que propiciaba la CGT de los Argentinos.

Miércoles 28: el Gobernador Carlos Caballero baja hasta la Capital Federal una vez más. Está muy preocupado por cómo se suceden los acontecimientos en Córdoba. El Presidente; el Ministro del Interior, Guillermo Borda; el Comandante Lanusse y el Jefe de la Policía Federal, Mario Fonseca, no creyeron, por distintos motivos, en la gravedad del cuadro.

Jueves 29: en Río Salí (Tucumán) muere el obrero Ángel Rearte. En Rosario, más de 4.000 estudiantes desafiarán la ley marcial, para rendir homenaje a los caídos. Colocan en la galería Melipal una placa recordatoria: “Aquí cayó Adolfo Bello, asesinado por las balas de la dictadura, en la lucha por la liberación”. Una muestra significativa del cambio semántico-ideológico operado entre los jóvenes argentinos. Ya no se oponen a los representantes del iluminismo en las altas esferas castrenses. Está bien claro que su accionar se ve encauzado en función de la Liberación Nacional.
Pero, en Córdoba, nuevamente la crónica se escindirá en dos. Por un lado, la pequeña anécdota que tiene como origen las luchas entre minúsculas facciones que detentan el poder. Por el otro lado, el pueblo, la masa trabajadora, los estudiantes, aquellos que tienen demasiado bien ganado su papel de verdaderos actores de la historia. Si alguien intentara desvirtuar esto último, se encontraría con un postulado innegable: la mayor parte de los muertos son de ellos.

En la primera opción, los actores se renovarán en parte. Ya no es el general Roberto Aníbal Fonseca. Esta vez el honor le corresponde al Comandante del III Cuerpo, Eliodoro Sánchez Lahoz. Un personaje, sí, será constante: Juan Carlos Onganía, incapaz de entender la política, único hombre que asume con soltura la antihistoria. Pero no es él quien determina el proceso. Estará coaccionado por un cerco de hábiles políticos: entre ellos, Bernardo Bas, Leónidas Bringas Núñez, el propio Alejandro Agustín Lanusse. No es casual que, transcurridos un par de años, y luego de haber ocupado puestos importantes, estas personalidades de extraños ribetes integren –junto a Arturo Mor Roig y José Luis Cantilo- el equipo que otorga flexibilidad, contundencia y capacidad de acción a AAL, ya en el poder. Ellos brindaron su lúcida especulación para que el proceso deteriorante en que se desenvuelve el liberalismo argentino arribara al GAN: ceder en lo nimio, para desmontar a un general de la Presidencia, para acercarle el poder a otro. No esperaron, bajo ningún concepto, que el anecdótico conflicto se transformara en anticipo de guerra civil. Es que las mayorías tienen objetivos propios: la lucha por la Liberación Nacional. Resisten siempre, hasta la exasperación, el papel de mera cifra que les otorgan espurias planificaciones.

Los preparativos para la puesta en escena, no es extraño, giraron alrededor de la redacción de Clarín en Córdoba. Oscar Robino (actualmente encargado de difusión y relaciones públicas de Obras y Servicios Públicos) y David Kaplan (quien luego fue Secretario de Prensa de la Junta, al caer Onganía) imponían coherencia a los esfuerzos. Leonidas Bringas Núñez era el puente con sectores liberales; Bernardo Bas (amigo de Osiris Villegas), el nexo con sindicalistas de derecha; Lucho Garzón Maceda, responsable de la izquierda gremial. Luis Ángel Cholo Peco, junto a Enrique Llamas de Madariaga, tendrían a su cargo la imagen de los hechos que acaecieran: en otras palabras, imprimir la situación, en ambientes periodísticos, toda la gravedad que fuera necesaria. Hasta hubo un financista: Jaime Lockman brindó su apoyo monetario al cónclave.

Así, Alejandro Lanusse desconocía una vez más a su ex jefe. Mejor aún, completaba lo que inició con el rosariazo. Quien había sido atraído hacia la cúspide de la estructura del poder Onganía, daba paso a sus especulaciones personales. En su avance triangularía el terreno, colocando en cada puesto clave a quienes respondían ante su figura de caudillo militar. Era, por su extracción y características psicológicas, el elegido para mantener las reglas de juego del establishment —esa simple filial de Wall Street—. En fin, la mejor opción del gatopardismo.

Un proceso que, sin entrar en sutilezas, ya arrastraba más de cinco muertos. Muertos de carne y hueso; seres que, hasta el momento de su injusta eliminación, tenían una vida plena, una serie de potencialidades a desarrollar. Muertos que por toda respuesta a sus inquietudes recibían una bala de calibre reglamentario en el cuerpo (un rastro que, según algunos malintencionados, pretenderían anular luego las carabinas FM 22 largo, con mira telescópica). Muertos que perdían su existencia en medio de un panorama de impunidad total, transformándose en un cachetazo sobre la cara de quien se preciara de argentino.

«… ¿Quién controla a los militares? —escribió Perón en junio del 69—, que han comenzado por elegirse a sí mismos y que, pese a cuanto está ocurriendo y la unanimidad del repudio de todo el país, pretenden seguirse quedando con un poder que, además de no corresponderles, no lo saben manejar sino para cometer toda clase de desatinos y arbitrariedades: nunca como ahora han funcionado las torturas y los crímenes monstruosos contra el Pueblo en lo que tiene de más representativo y legítimo: sus estudiantes y sus trabajadores.»

Córdoba: los nuevos hechos
Todo comenzó el jueves 29, a las 11 de la mañana, cuando por resolución de las dos CGT los obreros abandonan sus puestos de trabajo, en cumplimiento del paro activo. Para marchar sobre la ciudad, van encolumnados; y la manifestación de IKA —solamente— congrega a 3.000 personas.
El primer núcleo ingresa a Córdoba por la avenida Vélez Sársfield; el resto por el boulevard San Juan. Mientras, los estudiantes descienden por Colón hasta General Paz. Ese es el centro comercial de la ciudad, y a esa hora allí se arraciman los cordobeses que van a hacer compras y la gente de oficina.

Ante los primeros incidente con la Policía, los transportistas particulares retiraron sus vehículos de circulación. Así, empleados y paseantes quedarían envueltos, en algunos casos a pesar suyo, en el conflicto que tenía por escenario el casco chico de la Docta.
Mientras los abogados realizan un acto frente a Tribunales (congregó a más de 1.000 personas), en otro lugar la tragedia hacía su aparición: Máximo Menna, 25, afiliado a SMATA, y N. N. Castillo, 32, daban con sus huesos en la calle, un par de balas acallaban su enojo.
Alrededor de las 13.30, rescatar el cadáver de Menna en el Sanatorio Sobremonte se transformaba en consigna para muchos grupos. Hora y media después, una patrulla de Policía y otra de Gendarmería se tiroteaban por error.

A las cinco de la tarde, el Ejercito se dispuso a entrar en acción. Las fuerzas policiales habían sido confinadas a un área de diez manzanas, las que circundan al Departamento Central. Tropas verdeolivas, fuertemente armadas, iniciaron sus desplazamientos bajo los vuelos rasantes de aviones Menthor y Morane Saulnier, pertenecientes a la Fuerza Aérea.

Es que más de 140 manzanas habían sido ocupadas por los descontentos. Dos soldados, para ese entonces, recibían heridas de bala: Carlos Nieto y José Cubillas relató que salieron de la guarnición cantando la marcha de las Fuerzas Aerotransportadas: Tu voz alienta guerreras canciones / Supremo anhelo de vencer o morir / Ni la metralla ni el vapor de la muerte / Podrán oponerse a tu empuje viril.

Demasiados pífanos y timbales, quizá, si se tiene en cuenta el enemigo que los conscriptos debían vencer: el propio pueblo al cual pertenecen. Ellos sabían, cuando el Jefe los despidió con la consigna de Victoria o muerte, que los gritos pertenecían más al orden cerrado que a la profunda convicción del soldado defendiendo la Patria.

A las 19, el general Sánchez Lahoz anunciaba que sus tropas iban ocupando, paulatinamente, la ciudad. La táctica fue sencilla: a través de la Avenida Colón, tan amplia que deja lugar a las armas pesadas, ningún insurrecto se atrevería a pasar. Pero las FF. AA. también tenían su talón de Aquiles: la dificultad para aventurarse en las estrechas calles laterales, erizadas de barricadas.
A las 20.45, fuerzas de la aeronáutica hacen causa común con las verdeolivas. Las tropas, en general, ingresan por la avenida Colón al 2600. algunas avanzan en camiones; otras, a pie, pegadas a las paredes. Su marcha es recibida por piedras y algunos tiros (más que nada intimidatorios, de lo contrario el panorama hubiera sido distinto).

Se conoce, entonces, una anécdota protagonizada por el líder cegetista cordobés, Miguel A. Correa, y Sánchez Lahoz. El general lo instó personalmente a que se retiren los obreros del casco urbano. «Yo le dije —deslizó Correa— que los trabajadores no son responsables de la violencia callejera. Esa es una responsabilidad de la brutalidad policial».

Nuevos muertos se van sumando, mientras se desarrolla el Cordobazo, a las listas extraoficiales. En medio del incesante rumor de la metralla, se cuentan más de 20 heridos y treintena de detenidos.
Durante la mañana del viernes 30, media Córdoba se volcó a las calles. Por la avenida Colón pasaban los soldados (en camiones o a pie) efectuando disparos al aire como si fueran cowboys. En avenida Colón y Chaco, las fuerzas represivas hieren en el brazo a un chico que agitaba una bandera argentina.

En el ínterin, un policía manifestaba al corresponsal de Primera Plana: «Ustedes creen que a mí me falta cabeza para comprender la gravedad de la cosa; pero yo también tengo un hijo y no me alcanza para mandarlo a la Universidad». Eran las 13 del viernes, y la situación no había sido controlada.

Por la tarde, el Consejo de Guerra Especial condenaba a Humberto Videla a 3 años de prisión militar: era un obrero. Otro, Miguel A. Guzmán, tenía menos suerte, conseguía 8 años en la repartija. Cerca de veinticuatro horas después, se le asignaban 8 y 3 meses a Agustín Tosco (Luz y Fuerza) y 4 y 8 meses a Elpidio Torre (SMATA).

A las 18 se produce la ocupación del barrio Clínicas por efectivos uniformados. Allí se registraron intensos tiroteos, usándose incluso ametralladoras pesadas. El saldo: más de 2 docenas de heridos que ingresaban al Hospital de Clínicas, en busca de asistencia médica. A las 22, todavía seguían los tiroteos aislados. Las listas oficiales consignarían una docena de muertos. Suponiendo que fueran veraces, hablaban también de un centenar de heridos.

Eran los resultados de la batalla desigual que libraron unos 3.000 hombres armados contra el pueblo de Córdoba. Las huestes civiles se defendieron con hondas y piedras, levantaron barricadas, prendieron fogatas. En cuanto a los francotiradores que denunciaron las autoridades castrenses, seguramente no fueron activistas entrenados en Cuba, ni usaron modernos fusiles checoslovacos con mira telescópica: entre las fuerzas de seguridad hubo sólo dos heridas de bala. Cualquiera que diga lo contrario, lo sabe, está mintiendo.

Patética, una leyenda pintada con alquitrán sobreviviría a las acciones:
Soldado, no tires a tus hermanos.

Una advertencia que los organismos de seguridad, la Policía, el Ejército, han olvidado —al parecer— con demasiada frecuencia. Elba Susana Guerrero, de cuatro años, es mudo testigo de ello.

H. F. R.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar