Se enseña en la Argentina la historia real del país?


Crisis pregunta, «Crisis«, diciembre de 1973.

Fusilamiento de Dorrego

La enseñanza de la historia plantea problemas que trascienden el campo historiográfico. Con ella se asumen una explicación de las transformaciones que se producen en la sociedad, un proyecto nacional, una identidad, un pasado y también una exploración, comprometida o no, de las contradicciones de nuestra realidad concreta. Esto explica, sobre todo en los países del Tercer Mundo, donde hasta la conciencia histórica es objeto de presión, la necesidad de una discusión y una revisión permanentes. Discusión y revisión que no son un agregado ilícito, sino parte fundamental de la misma historia.

En este momento, en el cual la polémica se acentúa, en que comienza, bajo el signo de la rehabilitación de Rosas y los caudillos, el replanteo de la enseñanza de la historia en nuestro país Crisis ha realizado esta encuesta, a cargo de Inés Prat, con el objetivo de participar también de este proceso.

 

Osvaldo Bayer

«Nos siguen metiendo desde chicos la polémica de unitarios y federales en vez de enseñarnos la historia social argentina.»

A pesar de que en las dos últimas décadas algo se hizo para mejorar pedagógicamente el nivel científico de la enseñanza de la historia argentina, podemos decir que todo continúa siendo un desastre. Y no somos tremendistas.

En general se sigue la línea liberal o, en otras palabras, la enseñanza de nuestra historia tradicional. Pero ya muchos se han liberado y, como partisanos, se han lanzado a la guerrilla revisionista dentro de los claustros. Desde el 25 de mayo de este año están muy contentos porque creen que ahora vendrá el gran florecimiento del revisionismo histórico. (No les vaya a pasar lo que les ocurrió en el primer gobierno peronista cuando todos eufóricos preparaban el gran retorno de los restos de Juan Manuel de Rosas y, de pronto, Perón bautizó a los flamantes ferrocarriles argentinos nada menos que con los nombres de Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, Julio A. Roca y Justo José de Urquiza).

Pero así como la versión liberal de nuestra historia envenenó muchas generaciones con la semilla de su odio, así los llamados revisionistas -que no son otra cosa que rosistas- tratan hoy de voltear muñecos y estatuas sin querer reconocer nada positivo a hombres que querramos o no- hicieron un país que tendrá, no lo discutimos, sus muchos lados malos pero que también presenta formas de vida positivas de profunda raigambre liberal. Porque no podemos negar que entre el fusilamiento de una mujer preñada como Camila O’ Gorman y la ley de registro civil y las disposiciones sobre hijos naturales, el país dio un paso muy positivo. (Ya conozco señores revisionistas, sus argumentos del caso, pero no hacer responsable, en última instancia, a Rosas de ese caso es lo mismo que decir que Yrigoyen nada tuvo que ver con los fusilamientos de la Patagonia ni que Lanusse es responsable por lo de Trelew.)

Estoy con el verdadero revisionismo. Tenemos que leer y releer mucho a Busaniche y a Vicente Sierra para dar el primer paso hacia ese revisionismo. Que debe ser objetivismo, actitud científico, método, y por encima de todo eso, honestidad intelectual. Y, por supuesto, ante todo, el estudio profundo de la estructura económico-social de la época que se quiere interpretar.

Enseñar la historia nuestra tal cual se está enseñando es la mejor muestra de inmadurez. Pero, claro, es el aspecto de la misma inmadurez política que estamos demostrando en los últimos años.

Alcanzaremos esa objetividad histórica, ese revisionismo histórico, cuando enseñemos que la historia del hombre es la historia de la lucha por el poder. Y el hombre nuevo será íntegramente formado cuando comprenda ese concepto y comience a preocuparse por la historia de las rebeldías. La historia del poder es siempre la historia de la infamia (con más o menos salpicaduras). En otras palabras, es la historia de las fortunas, que siempre vienen aparejadas con el poder. Y por eso, para mantener el poder, hay que falsificar la historia (hay que decir que Rosas era un asesino o que Rivadavia era un ladrón; claro que en otros lados la cosa es peor; hacer desaparecer a Trotsky de la historia oficial de la revolución rusa, por ejemplo.)

A nosotros, aquí en la Argentina, nos siguen metiendo desde chicos la polémica de unitarios y federales en vez de enseñarnos la historia social argentina, las luchas obreras desde fines de siglo, los movimientos socialistas y anarquistas y la dura represión que sufrieron. Es increíble, por ejemplo, que nuestros alumnos secundarios sepan todos los detalles del fusilamiento de Dorrego e ignoren el fusilamiento de centenares de obreros en la Patagonia, en 1921, en la huelga más extendida y prolongada de la historia argentina. Se enseña el levantamiento de Liniers contra la Junta y se ignora qué pasó en Semana Trágica de 1919. Se estudia quién asesinó a Maza pero no quién reprimió sangrientamente la huelga de La Forestal.

En resumen, nuestra historia se enseña muy mal. Y se enseñará bien cuando llamemos héroes no a los acartonados militares y abogados que lucharon por el poder sino a los humildes ciudadanos que dieron sus vidas por la libertad y la dignidad del hombre.

Osvaldo Bayer (1927). Nació en Santa Fe. Periodista y escritor. Obras: Severino Di Giovanni(1969); Los vengadores de la Patagonia trágica (1971-72).

 

Fermín Chávez

«Los reclamos legítimos y realistas de una nueva historia asumida como instrumento cultural de descolonización.»

Hasta el momento de escribir esta respuesta no hay signos visibles de una voluntad de cambio, en órbitas nacionales, con relación a los manuales de historia argentina, primarios y secundarios. No es un secreto, entonces, que no se enseña la verdadera historia nacional. Desde 1983, año en que se publicó la primera edición del manual de Alfredo B. Grosso, la enseñanza de nuestra historia en la escuela pública ha tenido una continuidad y una coherencia ejemplar: la disciplina jugó un papel ancilar del Estado liberal impuesto tras la batalla de Caseros. Hoy, a 80 años del comienzo del reinado de Grosso oficialmente no ha pasado nada, excepción hecha de dos provincias -Buenos Aires y Entre Ríos- cuyos gobiernos están empeñados en cambiar de rumbo en la materia.

Desde que Ricardo Rojas expuso, en la primera década del siglo, la importancia de la enseñanza de la historia nacional a un pueblo que comenzaba a integrarse dentro de la unidad de la Argentina moderna, muchos autores han escrito sobre el tema; y mucha historia se ha enseñado fuera del ámbito oficial, desde las fuentes «revisionistas» o de la nueva escuela. En este momento se advierte un llamativo silencio en el ámbito del Ministerio de Educación sobre los reclamos legítimos y realistas de una nueva historia, asumida como instrumento cultural de descolonización. En realidad, no debiéramos decir llamativo, puesto que la presencia del liberalismo en las palancas del Ministerio que debieran moverse en el sentido de los reclamos populares, explica de por sí el gran vacío. El reinado de Grosso pasa por el ex-Ministerio de Marina, donde se habría aposentado el espíritu del viejo maestro, guarecido por otros espíritus de la más rancia ortodoxia liberal.

Fermín Chávez (1924). Nació en Nogoyá (Entre Ríos) Profesor de «Historia de la Educación Argentina» en la F. F. y L. de B. A. y funcionario de Y.P.F. Obras: Civilización y barbarie en la historia de la cultura argentina (1956); Vida del Chacho (1962); Vida de José Hernández(1958); Historia del país de los argentinos (1968); etc.

Norberto D’Atri

«El revisionismo ha ganado terreno por obra de los alumnos, no de los profesores.»

La historia que se enseña en nuestras escuelas adolece de deficiencias. No es una historia «de los argentinos» sino una historia «para los argentinos». Que no es lo mismo.

Interpreto que tales deficiencias provienen de la imposición oficial de la versión «liberal» de nuestro pasado. La generación del 80, que proyectó la Argentina moderna, aceptó sin mayor cuestionamiento, el esquema sarmientino de «civilización y barbarie». Así todavía quedan nominalistas que enseñan a sus alumnos que Rivadavia era un señor progresista y bien educado y los caudillos unos seres bárbaros y groseros. Los liberales restaurados en 1955 aprovecharon aquel esquema para implantar una materia donde se hablaba de la «segunda tiranía», referida, claro está, al peronismo. Pretendían que los alumnos repitiesen que ése había sido un gobierno de delincuentes apoyado por las masas ignaras. (Cosa que conviene recordar en estos días en que la «prensa seria» y las «señoras gordas» han comenzado a rasgarse nuevamente las vestiduras ante la recordación del 17 de octubre en algunas escuelas.)

No obstante, la versión oficial del liberalismo no pudo evitar que en las escuelas secundarias, el «revisionismo» -en sus distintas variantes- ganara terreno, a través de un proceso que puede ser calificado como curioso. No fueron los profesores los que llevaron a los alumnos a la impugnación del liberalismo, sino a la inversa. Las preguntas y las presiones de los jóvenes hicieron que muchos docentes tomaran contacto con autores como José María Rosa, Ernesto Palacio, Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Fermín Chávez, etc. Éste es otro capítulo del proceso de concientización y nacionalización de las clases medias, que ha sido el fenómeno cultural más importante de la última década en la Argentina.

Sin embargo, es en el campo de la enseñanza de la historia universal, donde la «colonización cultural» ha penetrado más, haciendo pasar por «Historia moderna» o «contemporánea» lo que sólo es historia europea de los siglos XVI a XX.

Aunque parezca raro, esto ya fue denunciado en la primera década de nuestro siglo por Ricardo Rojas en La Restauración Nacionalista cuando alertó sobre el calco que de los programas del liceo francés se había hecho en nuestra enseñanza media.

Así la visión -y la versión- eurocentrista ha producido estragos en varias generaciones de argentinos. Waterloo es un hecho familiar y ubicable hasta para el más desaprensivo de nuestros estudiantes, pero el sitio de Paysandú es un hecho misterioso y difuso que no entra en ningún programa escolar.

Norberto D’Atri (1929). Nació en Capital Federal. Profesora de historia y periodista. Interventor del Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de La Plata. Diversos trabajos, uno de ellos sobre historiografía revisionista.

Guillermo Furlong S. J.

«Es preciso acabar con tanta falsía»

Antes de responder voy a recordar un hecho personal. Fue en 1913 que comencé a enseñar historia argentina a nivel secundario, y me valí de un texto entonces bastante generalizado, el de Cánepa-Larrouy; más adelante utilicé otros varios. Como tenía por seguro que tales textos eran fidedignos, enseñé esa asignatura con gusto y hasta con entusiasmo. Pero fue en ese mismo año que empecé a frecuentar el Archivo General de la Nación y con el correr de los años fui viendo lo poco verídico que eran los textos que usaba en clase con mis alumnos, ya que, cada dos por tres, tenía que decirles: «esto es inexacto», «es todo al revés», «nada hubo de prócer» en este hombre», «tachen todo lo que sigue porque es falso», etc. Hacia 1935 reconocí que ese obrar era desmoralizador, para mí como para mis alumnos, y pedí que me quitaran esa asignatura. A los pocos años me vi libre, por fin, de esa pesadilla, pues pude dejar la historia argentina por la literatura de 4° y 5° años.

* * *

Como entre esos años de 1913 y 1935 fui haciéndome amigo de no pocos hombres que se dedicaban a los estudios históricos -Enrique Peña, Rórmulo Carbia, Luis María Torres, José Juan Biedma, Enrique Udaondo y otros-, fui observando que también ellos disentían de las doctrinas, ideas y juicios consignados por los libros de texto y tenían por los mismos un desprecio nada común. Algunos de ellos, sin embargo, opinaban que era necesario hacer «patriotismo», aunque esto implicara tolerar que, en vez de historia, se propinara a los jóvenes una historia «mejorada» con figuras esplendorosas, con hechos impactantes, para corregir después los pequeños que se hubiesen enseñado. Pero, decía yo a uno de ellos, «a base de mentiras, ¿se puede establecer algo firme y sólido? ¿Cree usted que nuestros jóvenes son tan dormidos que no ven la mentira?» Tal vez entonces no pasaba, pero hoy pasa: un niño oye al maestro que pone por la nubes a un Monteagudo y en casa lo dice a su padre, y oye de éste que el tal era un degenerado; oye maravillas de Castelli y, al llegar a casa, oye que era un disoluto, un blasfemo, un burlón de todo lo sagrado y brazo derecho de Moreno en el asesinato múltiple de Cabeza del Tigre.

* * *

Si hoy no vivimos de la mentira, cierto es que durante décadas hemos vivido de ella. Recuerdo que allá por 1940 el Dr. Ricardo Levene escribió que a raíz de los sucesos de mayo de 1810 la cultura adquirió un auge repentino y colosal. «Pero, doctor, si fue todo lo contrario; hasta la instrucción pública sufrió un eclipse total o casi total.» A lo cual respondió: «Reconozco que ésa es la realidad, pero nos acribillan si lo decimos». ¡Mentir para no ser acribillados! Hace pocos años fue acribillado un noble estudioso, Blas Barisani, por haber dicho la verdad sobre aquel homo animalis , que es como Goyena calificó a Sarmiento. Jamás vio el país de los argentinos un mentiroso del calibre de este «prócer».

* * *

Lo que hasta ayer enseñaban nuestros textos escolares acerca de lo que fue la colonización española en América y, sobre todo, en el Río de la Plata, era algo indignante. Los autores se habían inspirado en la literatura bélica posterior a 1815, principalmente en el falsísimo Manifiesto de las Naciones que dio al público el Congreso de Tucumán. Se decía que aquella fue una época de barbarie y esclavitud. ¡Pobres gentes aquellas! Hoy sabemos que fueron gentes felicísimas, en cuanto cabe a los mortales en este mundo, y que desde 1536 hasta 1810 la ola cultural, además de seria y profunda, fue cada vez más amplia y luminosa, y que mayor libertad jamás la hubo en el país. A esa época corresponde también una democracia sincera y sin careta, donde los gobernantes no miraban por los intereses de algunos ciudadanos sino de la masa de la población. El amor al Rey y el orgullo de pertenecer a España perduró hasta que fueron desapareciendo los nacidos en aquellos tiempos y los hijos de éstos.

* * *

La Revolución de Mayo no tuvo el carácter de «revolución» que le dan los libros de texto. Fue una «evolución», nada más, y si en 1815 se convirtió en «revolución», fue Fernando VII quien dio a la «evolución» ese carácter. No en vano, en una discusión habida en la Sala de Representantes en la época de Rivadavia, hubo quien manifestó que el prócer máximo de la Argentina era Fernando VII. La primera clarinada de guerra la dio Francisco de Paula Castañeda desde el púlpito de la Catedral de Buenos Aires, el 25 de mayo de 1815, cuando dijo: «Ya que Fernando VII no ha sabido apreciar nuestra felicidad y se ha negado a premiarnos por haberle sido fieles, antes nos declara la guerra, aceptemos el reto y combatamos contra él». Es posible que hubiese algunos hombres que pensaran en la independencia política con respecto a España, y que este número fuera en aumento en los años sucesivos, pero no la era la idea matriz en 1810. Por otra parte, tanto Belgrano como Rivadavia, en el memorial que presentaron al Rey en ese mismo año de 1815, manifestaban que habían acabado con la vida de Álzaga y la de sus compañeros por haberse levantado contra Su Majestad. Y sin duda que Moreno habría dicho lo mismo con respecto a Liniers y los caballeros de Córdoba por haber conspirado contra los derechos de Fernando VII. Digamos que si no fue ése el caso, los hombres de mayo fueron unos perjuros, falsarios y mentirosos, ya que una y otra vez juraron solemnemente conservar intactos estos dominios para Fernando VII.

* * *

Para muchos la proceridad de Mariano Moreno va amenguando sensiblemente. Es un globo que día a día se desinfla. Además de patriota de la segunda hora, entró en las filas de los patriotas contra su voluntad, ya que, si votó en el Cabildo Abierto del 22 de mayo, fue por «la insistencia majadera» de Martín Rodríguez. Sea cual fuere el motivo para arcabucear a los hombres de Córdoba, ello fue sin proceso alguno, ni el más rudimentario, lo que es explicable en los bárbaros del Congo pero no en personas cultas y que se aprecian. Envenenó las mentes de sus contemporáneos al publicar el Contrato Social de Rousseau, obra de la cual dijo Jules Lemaître que era «la más oscura de las publicaciones del ginebrino y, a la postre, la más nefasta»; tan nefasta que los hombres que la leyeron sacaron la gran lección: todos los hombres son soberanos y, por ende, todos tienen derecho a mandar y nadie tiene el deber de obedecer. Así se explica el que, entre 1811 y 1820, llegaran a ser 32 (así: treinta y dos) los gobernantes que hubo en Buenos Aires. Felizmente los maestros de escuela abominaron el Contrato Social como texto, que Moreno quiso imponer, y lo dejaron. Una de dos: o Moreno no había leído lo que quiso que fuera texto escolar, o tenía una idea disparatadísima de lo que era una escuela o colegio.

La Asamblea del Año XIII, que no pasó de ser una farsa y cuyo fin no parece haber sido otro que el de enaltecer a Carlos de Alvear, sigue siendo objeto de admiración por los valientes pasos que dio hacia la independencia, dicen, siendo así que ni asomo hubo de esa índole. El haber aprobado un escudo y una marcha patriótica nada prueba. Desde hacía siglos toda ciudad europea contaba con su escudo y con su himno o marcha. Por el contrario, tan españolista era esa Asamblea que hasta copió, sin cambio alguno sustancial, e hizo suyos los decretos de las cortes de Cádiz. Elegidos los componentes de esa Asamblea en la forma más antidemocrática imaginable, ningún afán mostraron por los intereses del país, pero declaró benemérito de la patria en grado heroico a Carlos de Alvear y le nombró Director Supremo.

* * *

Felizmente ese gobierno duró sólo tres meses y seis días, ya que Álvarez Thomas acabó con aquella bufonada, pero para instalar otra, aunque mejorada. Circense eximio fue Alvear, además de deshonesto. La caída de Montevideo era una realidad gracias a los esfuerzos de Rondeau, cuando obtuvo reemplazar a ese buen soldado y atribuirse una gloria ajena. En la batalla de Ituzaingó, perplejo y boquiabierto, nada hizo sino ser el causante de la inútil muerte del bravo Brandsen. José Juan Biedma comenzó a publicar un magno diccionario biográfico, pero al llegar a Carlos de Alvear suspendió su trabajo. «O digo la verdad de que fue el único traidor a la Revolución de Mayo o dejo de publicar la obra; pero no puedo ni debo mentir; luego, ceso de publicar este diccionario.» También en Estados Unidos hubo un traidor y fue ahorcado en pública plaza; al nuestro se le ha levantado un magnífico monumento en otra plaza.

* * *

Si en Alvear todo fue vanidad, en Rivadavia todo fue engreimiento. Aun más, fue pedantismo. Lo asegura uno que era gran amigo suyo, el general Tomás Iriarte, quien nos dice que don Bernardino importó el pedantismo, esto es, la vana ostentación, el bluff, la falsía y la mentira organizadas. Por eso creó y financió generosamente a varios periódicos cuya misión era exaltar todos y cada uno de los actos de ese mandarín infatuado. Recuérdese que ya Mariano Moreno había destacado esa fanfarronería de Rivadavia, cuando escribió que hacía ostentación de saberlo todo siendo verdad que nada sabía y era una nulidad. Toda su vida fue un simulador, un embaucador, un engañador. Mediante medios nada dignos supo rodearse de un grupito de aduladores que le cantaron loas tan entusiastas como falsas. El auri sacra fames era su ideal y, a fin de tener recursos para seguir engañando, robó los bienes de la iglesia, aun los del santuario de Luján, y a eso llamó «reforma eclesiástica». Aminoró de tal suerte los sueldos de los soldados que habían peleado en Tucumán y Salta, que tuvieron que pedir limosna por las calles a fin de poder subsistir, y a eso se llamó «reforma militar». Fundó la Sociedad de Beneficencia, es decir, cambió el nombre a la Hermandad de la Caridad y puso a su frente, en vez de unas mujeres modestas que trabajaban eficientemente, a damas aristocráticas que no hicieron ni la mitad de lo que aquellas hacían. Los decretos eran a diario, pero no para Buenos Aires sino para París, ya que aquí eran irrealizables. Aquí la «presidencia permanente» era de lo más pintoresco que hasta entonces había visto el país, pero en Europa hizo ver, aun a los ciegos, el maravilloso esplendor de la política argentina. Presidencia sin Constitución era como mate sin yerba, era silla sin patas, era tinta sin negrura o de algún color. De Don Bernardino se ha podido decir, con toda exactitud: «Hizo algunas cosas buenas pero pésimamente, y muchas malas excelentemente». Hizo construir la fachada de la Catedral, es verdad, pero tan mal que desentona con el interior. Estableció el Cementerio de la Recoleta, pero usurpando cínicamente y criminalmente lo que era el Convento de los Padres Franciscanos. ¡Bluff y pedantismo!

* * *

Desde hace más de medio siglo estamos en que el juicio justo de este gran circense es el que emitió San Martín: «Sería cosa de nunca acabar si se enumerasen las locuras de aquel visionario de Rivadavia … me cercó de espías, mi correspondencia era abierta con grosería. Los autores del movimiento del 1º de diciembre [con el asesinato de Dorrego] son Rivadavia y sus satélites… y consta los inmensos males que estos hombres han hecho, no solamente a este país sino al resto de América con su conducta infernal…» Nada más exacto.

* * *

Si se tiene presente cómo el que esto escribe se vio forzado a dejar la enseñanza de la historia patria para no estar corrigiendo y enmendando día a día, y si se tiene presente que nuestros niños son demasiados listos y despiertos para no captar la mentira, es preciso acabar con tanta falsía. Carlyle lo dijo: «La mentira sólo existe para ser aplastada y ella pide y suplica que sea aplastada y descuartizada.»

Guillermo Furlong S.J. (1889). Nació en Santa Fe. Historiador, miembro de diversas Academias e Institutos de Historia. Obras: Los Jesuitas y la cultura rioplatense (1946), Nacimiento y desarrollo de la filosofía del Río de la Plata. 1536-1810 (1952), Historia y bibliografía de las primeras imprentas rioplatenses (1953), etc.

 

Enrique de Gandía

«En la Argentina, nuestra patria, la historia se enseña bien».

En la Argentina, nuestra patria, la historia se enseña bien. En este bien, que no es un muy bien, hay puntos discutibles. Cada historiador, cada profesor, tiene sus teorías, sus creencias. La historia es una continua revisión. Todos los días puede aparecer un documento nuevo, desconocido, o mal estudiado, que cambie conceptos o haga conocer hechos nuevos; pero la historia tradicional, tanto de nuestra patria como del mundo, está bien enseñada. Los manuales existentes, las obras superiores, no son improvisados. Representan la sabiduría, los esfuerzos de muchas generaciones de estudiosos. Saben lo que dicen y lo dicen con fundamentos y con justicia. Yo he sido el historiador que tal vez ha introducido en nuestra historia más cambios e innovaciones, tanto en lo referente a la época colonial, que a nadie inquieta como a la época independiente, donde hay problemas, como el de Rosas, que son aprovechados por los nazistas y los comunistas para defender sus totalitarismos.

En estos momentos, historiadores improvisados, de una ignorancia y una petulancia insuperables, hablan de nuevos criterios para enfocar el estudio de nuestro pasado. Hablan de liberación en la historia y quieren estudiar nuestra dependencia. Estos pseudohistoriadores no saben lo que dicen. En nuestra historia sólo podemos librarnos de algunos errores que, por pereza mental, se repiten en algunos manuales. Por ejemplo: el cuento de que la primera Buenos Aires fue destruida por los indios; la infamia de que la colonización española fue destructora y otras estupideces; la creencia de que en mayo de 1810 hubo una revolución en contra de España, hecha por razones económicas y odios de razas, mientras que, en cambio, fue un acto entusiasta de adhesión a Fernando VII para no caer bajo el dominio de Napoleón, de su hermano José, o de Gran Bretaña, o de Portugal, por medio de la Infanta Carlota, etcétera. El no saber que nuestra independencia se debe al ideal de alcanzar una libertad política, con un Congreso y una Constitución que aseguren la autodeterminación del pueblo, sus bienes, su libertad, la inmigración de hombres y capitales. Hay quien no sabe que Álzaga fue el precursor del ideal de la independencia, que la conspiración que le es atribuida no fue hecha por él, sino por el portugués Posdidonio da Costa y, por separado, por San Martín, Alvear, Monteagudo y otros y que estalló el 8 de octubre de 1812. Hay, como en todas las historias, muchos puntos en estudio y en discusión; pero hay un conocimiento amplio de nuestro pasado y una información profunda, que trata de estar al día en lo que respecta a los últimos descubrimientos. Conozco los manuales de historia primaria, secundaria y superior -escuelas, colegios, y universidades- de todas las naciones de América y puedo asegurar que los manuales argentinos son los más eruditos y mejor escritos. Querer cambiar, de golpe, estos estudios es aspiración de insensatos o de ignorantes, de políticos comunistas que quieren calumniar nuestro pasado, infamar a los grandes argentinos, para hacer creer a los pobres niños o ingenuos estudiantes que sólo los reformadores del presente, que nada saben ni nada representan son los que tienen razón o van a construir una historia que será el paraíso de la humanidad.

En las absurdas pretensiones de los reformadores se encuentra el elogio del rosismo. Quienes alaban a Rosas lo hacen por ignorancia o perversidad. No saben que Rosas representó unos tristes intereses de los oligarcas porteños. Buenos Aires defendió el federalismo para que cada provincia viviese de sus propias rentas, que eran insignificantes, y Buenos Aires se quedase con el producto de su aduana, que recibía el treinta y cinco por ciento de las importaciones pagadas por todos los comerciantes del país. Esas rentas colosales, en vez de ser repartidas, proporcionalmente, entre todas las provincias, se quedaban exclusivamente en Buenos Aires. Los caudillos, para no perder sus cargos vitalicios de gobernadores y aumentar constantemente sus fortunas -eran los oligarcas más acaudalados de cada ciudad- tenían unos sirvientes que no pagaban y que se alimentaban de saqueos, llamados montoneros. Los montoneros, defensores de los ricachos de las provincias, saqueaban al pueblo para sostener a sus patrones. Rosas, para que las provincias se muriesen de hambre y todo el comercio se concentrase en Buenos Aires, llegó al extremo increíble de poder cadenas en el río Paraná. Así impidió, durante años, que subiesen al litoral y al interior del país, la inmigración, el comercio, la cultura, la riqueza. No debe sorprender que algunos caudillos patriotas, empezando por el gran Urquiza, se levantaran contra el tirano de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas que explotaba al pueblo argentino y lo sumía en la miseria. Cambiar estas verdades es mentir, falsear la verdad, engañar a la juventud y traicionar nuestra historia. Por ello sostengo que la historia no hace saltos; debe ser perfeccionada lentamente, con seguridad absoluta, y que, en general, está bien enseñada y es la que cuenta con texto que igualan y superan a los mejores del mundo.

Enrique de Gandía (1906). Nació en Buenos Aires. Historiador, miembro de diversas Academias nacionales y extranjeras. Escribió cien libros, entre ellos, la Historia de las ideas políticas en la Argentina, y más de mil quinientos artículos.

 

Julio Irazusta

«En el país no hay verdadera libertad de pensamiento, con posibilidad de expresarse ante el pueblo».

Las causas a que se debe la deficiente manera de estudiar y enseñar la historia, entre nosotros, son las mismas que traban nuestra independencia política y nuestro desarrollo económico. En el país no hay verdadera libertad de pensamiento, con posibilidad de expresarse ante el pueblo. Se hace política con la historia, como la hicieron los vencedores de Rosas. A su vez, muchos revisionistas imitan a los liberales, dan vuelta el guante del revés. Pero nada gana con eso el conocimiento de nuestro pasado. La prensa diaria o periódica de mayor difusión está embanderada en una u otra corriente, y no admite en sus páginas un debate objetivo y científico. De modo que los investigadores que quisieran intervenir en la discusión histórica con un punto de vista propio, quedan al margen de la misma. Y la polémica entablada entre los partidos históricos, se refiere desde ambos lados a demonios y ángeles, con signo opuesto según la tesis de cada bando.

En el país la expresión de la inteligencia está sometida a un aparato político más poderoso que el de Rusia. Pues en la U.R.S.S. cuando un disidente logra hacer pasar sus protestas a Occidente, de inmediato se vuelve mundialmente famoso. Las protestas de los argentinos disidentes de fondo no trascienden al resto del mundo en la medida necesaria para hacerle comprender la expoliación inicua que transforma a uno de los países más ricos del mundo en casi el único que no puede resolver su crisis de varias décadas. En tales condiciones es imposible que los esfuerzos de la inteligencia nacional por esclarecer la situación que sufrimos, en el presente como en el pasado, se traduzcan en un cambio positivo.

Cuando, en un mundo más armónico que el actual, la Argentina disfrutaba las ventajas de colonia próspera, había más libertad intelectual para discutir el régimen imperante, y sus fundamentos. Ateniéndonos a los estudios históricos de entonces, una generación de profesores universitarios, entre ellos Ravignani y Levene, intentó un examen científico de nuestro pasado y dejó modelos de investigación objetiva y científica. Hoy se ha retrogradado, incluso en el ámbito en el que ellos trabajaron. Y la enseñanza de la historia ha sufrido las consecuencias.

No creo que la situación mejore dentro de un plazo previsible, a no ser que la Provincia se encargue de ofrecer una ocasión dorada a los patriotas que han elaborado un sistema histórico-político capaz de sacar a la Argentina del atolladero en que se debate. Esos patriotas se hallan en todos los sectores de la opinión pero carecen de coordinación entre sí y de los medios de expresión que el régimen imperante -gobierno y oposición- monopolizan con mano férrea y excluyente.

Julio Irazusta (1899). Nació en Gualeguaychú (Entre Ríos). Escritor. Obras: Influencia británica en el Río de la Plata, El pronunciamiento de Urquiza, Balance del siglo y medio, Vida política de Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia, La anarquía constitucional en Inglaterra , etc.

 

Arturo Jauretche

«Los vencedores de Caseros no hicieron una historia de la política sino una política de la historia.»

El origen de la distorsión puede remontarse a la época de unitarios y federales. Los vencedores de Caseros no hicieron una historia de la política sino una política de la historia. Así se escribió y enseñó una historia parcial, porque, como se comprenderá, la escribían los vencedores que habían sido actores y la hacían según su visión. Después, esa parcialización se convirtió en escuela y fue obra del mitrismo.

En realidad es una historia que se proyectó sobre el esquema de «Civilización y barbarie», partiendo del supuesto de que éste era un país original, desprovisto de todas las calidades que hacen a una y al que había que colonizar, que es la verdad de lo que se llama «civilización». Se partió de la base de que la cultura original del país auténtico no era cultura sino barbarie y que la nación carecía de base propia para asimilar la civilización que le correspondía de acuerdo con la técnica del progreso. En lugar de adaptar ésta al país, se trató de adaptar el país a la «civilización», para lo cual era necesario el desconocimiento de los hechos determinantes de la realidad argentina.

Fue historia de héroes y antihéroes, santos y criminales, con los actores despojados de personalidad humana, cuando en la realidad el santo y el pecador andan juntos porque son hombres.

Esa historia era inadaptable a la realidad y sin embargo así se la enseñó, de acuerdo con un modelo prefabricado.

Además de la deformación de las ideas e intereses, hay, en la historia enseñada oficialmente, una total deformación de la realidad y se parece mucho a los cuentos para niños que algunos idiotas escriben, creyendo que los niños son idiotas, mientras que los niños prefieren los cuentos para grandes. De esta misma manera la historia que se les muestra no les interesa. No es necesario demostrar que los chicos se aburren soberanamente aprendiendo la historia escolar y en cambio se divierten leyendo historia francesa, griega o romana, precisamente porque no ha sido escrita por idiotas.

En la historia argentina abundan los soldados impolutos y los campos de batallas verdes como esmeraldas. Pero la historia oficial no se conforma con esto y utiliza también todos los instrumentos de la colonización cultural y sigue haciendo su política de la historia para que el pasado no nos dé las claves del presente.

La «Revolución Libertadora» de 1955 quiso hacer con el peronismo la misma política de la historia que se había hecho con los federales, reforzada por las cátedras de Educación Democrática y por las medidas destinadas a enterrar el pasado, prohibiendo símbolos, cánticos, bombos y retratos. Pero era tarde, porque el pueblo tenía su propia política de la historia y esta vez, precisamente, la contraria.

Por ejemplo, para perjudicarlo a Perón, intentaron identificarlo con Rosas y resultó que Rosas salió ganando porque recién entonces el pueblo empezó a entenderlo.

Como se ve, esa historia no da para más y aún hay riesgo de que tengamos la política de la historia al revés, porque los del otro lado tampoco eran santos ni soldaditos de plomo sino hombres cabales y los hechos son hechos concretos y no imágenes convenientemente prefabricados.

Ya se ha llegado a otra visión de la historia, aunque todavía los Sarmientos y Mitres de bronce, yeso y madera, apabullan los pequeños retratos federales que aparecen. Esto es lo grave de una mentira largamente sostenida, porque cuando la trampa se descubre, la historia tramposa perjudica a sus propios héroes y glorias, como consecuencia del descubrimiento del engaño.

Llegamos al momento en que podrá decirse: «No tan calvo que se le vean los sesos». Ya en la inteligencia de los argentinos la historia falsificada no pesa, pero sí en los mármoles y bronces de las plazas y bustos y retratos de las escuelas donde los personajes aparecen ya como exóticos elementos que no tienen nada de común con el mundo que los rodea.

(Ver Crisis N° 6)

 

Félix Luna

«¿Cómo prescindir de los mitos?»

La historia que se enseña en los colegios secundarios es, en líneas generales, demasiado simplista y elemental y demasiado atenida a los cánones académicos.

Esto no es una novedad: se ha dicho muchas veces y se ha caricaturizado el clásico «Grosso chico» como para agregar nada a ese juicio.

Lo que hay que establecer, si queremos adoptar una actitud positiva frente a este delicado problema de la enseñanza de la historia, es cómo cambiar ese enfoque. Es indiscutible el apego a los mitos históricos, a los viejos tabúes ideológicos, al esquematismo de esa historiografía fundada por Mitre y López y puesta en marcha por las escuelas normales, los institutos oficiales de historia y la Academia. Pero a nivel de escuela primaria o colegio secundario, ¿cómo se cambia? ¿cómo interiorizar al alumno de la complejidad de las causalidades históricas? ¿cómo prescindir de los mitos cuando desde la más tierna infancia esos mitos forman parte de la conciencia individual?

La historia que nos legaron, aquella que nuestros padres sabían como artículo de fe, ha sido ahora totalmente revisada, es cierto; pero en una época fue útil porque debía insertarse formativamente a un país aluvional, poblado de inmigrantes y sus hijos, que estaban desconectados de las tradiciones nacionales. Entonces, esa historia simplificada y mitificada sirvió como un elemento integrador de la futura conciencia nacional. Pero sus falacias y mentiras la hicieron vulnerable. Ahora, la versión liberal de nuestro pasado hace agua por todos lados. Pero, ¿con qué se la reemplaza? ¿Acaso el revisionismo no está tan anquilosado y agotado como la propia versión liberal? En la medida que el revisionismo fue uno de los subproductos del nacionalismo vernáculo, no pudo establecer una propuesta coherente y totalizadora sino, solamente, rectificaciones parciales. Utilísimas y definitivas, pero parciales.

Pienso que poco a poco se está llevando a los niveles educacionales una propuesta historiográfica más madura y veraz. Lo están haciendo los profesionales jóvenes, que no se sienten comprometidos con ninguna de las posiciones antagónicas que en su momento chocaron y que ahora entregan sus aportes más positivos a una síntesis que tiene que llegar fatalmente. Hay que observar ese proceso: posiblemente dará sus frutos mucho antes de lo esperado y en un futuro no muy lejano los argentinos no tendrán que aguardar a salir de la secundaria para aprender una historia que los satisfaga.

Félix Luna (1925). Nació en Buenos Aires. Abogado, poeta, periodista, director de la revista Todo es historia . Obra: Los caudillos, De Perón a Lanusse El 45 Yrigoyen , etc.

Leonardo Paso

«Ni el liberalismo ni el revisionismo rosista podrán rescatar la historia real y verdadera».

Si se toman como parámetro de lo real los hechos acontecidos, real fue que Moreno aconsejó comerciar con Inglaterra, que Belgrano murió pobre, que la batalla de Obligado fue un enfrentamiento con las naciones europeas en defensa de un derecho, que en el período de Roca hubo un importante desarrollo económico, que los caudillos contaron con apoyo de masas. Pero apenas nos internamos un poco en un tema, por ejemplo, en establecer los puntos de contacto y las diferencias que pudo haber entre un Artigas y un Ramírez, podremos comprobar que la distancia que los separa es apreciable, si no nos quedamos en el hecho en sí. Cabe entonces la pregunta: ¿cada uno de esos hechos refleja, en verdad, la realidad? Nosotros pensamos que no, pues son relativos al tiempo, al lugar y al conjunto de los acontecimientos precedentes y posteriores.

Una «historia cronológica» y de hechos aislados entre sí, puede ser real pero dista mucho de ser verdadera y, por lo demás, resulta indigerible para el estudiante o lector.

Una interpretación ética de la historia no deja de acumular hechos acaecidos, lo cual no quiere decir que sea verdadera. San Martín no quiso intervenir en las luchas civiles argentinas; prefirió alejarse del país. Pero tal gesto no define, por ejemplo, su pensamiento en torno a los problemas de nuestra organización nacional. Una historia que se limita a exaltar todas las virtudes o todos los defectos de sus actores más importantes puede destacar hechos reales, pero no explica las causas por las que adoptaron unas u otras actitudes.

Señalar a los hombres o a los grupos sociales que promovieron nuestra independencia se torna exigencia, pero si no se explican sus causas concurrentes, las raíces de fondo que la justifican y las razones de sus limitaciones, la historia no resulta enseñanza verdadera. En ese caso, en lugar de afirmar una conciencia nacional se estimula un chauvinismo irracional que nos desubica respecto de los demás pueblos y que no contribuye a formar el ciudadano libre, sino muy por el contrario. Tanto no es verdadero señalar que la revolución de Mayo estuvo solamente inspirada en las ideas provenientes del extranjero, como negarlo totalmente creyendo que adoptar las ideas universales del progreso fuese pecado y señalando que la expresión de lo nacional sólo reside a nivel de las costumbres ancestrales.

Empeñados en forjar los prototipos de la nacionalidad para que sirvan de ejemplo a sus pueblos, se los inviste de condiciones sobrenaturales, en calidad de seres infalibles. De esta manera los héroes o los conductores son figuras de mármol en lugar de ser jefes de las luchas de sus pueblos y productos de las mismas. Así se educa a los pueblos -y esto es lo más grave- en la idea de que ellos no necesitan pensar ni ocuparse del porvenir; de que alguien vela por ellos, tal como ha acontecido en el pasado. Para esas tendencias, los hombres se dividen en virtuosos o traidores.

Asimismo, desde otro ángulo parcial, quienes exaltan la acción de los pueblos como la única verdad consagrada, sin atender al hecho de que la conciencia común de los mismos se limita a la representación de lo cotidiano, con todo lo que ello implica como límite de su cultura, no trascienden la perspectiva histórica, deforman la verdad de que los pueblos son los promotores de la historia. Si Rosas fue apoyado por el pueblo, la «verdad» vendría a ser la política del rosismo, pero el latifundismo ganadero, que fue el contenido de su acción, no prometía -como sucedió- un futuro de liberación social al hombre sometido en la estancia.

La relación dialéctica entre la masa -dividida en clases sociales- y su líder se establece correctamente cuando se comprende que siendo el pueblo artífice de su historia, el líder no desempeña la simple función del flotador en el aparejo de pescar. Presentar a las masas y sus jefes vacíos de contenido es presentar una realidad que no ha sido tal.

Si en nuestro país no se ha contribuido a enseñar una historia real, ello se debe a la orientación filosófica que ha presidido la investigación en la materia: idealista y en muchos casos irracionalista.

El idealismo, en sus diversas variantes, considera que el pensamiento del hombre está desligado de la realidad del mundo y del hombre y que es sólo producto de su pensamiento. Da así una imagen distorsionada o falsa de la realidad. En último caso trata los móviles ideológicos de la actividad histórica de los hombres, sin investigar el origen de esos móviles, sin tener en cuenta las leyes objetivas que rigen el desarrollo del sistema de las relaciones sociales, sin advertir las raíces de esas relaciones en el grado de progreso de la producción material, sin tener en cuenta la acción real de las masas y considerando a la historia como resultado de la actividad de algunas personalidades eminentes.

Las dos corrientes clásicas existentes en nuestro país, la liberal y la del revisionismo rosista están identificadas en una misma concepción filosófica y sólo se diferencian, partiendo de un mismo método, en querer justificar a sectores diferentes de una misma clase social, la burguesía y, en especial, a troncos distintos de la oligarquía.

Sólo en la concepción del materialismo histórico radica una historia verdadera y completa, pues ella trata de conocer las leyes del desarrollo de la sociedad en general y de una determinada sociedad en particular.

La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases y ésta se manifiesta en los órdenes materiales y espirituales.

Se debe hacer una revisión histórica, pero no a partir de los mismos presupuestos filosóficos y de clase con que se la ha sostenido hasta el presente. Una revisión no es una simple revancha política.

Por lo demás, es preciso advertir que de lo oficialmente enseñado, existe un cúmulo de verdades parciales que necesitan ser reubicadas y hechos que han contribuido en alguna medida a forjar la conciencia del pueblo y que aunque presentados con graves limitaciones, han contribuido a darnos la personalidad y el vigor con que nos presentamos ante nosotros mismos y el mundo.

Leonardo Paso (1920). Nació en Buenos Aires. Obras: Rivadavia y la Línea de MayoLos caudillos y la organización nacionalHistoria del origen de los partidos políticos en la Argentina, etc.

Ana Lía Payro

«La única verdad histórica que aceptamos es aquella determinada por las luchas de las masas por la liberación nacional y social».

Si la historia es la conciencia colectiva de las masas populares que en cada momento de su lucha son capaces de imponer su visión, es decir, su replanteo del pasado desde la perspectiva de su presente y de sus objetivos históricos, podemos afirmar que, en la Argentina, no se enseña la historia real del país.

Y no se enseña la historia real del país porque ella ha sido instrumentada coherentemente desde fines del siglo XIX como factor de dominación social y de opresión imperialista, y por ello podemos afirmar que la historia real del país aún no está escrita.

La que sí está escrita es la que se enseña en los tres niveles del sistema educativo, plasmada por los vencedores de Pavón, aquellos que van a liquidar a sangre y fuego a las montoneras federales y que serán los artífices del genocidio de la guerra de la Triple Alianza.

Los pasos esenciales están dados, la culminación es el triunfo de la factoría agraria que significa la consolación y estabilización del bloque histórico conformado por la oligarquía terrateniente y el imperialismo a partir de 1880.

Sus valores pertenecen a la burguesía industrial europea y son transplantados y asumidos por la oligarquía nativa como propios, en la medida que le proporcionan los elementos básicos de la legitimación de su dominio.

Es el liberalismo oligárquico, asentado sobre el racismo, que exalta la «etnia» y la cultura europea en cuanto portadoras de «civilización», y que confundido con el odio a las montoneras le hace decir a Sarmiento en carta a Mitre: «No ahorre sangre de gauchos que es lo único que tienen de humanos». El racismo se ligaba entonces a la visión oligárquica que colocaba en el centro a Europa como principio y fin de la historia y que no hacía más que afirmar nuestra dependencia económica, política y cultural respecto de la metrópoli inglesa. Pero el mismo esquema teórico que organizaba todo el sistema ideológico del liberalismo oligárquico se expresaba en la síntesis: «Civilización y barbarie»·

La «civilización» posibilitaba las bases de la dominación; era el puerto, las ciudades del litoral, la burguesía comercial, los terratenientes y los ganaderos, los «doctores». Era los ferrocarriles y sobre todo los remingtons que derrotaron la resistencia popular del interior. Ésta era la «barbarie», los gauchos, los indios, las montoneras, la defensa de la soberanía en la Vuelta de Obligado…

Este sistema de valores es el que conforma la historia que escriben los vencedores: la que Bartolomé Mitre sanciona no sólo como en La Historia de Belgrano y en La Historia de San Martín , sino también a través de una prédica de casi cien años en La Nación , expresión misma del liberalismo oligárquico.

Pero no fueron sólo los libros o el periodismo, ellos no hubieran podido cimentar la fortaleza inexpugnable de la ideología liberal-oligárquica y la vigencia de sus contenidos en la conciencia, sobre todo, de los sectores medios del país. Era el control que el Estado oligárquico ejercía sobre la enseñanza. Su monopolio estaba concebido como fundamento mismo de su dominación como clase y como impulso a su proyecto político: la factoría agraria.

Historiografía liberal oligárquica y monopolio de la enseñanza garantizaban la enajenación de los sectores que tenían acceso a la cultura, es decir, garantizaba la «idoneidad» de los futuros cuadros políticos y culturales del sistema y el consenso de las clases dominadas.

Y tal fue su fuerza que aun la crisis de 1930, que significa la quiebra de la Argentina oligárquica, sin hablar de los embates del movimiento nacional yrigoyenista, no logró destruirla. Pero la factoría agraria estaba herida de muerte.

La crisis cuestionó la que hasta ese momento había sido verdad inconmovible e incuestionable. Dos vertientes caracterizaron la búsqueda: el nacionalismo oligárquico, cuyo valor reside en el cuestionamiento de hecho de la historiografía liberal, pero sin llegar a superar sus condicionamientos, y el forjismo que planteaba categóricamente que la salvación de América Latina se hallaba al final de la lucha de su pueblo.

El gobierno popular que se inicia luego del 17 de octubre de 1945 no logra superar la enajenación de las clases medias al frente oligárquico y, por ende, al liberalismo. La marginación de los intelectuales del proceso de movilización popular significó la demostración de la fuerza inerte, pero fuerza al fin, de los valores ideológicos oligárquico-imperialistas.

Y así, coexistieron en todos los niveles de la enseñanza las dos visiones oligárquicas, tanto liberales como nacionalistas. El proceso de formación de la conciencia nacional abierto en el 30 se irá profundizando al compás del avance de las masas populares.

Desde la restauración oligárquica en 1955 hasta 1973, el liberalismo, el desarrollismo integracionista o cientificismo en su versión universitaria, o el eclecticismo eficientista de la dictadura militar de los monopolios, no son más que formas modernizantes del liberalismo.

Pero mientras la historiografía tradicional en todos sus matices más levantaba las banderas de la «objetividad»; mientras más afirmaba su verdad histórica como universal y, por lo tanto, «apolítica», más claro resultaba que su objetividad era aquella del imperialismo y la oligarquía. Y en ese lento pero inexorable proceso de formación de la conciencia nacional resulta cada vez más incontrovertible que la historia es un arma política y así la asumimos, ya que, por ende, la única verdad histórica que aceptamos es aquella determinada por las luchas de las masas por la liberación nacional y social.

Ana Lía Payro (1938). Nació en la Capital Federal. Codirectora del Instituto de Investigaciones Históricas «Diego L. Molinari» de la F. F. y L. y profesora titular de Introducción a la Historia. Publicaciones: con C. Suárez, Chile: ¿cambio de gobierno o toma de poder? (1971); Los nacionalismos en el siglo XX (1972); Las intervenciones norteamericanas en América Latina. Siglos XIX y XX , 1972; etc.

Rodolfo Puiggrós

«Una historia que surja de nuestras luchas».

La enseñanza de la historia argentina, en general, mejor dicho de la historia oficial que todavía predomina en el país, sigue la concepción que predominó en segunda mitad del siglo pasado, orientada pragmáticamente hacia la colonización capitalista de la Argentina. Había que borrar de la memoria de las nuevas generaciones la obra cumplida por los caudillos, sobre todo después de la Revolución de Mayo; había que exaltar aquellas personalidades que miraban hacia Europa y despreciaban tanto a la Argentina como al resto de los países iberoamericanos; había que introducir en la mente de las nuevas generaciones la idea racista de la superioridad de los europeos y de la inferioridad de los hijos de nuestra tierra. A mediados del siglo pasado, coincidiendo con la expansión de los imperios capitalistas, surge en Europa una corriente racista -Chamberlain, Gobineau y otros- que difunde la idea de que los europeos, sobre todo los anglosajones y también los germanos y los franceses, son seres superiores, diferentes a los habitantes del Asia, del África y de nuestra América. Llegan al extremo de considerar también seres inferiores a los habitantes de ciertas partes de Europa como España o Italia.

Esta corriente racista que ya viene de antes, porque en el mismo error incurrieron otras personalidades famosas que consideraban que fuera de los países que estaban a la cabeza de la cultura, de los países que habían hecho la primera revolución científico-técnica, el mundo estaba integrado por hombres y mujeres intelectual y físicamente inferiores, comenzó a influir en nuestro medio a mediados del siglo pasado y la historia que desde entonces se enseñó en las escuelas las refleja.

Todos los sociólogos argentinos, casi sin excepción, de la segunda mitad del siglo pasado y las primeras décadas de este siglo, por lo menos hasta el yrigoyenismo, eran racistas en el sentido que acabo de dar. Por ejemplo lo era Sarmiento, al punto que en su libro Conflicto y armonía de las razas en América hablaba del exterminio de los hijos de los colonizadores españoles y de los hijos de los indígenas, de los negros, mestizos, mulatos y zambos, y quería crear una Argentina nueva con gentes de Inglaterra, Alemania, Francia. Sarmiento tenía la gran ilusión de que la corriente inmigratoria inglesa rumbeara hacia la Argentina. Por suerte, la corriente inmigratoria inglesa se orientó hacia Estados Unidos, Canadá y Nueva Zelandia. Vinieron algunos ingleses, sí, pero muy pocos como pastores, porque sobre todo vinieron como capitalistas, a invertir dinero, de modo que ese plan de colonizar la Argentina, una vez extirpados los montoneros, los caudillos, los hijos de la tierra, fracasó.

Alberdi, en menor medida que Sarmiento, con algunas reservas y contradicciones, pues no era consecuente, también volcaba, implícitamente, en su «gobernar es poblar», la esperanza de que la Argentina pasara a ser una especie de prolongación europea. Lo mismo podemos decir de otro escritor que tuvo mucha influencia en Argentina y fuera de ella: José Ingenieros. Su idea es la evolución de las ideas en función de las ideas europeas. Él ve en cada cambio que se produce en la Argentina, la réplica de un cambio que se produce en Europa. En cuanto a la raza, en sus libros de sociología, y en sus conferencias afirmaba con mucha claridad que la Argentina era un país habitado por una raza superior -la blanca-, con preponderancia de hijos europeos y que por lo tanto tenía una misión que cumplir con respecto al resto de América.

Otro famoso escritor, historiador en su época, Carlos Octavio Bunge, en su libro Nuestra América , pretencioso tratado de psicología, analiza las diferentes razas que pueblan nuestra América, y ve en estas razas una especie de síntesis de todas las calamidades, defectos y desgracias del ser humano: la pereza, la envidia; todo lo que se puede decir de malo está en Iberoamérica. Elige, al final, un personaje, Porfirio Díaz, de México, dictador durante 33 años, y lo elige nada más que para demostrar que en ese personaje están sintetizados todos los vicios habidos y por haber. Esta corriente racista, que persiste todavía, aunque no con la fuerza de antes, se manifestó también en el desprecio hacia el cabecita negra. Todavía hay gente que desprecia al indio, cuando está demostrado que la capacidad de trabajo del indígena y sobre todo su capacidad para asimilar la ciencia y la técnica es muy grande, así como la del negro y la de todos los habitantes del tercer mundo, porque este racismo no sólo afectó a América Latina sino que también se introdujo en África y Asia.

La historia argentina, partiendo de esta concepción racista positivista, dividió el pasado en civilización y barbarie. Civilización era lo que venía de Europa; barbarie era lo que pertenecía a nuestro país, lo autóctono. Ellos no comprendieron que nuestra civilización, la del futuro, tiene que partir de nuestra barbarie, es decir de nuestra realidad. En la deformación de las figuras de los caudillos se nota esto. También en el análisis del período rosista. Yo no creo en las exageraciones de algunos escritores rosistas pero creo que el problema del rosismo debe ser analizado en función de las causas económicas, políticas y sociales de la Argentina de esa época. Desde chicos nos enseñaron que hay unos hombres buenos y hay unos hombres malos; los buenos eran aquellos que habían traído los ferrocarriles, la técnica, la ciencia, los capitales, que habían convertido a la Argentina, en la época de la reina Victoria, en la más importante de las dependencias del imperio británico, porque la Argentina tenía para Inglaterra mucha más importancia que cualquiera de sus colonias. Era una granja que le proporcionaba carnes y cereales. Nos enseñaron que esos hombres eran los buenos y que los malos eran los otros. Éstos eran aquellos que se expresaban como caudillos, como exponentes de las aspiraciones y necesidades de las clases más bajas. Por eso cuando aparece en este siglo el primer caudillo nacional y popular, Hipólito Yrigoyen, se ensañan contra él, lo calumnian, lo desprecian, lo consideran un ignorante. En el último de mis libros demuestro que aquellos que se creían muy cultos, que se creían los monopolistas de la cultura, que tenían cátedras en las universidades, eran al mismo tiempo los propietarios de los estudios que estaban al servicio de las empresas extranjeras y que ellos eran también quienes aprovecharon el reparto de tierras para quedarse con las mejores estancias. Es decir que no hay dos oligarquías, como se acostumbra afirmar al señalar una oligarquía ilustrada por un lado, y una oligarquía terrateniente comercial por el otro. Existe una sola oligarquía: la que pretendió ser la administradora de cultura y que al mismo tiempo se hizo millonaria defendiendo la penetración capitalista en el país.

Esto no significa caer en el extremo opuesto. Es decir, no significa afirmar que la Argentina y nuestra América deban aislarse del mundo y rechazar lo que se llama la cultura universal. No. Significa que debemos que tener de ahora en adelante, y esto es lo que hemos tratado de hacer en la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires, una actitud distinta con respecto a la revolución técnico-industrial y a la cultura en general. Una actitud de asimilación de todo eso, para hacerlo nuestro y superarlo. En cambio los que antes administraban la cultura lo hacían como simples servidores de esa cultura que aceptaban en globo y creían que nosotros estábamos eternamente condenados a ser los discípulos. Yo creo que la historia argentina debería ser revisada de pe a pa. Mi opinión es que los textos de historia deben ser revisados totalmente. Una de las primeras medidas que tomamos al hacernos cargo de la intervención de la Universidad de Buenos Aires fue declarar materia obligatoria en todas las facultades y los dos colegios que dependen de la Universidad una «Historia social de las luchas del pueblo argentino», que atienda en particular a los períodos yrigoyenista y peronista. Creemos que esto es una base para que los futuros profesionales, investigadores, científicos, etc., no vivan fuera de la realidad del país, sino que estén inmersos en ella y se pongan a su servicio. Pero todavía existen discrepancias entre los historiadores revisionistas, diversas tendencias. Yo, por ejemplo, pongo el acento en los caudillos de la primera hora revolucionaria y considero que el más grande de los caudillos argentinos, y digo argentino con toda intención, fue Artigas, y así lo expongo en mi libro Los caudillos de la Revolución de Mayo . En 1941 en el Ateneo de Montevideo pronuncié una conferencia sobre Artigas, y creo que fui uno de los primeros argentinos que en el Uruguay rompió con una vieja tradición y lo situó a Artigas en su justa medida de gran caudillo, enfrentado con los caudillos de la oligarquía comercial porteña que fue la que disolvió a través de intrigas y corrupciones el frente de los caudillos. Artigas era el gran cuadillo y junto a él estaban otros caudillos, como López en Santa Fe y Pancho Ramírez. En un momento determinado Artigas fue el hombre que en todo el país, inclusive en Buenos Aires, tenía una gran fuerza de masas. Entonces, la oligarquía porteña, muy unida a los intereses británicos, dividió el frente de los caudillos. Artigas no fue vencido por los ejércitos de Buenos Aires. Fue vencido por Pancho Ramírez, y Ramírez tampoco fue derrotado por los ejércitos de Buenos Aires. Sino por Estanislao López. Es decir, la oligarquía porteña introdujo allí sus cuñas. Ésta es la tesis que yo desarrollo en Los caudillos de la Revolución de Mayo que se reeditó el año pasado. Es decir: hay que cambiar la historia pero hay que ponerse de acuerdo entre los revisionistas porque no todos coinciden. Algunos consideran que Roca fue un nacionalista popular y que al fundar el P.A.N. (Partido Autonomista Nacional) unió a todos los caudillos, sin comprender que ya no eran los caudillos de antes. Los gobernadores del 80 eran personajes que habían sido domesticados por Buenos Aires y estaban al servicio de la política porteña. Las presidencias anteriores -Mitre, Sarmiento, Avellaneda- se preocuparon, dado que en el país comenzaba una época de prosperidad, por conquistar a los gobernadores y dar posibilidades a las gentes del interior (bancas en el Congreso, embajadas, ministerios y puestos públicos importantes). De esa manera la oligarquía comercial porteña domesticó a los viejos caudillos. De modo que los llamados caudillos del roquismo no eran los mismos de la primera hora revolucionaria. Ésta ya es una zona de discrepancia entre los historiadores revisionistas.

Lo mismo pasa con la interpretación del yrigoyenismo, del nacionalismo y del peronismo. Son movimientos sumamente complejos y yo diría que sin partir del análisis dialéctico de las contradicciones de esos procesos, es muy difícil ubicarlos. De modo que es fácil decir que hay que redactar de nuevo los textos de historia, pero es difícil hacer coincidir a los historiadores encargados de escribirlos de nuevo. De todas maneras esto no significa que una Argentina como la de 1973, que a pesar de las dificultades y los altibajos está en vísperas de grandes cambios revolucionarios en el orden social, intelectual, cultural en general, cambios que van a partir de adentro de la Argentina, nosotros no tratemos de formar a las nuevas generaciones en un conocimiento cabal de las luchas del pasado, que son las que han impulsado y mantenido vivo el espíritu de lucha que hoy se manifiesta en la juventud argentina.

La historia es indispensable para el político de nuestros días. Un político que no conoce la historia de su país es simplemente un politicastro de comité. Debe conocerla porque la historia es una ciencia y además porque no se puede, como pretendía la gente del 53 al 80, borrar el pasado. Lo que diferencia a unos y a otros, es que unos, los positivistas, consideran que el pasado se repite en el presente y que se repetirá en el futuro frente a nosotros que consideramos que no es así.

En 1943 teníamos en la Argentina toda clase de partidos: radicales, conservadores, socialistas, demócratas progresistas, comunistas, etc.; estaba completo el catálogo del país, con una democracia burguesa completa y perfecta y con sindicatos del viejo movimiento sindical dominados por socialistas, comunistas, anarquistas. De modo que cualquier sociólogo positivista que observara el panorama podía afirmar que el futuro gobierno sería radical, conservador o del frente popular, producto de una alianza entre comunistas y socialistas. En cambio, ¿qué pasó? Un coronel desconocido aparece de golpe y cambia la situación, no por su simple voluntad, sino porque están dadas todas las condiciones para cambiar la situación, cosa que los otros no supieron ver.

En pocos meses se produce el gran movimiento de masas que ejemplifica que el futuro no es la repetición del presente, como aseguran los positivistas. Ésa es la mayor lección que se puede sacar de la historia, una lección que nos indica que debemos evitar los «modelos». Porque otra de las formas de nuestra dependencia cultural era buscar modelos en otros países. En el siglo pasado el modelo anglosajón -Inglaterra y Estados Unidos- era el que estaba de moda. Después se agregaron, sin dejar de lado al anterior, el modelo soviético, el chino, el cubano y el chileno. Se partió siempre de un modelo que visto de lejos era perfecto. El modelo inglés del siglo pasado era perfecto. Sin embargo había miles de desocupados, de niños y mujeres que trabajaban en las fábricas, y los índices de enfermedades y de mortalidad eran enormes en el Imperio Británico. Se veía sólo el modelo perfecto de la nación que había realizado la revolución industrial. Pero los modelos y las comparaciones históricas son siempre falsos. Nosotros queremos una historia que surja de nuestras luchas y de nuestras posibilidades.

Rodolfo Puiggrós (1906). Nació en Rosario (Santa Fe). Escritor, periodista, ex – rector de la Universidad de Buenos Aires. Obras: De la colonia a la revolución (1940), Historia económica del Río de la Plata (1946), La época de Mariano Moreno (1949), Historia crítica de los partidos políticos argentinos (1956), Libre empresa o nacionalización en la industria de la carne (1957), etc.

Jorge Abelardo Ramos

«La enseñanza de la historia en la Argentina satisface una necesidad específica de las clases dominantes».

La enseñanza de la historia en la Argentina -como en cualquier país- satisface una necesidad específica de las clases dominantes. Para consolidar los privilegios del presente, dichas clases necesitan fijar en la conciencia colectiva una visión particular del pasado que justifique tales privilegios. No es un azar que Rivadavia haya sido juzgado durante más de un siglo como la figura paradigmática de la historia nacional. Representante de los importadores ingleses, socio de la Casa Hullet de Londres, enemigo de Facundo, adversario tenaz de las quimeras sudamericanas de San Martín y Bolívar, Don Bernardino es el responsable, junto con Manuel García, de la capitulación ante la Corte Brasileña. Después de la victoria militar de Ituzaingó, las Provincias Unidas pierden una de ellas, la tierra natal del Protector de los Pueblos Libres, que se erige en estado independiente bajo la garantía británica. Si se tiene en cuenta que este personaje funesto es el maestro de Mitre y que su retrato y sus ideas han dominado en las escuelas y universidades argentinas tanto tiempo como perduró sin mácula el poder de la oligarquía terrateniente, se comprenderá fácilmente no sólo por qué la enseñanza de la historia argentina ha sobrevivido hasta hoy con tales características, sino también por qué los partidos políticos de la clase media y hasta los sectores de la izquierda cipaya se alinearon tradicionalmente detrás de esa historia para el Delfín. Al fin y al cabo, tales partidos formaron parte del régimen político de la factoría agraria y gozaron, hasta cierto punto, de las migajas en el banquete de la semicolonia que presidía la clase conservadora. Aunque eran los comensales de la punta de la mesa, los que se sentaban al lado de los saleros, aquellos radicales (en particular los demo-liberales chirles al estilo de Don Marcelo), los demócratas progresistas, los socialistas, los socialistas y hasta los comunistas se habían hecho un lugarcito en la próspera Australia Argentina, tierra feraz de ovinos en el sur y de bovinos en las tierras centrales. La renta agraria, que permanecía en parte en poder del Estado, permitía mantener escuelas y universidades para aquellos que disfrutaban del raro derecho de estudiar. El ideal de cultura de tales instituciones se personificaba en Sarmiento y Rivadavia, asesino de gauchos el primero y hombre de la burguesía comercial porteña el otro. De alguna manera, las clases medias del litoral admitieron esa versión portuaria de la historia porque su situación en la semicolonia la vinculaba hasta cierto punto a una alianza de hecho con la oligarquía terrateniente, que se llevaba la parte del cachorro adentro, mientras el Imperio se deglutía la parte del león afuera. Algo quedaba para la pequeña burguesía y por esa razón material la historia falsificada adquirió patente de credibilidad.

Dicho sistema de ideas se tambaleó en 1930, recibió un golpe mortal en 1945 y ahora está en ruinas. Pero el peronismo no logró sustituir durante sus primeros gobiernos dicha historia petrificada por una historia crítica. Los rosistas intentaron vanamente reemplazar a Rivadavia por Rosas, otro hombre de Buenos Aires, pues creen candorosamente en la concepción carlyliana, idealista y reaccionaria, según la cual los héroes crean la historia. Creo que sólo el revisionismo socialista ha logrado acercarse a una concepción nacional de la historia argentina, no sólo por descubrir la oculta trama de su estructura económica y social sino ante todo por ver en ella un fragmento insular de la nación latinoamericana inconclusa. Pero ésa es otra historia.

Jorge Abelardo Ramos (1921). Nació en Capital Federal. Historiador, presidente de la Junta Nacional del F.I.P. Obras: Revolución y contrarrevolución en la Argentina Historia de la Nación Latinoamericana Historia política del Ejército Argentino , etc.

 

José Luis Romero

«La historia se enseña muy mal en todos los grados de la enseñanza.»

Si se tratara de condensar en una frase mi respuesta, bastaría decir que la historia se enseña muy mal en todos los grados de la enseñanza. Pero me apresuro a agregar que la culpa no es de los maestros y los profesores: es de la ciencia histórica misma, cuya estructura epistemológica y cuyas peculiaridades generales plantean problemas graves y casi insolubles.

El primero y más grave es que, a diferencia de la botánica o la física, la historia se enseña con una intención muy marcada. Esta intencionalidad puede ser genérica, pero a veces es también específica y se relaciona con problemas políticos, tanto en el sentido más extenso de la palabra y -más noble-, como en el más estrecho y con frecuencia más mezquino. Tanto en la escuela primaria como en la secundaria la historia no se enseña como una ciencia sino como una disciplina destinada a crear, o a fortalecer, o a negar, una imagen del pasado que conviene a la orientación predominante. Y esto ha ocurrido siempre, porque la historia es la conciencia viva de la humanidad y de cada una de sus comunidades, y nadie podría prescindir de su apoyo para defender su propia imagen y su propio proyecto de vida. Esto se hace más claro en la enseñanza primaria, porque las nociones son más elementales y, en consecuencia, más descarnadas; de modo que todo adquiere un valor simbólico fundado en un simplismo intencional. Desde este punto de vista, tanto da una orientación como otra. Quizá el único consejo que podría darse-muy difícil de seguir, por lo demás- sería tratar de internalizar el principio de que pertenece a la tradición del país todo lo que el país ha hecho, sin exclusiones, y que conviene ser moderado en la división maniquea entre buenos y malos. Pero, como se ve, es un consejo difícil de seguir y más difícil de postular, puesto que no puede aconsejarse a nadie que se acostumbre a renunciar al juicio moral. En el caso de la escuela primaria es más difícil aún, porque aunque se aconsejara una exposición objetiva y neutral de los hechos, no se puede contar con que el niño haga su propio juicio, y lo más seguro es que los hechos resulten juzgados con la óptica de los padres o del círculo donde el niño se mueve. De todos modos, quizá la norma sea moderar el juicio tanto como sea posible y no excluir nada del acervo común.

En el caso de la escuela secundaria el problema es un poco menos complicado. En ella es claro que la simple enseñanza de los hechos políticos no enseña a pensar históricamente. Y esto es lo que, en la medida conveniente, debe empezar a hacerse. Qué es pensar históricamente, es cosa difícil de explicar en pocas líneas. Pero aún a riesgo de caer en un simplismo, yo diría que consiste principalmente en acostumbrar a examinar el revés de la trama. Es importante que se enuncien los hechos políticos, y no me niego a que se repitan de memoria, aunque sea un mecanismo odioso. Pero pasa como con las declinaciones latinas: hay que saberlas aun cuando su aprendizaje resulte el mejor sistema para odiar el latín. Lo importante es que se le dé al adolescente algo más: algo que lo incite a buscar qué hay detrás del puro episodio. Esto supone que los profesores y los autores de textos partan del principio de que el análisis histórico debe referirse a procesos y no a hechos.

Este planteo no es difícil de lograr en la escuela secundaria, y menos ahora, en que el grado de politización es grande, los medios masivos de información muy eficaces -quizá demasiado- y los temas de la historia social y económica relativamente difundidos. Saber que la política no es sino el epifenómeno de planos más profundos de la vida histórica, es cosa a la que puede llegar sin mucha dificultad un adolescente de hoy. Y llegar a comprender que los episodios espectaculares de la historia no pueden comprenderse sin entroncarlos en lentos y oscuros procesos subterráneos que se refieren a la vida de las sociedades, a su organización económica y a su creación cultural, es cosa a la que puede ayudar un buen profesor sin requerir de sus discípulos un excesivo esfuerzo de abstracción. No dudo de que también se puede caer por esta vía en un simplismo escolar; pero no es un simplismo deformante, sino una forma elemental de los planteos que hoy hace la ciencia histórica.

Una observación para terminar: mil veces se ha hablado del uso de las fuentes, y mil veces los autores de textos han publicado fragmentos en sus obras. Pero nadie las utiliza intensamente. Si para enfocar debidamente el análisis histórico hay que enseñar a entroncar el episodio en el proceso, para dar los instrumentos del conocimiento históricos hay que enseñar a usar las fuentes.

Creo que todo esto es posible en la enseñanza secundaria, y creo que con ello mejoraría mucho la formación del estudiante. Y dejo de lado los problemas relacionados con la utilización de la historia a que me he referido al hablar de la escuela primaria, porque creo que por esta vía pueden superarse. La historia es comprensión, y su enseñanza debe proporcionar los elementos para alcanzarla. Con eso se modera el riesgo inevitable del maniqueísmo.

José Luis Romero (1909). Nació en Buenos Aires. Doctor en Historia, ex – rector de la Universidad de Buenos Aires. Obras: La revolución burguesa en el mundo feudalMaquiavelo historiadorEl ciclo de la revolución contemporáneaLas ideas políticas en la Argentina , etc.

 

José María Rosa

«Prestigiar a los grandes caudillos que supieron defender la soberanía argentina y luchar y luchar por la liberación económica».

En los tiempos en que yo era estudiante no se enseñaba historia argentina. Se enseña otra cosa: un relato donde los valores eran aquellos aceptados por los imperialismos. El pueblo no existía y cuando no había más remedio que admitirlo como una realidad era tratado de chusma, montonero o mazorca. Los únicos valores auténticos eran los valores militares: San Martín, Belgrano, Güemes. Más tarde, siendo yo profesor de historia, traté de poner el acento en lo popular, prestigiando a los grandes caudillos que supieron defender la soberanía de la Argentina y luchar por la liberación económica. Eso me costó muchos disgustos pero con un grupo de compañeros seguimos la lucha. Creo que hoy en día la historia debe ponerse de pie dando valor a lo auténticamente argentino, que necesariamente tiene que ser lo popular. La reivindicación que se acaba de hacer de Juan Manuel de Rosas, de Facundo Quiroga y del Chacho me demuestra que la Argentina está encontrando su conciencia nacional.

José María Rosa (1906). Nació en Buenos Aires. Doctor en jurisprudencia, historiador, actualmente embajador en el Paraguay. Obras: Defensa y pérdida de nuestra independencia económica Rivadavia y el imperialismo financiero Historia argentina Rosas, nuestro contemporáneo , etc.

 

Vicente Sierra

«Textos para repetir como loro y honrar como estúpido».

La historia no sólo es mal enseñada, sino que lo que se enseña es mala historia. Los motivos son diversos. No se puede enseñar bien lo que se ha aprendido mal.

Si se analiza el desarrollo de la idea liberal, aparece como factor básico de la doctrina el ingrediente histórico. La historia se presenta como la sustancia de la ideología liberal. Ello determina que Historia y Doctrina se confundan. A partir de ahí, como acota Dilthey, «La lucha por la interpretación de la historia universal acompañará en adelante a todas las luchas por la determinación del futuro; éstas no podrán efectuarse sin aquélla». Tanto en liberales como en marxistas, se advierte que las luchas ideológicas provocan el riesgo de que la verdad histórica se oscurezca por las tendencias que corresponden a las ideologías. Sucedió así, por ejemplo, cuando surgieron las grandes tesis antiliberales, cuando Marx se dispuso a afirmar su posición mediante una doctrina de la historia. Estudiando el problema, Luis Diez del Corral, catedrático de la Universidad de Madrid, hizo una dura crítica a la llamada historiografía liberal, que no es, por cierto, un problema exclusivamente argentino. Durante el siglo pasado los historiadores de todos los países europeos cayeron en el mismo desliz científico, consistente en hacer de la historia un campo de ensayos y formación del régimen representativo. Esa historiografía sólo considera hechos históricos a aquellos que sirvieron para la implantación y el desarrollo de la sociedad liberal, así como, para Marx, la historia es el campo de ensayos y formación que conduce al comunismo. Todas estas, y otras ideologías, parten de una creencia utópica en la perfectividad ilimitada del hombre. Es así como en la historiografía liberal todo acto de liberalidad es considerado como contribución al éxito del liberalismo, como intérprete de una ley general que se denomina progreso, civilización, cultura, en virtud de lo cual se cae en la divinización de los hechos y, como consecuencia, de sus protagonistas. Cuanto se les opone es valorado antihistórico. Es así como se eliminan veinte años de acción «rosista» de la historia argentina, como si de la historia se pudieran arrancar páginas porque no nos gustan. Lógicamente esa historia se difunde a través de textos que el alumno debe aprender de memoria, repetir como loro y honrar como estúpido. La historia no tiene por qué juzgar lo ocurrido; debe bastarle comprenderlo sin ataduras «apriorísticas» doctrinarias para que, nutriendo los elementos tradicionales, nos libre de someternos a ellos, y para que nos permita encontrar en ellos fuerzas para crear nuestro futuro. Lo que en la escuela argentina se enseña no es Historia; apenas si es un no siempre atractivo anecdotario… y muchas veces falso.

Vicente Sierra (1893). Nació en Buenos Aires. Profesor fundador de la Universidad del Salvador y director de la Escuela de Historia. Doctor Honoris Causa en Historia. Obras: Historia de la Nación Argentina El sentido misional de la conquista de América Américo Vespucio , etc.

Crisis pregunta, «Crisis«, diciembre de 1973.