El 10 de noviembre de 1834 nació José Rafael Hernández en el partido bonaerense de San Martín, en lo que hoy se conoce como Villa Ballester. De pequeño, colaboró con su padre, capataz de estancia, y con gran capacidad autodidacta pronto se convirtió en instructor del estanciero para quien trabajaba.
A los veinte años, se integró a las filas antirosistas de Justo José de Urquiza. Con posterioridad, en 1870, ya casado y padre de siete hijos, participó de las rebeliones federales junto a Ricardo López Jordán. Luego de un breve exilio en Brasil, trabajó como periodista en El Río de la Plata, El Nacional Argentino y La Capital de Rosario, entre otros, y más adelante alcanzó a defender las ideas federales como diputado y senador.
En sus notas, discursos y poemas, abordó la cuestión del indígena y del gaucho y criticó las ideas “civilizadoras” de Sarmiento.
Compartimos en esta ocasión un artículo publicado en 1971 que destaca la actuación política de José Hernández en el contexto en que vivió y rescata su pensamiento vivo con los fragmentos de editoriales que el autor del Martín Fierro escribió, entre el 6 de agosto de 1869 al 22 de abril de 1870, en el diario Río de La Plata.
Fuente: Diario La Opinión, sábado 6 de noviembre de 1971.
El mito de Martín Fierro ha sofocado a José Hernández. La obra gaucha, elevada a categoría máxima, del folklore literario argentino, ha dejado entre sombras al autor, a sus afanes. Y no es casual. La historia liberal, que ha silenciado tantos hechos del pasado, entre otros pecados sigue cometiendo el de separar al autor de su obra. Martín Fierro, como categoría estética, es –para ellos– relato excelso de peripecias entre gauchos matreros, escenas bucólicas y descripciones paisajísticas de luchas con indios en el desierto.
Y Martín Fierro no puede entenderse sin José Hernández. Martín Fierro es sólo una expresión de un político infatigable que como periodista, soldado, poeta y parlamentario siempre tuvo un objetivo: el país. Cuando cae Rosas en 1852, los liberales comienzan a adueñarse del país. Lo estructuran a partir del puerto, que les sirve para exportar carne y de la aduana, que les permite engrosar las arcas fiscales.
Para sus planes se sirven de los gauchos como carne de cañón contra los indios, y ambicionan poblar el territorio con rubios inmigrantes. Contra esos propósitos centralistas que desembocarán en una Argentina agropecuaria, dependiente de Inglaterra, contra la miopía que significa ver al país solo, desde la Plaza de Mayo, se alza José Hernández con su prédica.
Federal por parte del padre y unitario por parte de la madre, creció en medio de luchas fratricidas. Su largo batallar en favor del federalismo, de la autonomía de las provincias, lo lleva a pelear junto a Urquiza en Pavón, a trabajar en Paraná, Corrientes, luego en Rosario y Montevideo. Cuando en 1863 cae el Chacho Peñaloza, escribe artículos encendidos. Cuando pelea al lado de Ricardo López Jordán, el último resistente contra Buenos Aires, Sarmiento pone precio a su cabeza: 1.000 pesos.
Funda un diario y otro, incluso en Buenos Aires, el reducto de los mitristas, en una época donde denostar a través de la prensa era tan riesgoso como tomar las armas. En este contexto debe el Martín Fierro.
El Martín Fierro es una obra de inspiración política. Su propósito inicial era denunciar la injusticia que se cometía contra el gaucho, al que se sacaba de su familia y su mísero hogar para llevarlo al fortín a luchar contra el indio. Pero su protagonista se transforma en un símbolo. Su ferocidad crece de la misma manera que la arbitrariedad. Es un personaje marginado, que actúa incluso en un medio físicamente marginado del país: la frontera. “Yo he sido manso primero, y seré gaucho matrero. Yo abriré con mi cuchillo el camino pa’seguir.” Su canto es un canto de iniquidades.
Contra lo que se dijo alguna vez, Hernández no rechazó al inmigrante. Objetó las desigualdades sociales que empujaban al inmigrante a la ciudad y dejaban en pocas manos grandes propiedades improductivas que los gauchos debían defender forzadamente contra los ataques indios. Para él, gringos, gauchos e indios debían integrarse en una gran empresa nacional.
Hay una diferencia entre la primera y la segunda parte del Martín Fierro, como la hay entre el José Hernández que luchaba por la confederación desdé Paraná y el que acepta un asiento parlamentario en Buenos Aires bajo el gobierno de Avellaneda en 1879. “Al final de tanto rodar, me he decidido a venir, a ver si puedo vivir, y me dejan trabajar.”
Hernández acepta ser intérprete de Avellaneda en la Legislatura. Su rebeldía asume un cauce, pero no es una renuncia de principios.
El pensamiento vivo de Hernández está expuesto en los editoriales del diario Río de La Plata, que editó en Buenos Aires del 6 de agosto de 1869 al 22 de abril de 1870. Vale la pena releerlos ahora que se cumplen –el miércoles 10– 137 años de su nacimiento. Se verá que no todas las tradiciones son iguales.
El servicio de fronteras
En el país –dice Hernández– hay privilegiados y desposeídos, “hijos y entenados”. En su campaña contra el servicio de fronteras, propone soluciones efectivas: colonizar la pampa, y el desierto, dar a los pobladores no sólo armas sino también elementos de trabajo.
¿Qué tributo espantoso es ese que se obliga a pagar al poblador del desierto? Perece que lo menos que se quisiera fomentar es la población laboriosa de la campaña o que nuestros gobiernos quisieran hacer purgar como un delito oprobioso el hecho de nacer en el territorio argentino y de levantar en la campaña la humilde choza del gaucho.
¿Qué privilegio monstruoso es el que así se quiere acordar a las capitales?
Parece que las leyes protectoras no se hubieran hecho para el territorio sino para la ciudad, asiento de las autoridades centrales, y que éstas creyesen admirablemente desempeñada su misión con sólo extender hasta ellas las garantías con que ampara la ley, el hogar del ciudadano.
Que: ¿no es hogar tan respetable el del gaucho?
Contraste singular es el que ofrece la capital con el resto de la provincia. Aquí hay garantías para la libertad del ciudadano, seguridad para su persona y bienes, y el sufragio electoral es una verdad.
En la campaña el ciudadano está expuesto a los caprichos de ensoberbecidos caudillejos, que abusan de la debilidad y del aislamiento. Su seguridad depende de sus medios de defensa, y en cuanto al sufragio electoral, tiene gratuitos directores de conciencia.
Es la campaña, fuente de nuestra riqueza y de nuestro porvenir económico y social, la que necesita de garantías, de medidas liberales y protectoras. Es necesario desarrollar su industria, fomentar la población nacional, escudar al ciudadano contra los atentados de la fuerza.
Es necesario crear una nueva vida en nuestras campañas, para dar dirección a una población exuberante, aglomerada en la capital, en que ha venido a buscar el refugio y el amparo de la ley, una parte de la cual, recoge para mantenerse las migajas de nuestros festines.
Es un atentado inicuo contra la verdad de nuestras instituciones, contra los sagrados derechos del ciudadano, y nosotros que hemos venido a la prensa a hacernos eco de los deberes del pueblo y en defensores de sus derechos, protestamos altamente contra esas medidas arbitrarías que nos despojan de nuestro carácter dé hombres libres e introducen entre nosotros una doble legislación.
¿Acaso la ley ha consentido que haya hijos y entenados en el territorio argentino?
¿Dónde está el fundamento de semejante violación de los derechos naturales anteriores a toda ley humana y que ninguno ha podido desconocer?
¿Qué contradicción tan monstruosa es esa que convierte al ciudadano de la campaña en guardián de los intereses de la capital más que de los suyos propios?
Por ese camino sinuoso nuestros gobiernos conspiran contra la suerte de la campaña, fomentan en ella vicios que más tarde producen inevitables convulsiones sociales y en vez de propender a llevar a la campaña una población laboriosa y activa, propenden a la despoblación y el aislamiento.
Nosotros nos pronunciamos no sólo contra el atentado que envuelve la reglamentación actual del servicio de fronteras sino contra la ceguedad que así nos arrastra al precipicio y así desconoce nuestros más fundamentales intereses.
Hemos de ser infatigables en la propaganda de estas ideas y no le hemos de dar tregua hasta no haber conseguido que ellas sean una convicción en la mente y una verdad en la ley.
La división de la tierra
Las tierras en poder del fisco, no aumentan la renta del Estado, cuyo fundamento está en el impuesto y en la población. Apenas si sirven a la avidez de especulaciones privilegiadas.
Para nosotros, el sistema de poblar las tierras consiste en la distribución de la tierra por pequeños lotes, como ya lo hemos manifestado. En subdividir la propiedad, lo más posible, reside el secreto de su mayor beneficio.
Las grandes fortunas tienden sin embargo a irse agrandando cada vez más, y manteniendo la tierra por lo general, en la esterilidad y en el abandono. La avaricia de la posesión no es esa la noble inspiración del trabajo inteligente y activo.
No hay países más pobres y más atrasados, que aquellos donde la propiedad está repartida en unas cuantas clases privilegiadas.
De esa desigualdad se originan los privilegios odiosos que imponen al pobre un pesado tributo. En sociedades organizadas bajo esa base, existe una verdadera esclavitud bajo el nombre de “pauperismo”.
Por medio de la subdivisión de tierra se atrae una población, cuyo espíritu emprendedor se excita en una lucha proficua y estimulante.
En esta provincia, que tiene en su contra el flagelo de los indios, y donde se agita como un problema insoluble la cuestión de fronteras, el medio de resolver en pocos años esa cuestión sería el de fomentar la población industriosa, llevar al desierto las locomotoras del progreso, que traerían a su regreso a nuestros mercados los pingües productos que regala la tierra, a los que la abonan y cultivan.
La tierra estéril durante largos años es una protesta contra mentidas alucinaciones de progreso, y abona la incuria de nuestros hombres públicos, que se dejan siempre llevar de extremas y peligrosas teorías, y que, ora quieren hacerlo todo, arrebatando el campo a la actividad individual y colectiva de la sociedad, ya vegetan en la indolencia y en la culpable inacción de los que esperan, de brazos cruzados, el maná de los cielos.
Indios
La política porteña de enganchar al gaucho en las fronteras produce una triste paradoja: el salvaje es más humanitario con el “matrero” que el blanco. A esto, José Hernández lo llama lapidariamente “derrota de la civilización”. Aquí demuestra cómo el gaucho y el indio están unidos en su misma condición de perseguidos.
La guarnición de las fronteras por medio de tropas enganchadas debe ser un principio de colonización de la campaña desierta.
La experiencia ha demostrado el absurdo de las combinaciones hasta hoy adoptadas para arrebatar a los indios el señorío del desierto.
La idea de llevarles una guerra ofensiva para exterminarlos, que algunos han emitido en la prensa y hasta en el opúsculo que se ha impreso bajo protección oficial, no ha dado los resultados con que soñaban los autores.
Y decimos felizmente, porque si eso hubiese tenido lugar, habría sido para mengua de nuestros gobiernos, que no habrían descubierto un medio mas en armonía con nuestros sentimientos humanitarios y cristianos de neutralizar el mal y hacer al salvaje mismo partícipe de los beneficios de la civilización.
Consideramos esta cuestión bajo un punto de vista que si no es nuevo, no ha sido vulgarizado.
Nosotros no tenemos el derecho de expulsar a los indios del territorio y menos de exterminarlos. La civilización sólo puede darnos derechos que se deriven de ella misma.
Al no reconocerlo así, nosotros, los que nos emancipamos del yugo despótico del coloniaje vendríamos a caer en los excesos que señalan perdurablemente a la execración del mundo las bárbaras hecatombes de la conquista de América.
Tenemos el derecho de introducir en el desierto nuestra civilización, nuestra legislación, nuestras prácticas humanitarias, porque allí donde nada de eso existe, debemos llevar las exploraciones del progreso.
¿Pero qué civilización es esa que se anuncia con el ruido de los combates y viene precedida del estruendo de las matanzas?
La injusticia se suprime, no se disminuye
Hemos creído demostrar en nuestro artículo de ayer que el servicio de fronteras es inconstitucional, arbitrario, y que no puede exigirse con justicia, del habitante de nuestra campaña.
El gobierno de la provincia, preocupado de resolver a todo trance la cuestión, asaltado de otras graves atenciones, sin medir las consecuencias ulteriores, lanza desde su poltrona su decreto reglamentario del servicio de fronteras.
Nuestros paisanos tienen el oído acostumbrado a percibir rumores lejanos y la vista avezada a conocer el peligro. De algo le ha servido la vida nómade y errante, a que le han condenado nuestras pasadas disensiones.
La noticia ha recorrido con la velocidad del telégrafo los ámbitos de nuestra abandonada campaña y el gaucho ha preparado su montura para huir del peligro, para escapar de nuestra civilización, refugiándose en las tribus de la barbarie.
Los caciques se convierten en sus protectores y se produce ese fenómeno singular, esa derrota de la civilización.
Los corresponsales se encargan de comunicarnos esos hechos y ayer mismo en nuestro correo de la Campaña se ha dado la noticia de que el cacique Coliquéo proporcionaba toda clase de facilidades a la fuga de nuestros gauchos.
¿Y en nombre de qué principio nos levantaremos nosotros para condenar al hombre oprimido que corre en busca de aire, de espacio y libertad?
¿No es ésta la necesidad más imperiosa de nuestra condición humana?
***
Los inmigrantes
Al esquema de “Civilización y Barbarie” de Sarmiento, Hernández opone el suyo. Primero desnuda el mito del inmigrante, como mágico pionero del progreso. Luego propone que se le dé un trato igual al criollo. El gringo –dice en un artículo de El Río de la Plata–, no debe quedar en los centros poblados, sino ir a la campaña, arraigarse en nuestro suelo.
Necesitamos imprimir actividad a las operaciones mercantiles, proteger nuestras industrias, crear nuevas fuentes de riquezas que reemplacen a las que se ciegan por causas irreparables.
El Nacional invoca la inmigración siguiendo la preocupación antigua que nos ha distinguido siempre.
Se entusiasma a la idea de poblar el desierto llamando inmigración y se extiende en la enumeración de sus beneficios.
Un inmigrante que se trae es para el colega, un consumidor que se asegura, un producto más que enriquece al país y un contribuyente más que paga impuestos a la Provincia y a la Nación.
“Si lo que necesitamos es población, agrega, traigámosla, pues todo lo que cuesta es reembolsable con usura para el Estado.”
Reconocemos las causas capitales apuntadas, y nos penetramos de la necesidad de poblar nuestros desiertos, pero lamentamos que esas cuestiones sean tratadas rutinariamente sin determinarse los medios de ejecución y cayendo en una declamación estéril por esa razón.
Grande es la idea de poblar el desierto, pero es necesario examinar si los medios corresponden a la idea.
Llamar inmigración simplemente no es mejorar la situación sino empeorarla.
Los buques de allende el océano tienen frecuentemente cargados de inmigrantes, que buscan en nuestras playas la realidad de esas promesas seductoras que entrevén en el nombre de nuestro majestuoso río.
Las naciones trasatlánticas, rebosan de población, y esa exuberancia les obliga también a facilitar la inmigración que acude a la Argentina.
¿Ha mejorado en algo nuestra condición esa inmigración que llega periódicamente?
¿Seremos verídicos si no decimos que la ha empeorado?
Hemos dicho ya que la inmigración puede ser un elemento de progreso y puede serlo de atraso. Eso depende de las medidas reglamentarias de la inmigración.
El inmigrante que desembarca en nuestras capitales se encuentra enfrente del desierto, sin medios de trabajar, porque la campaña amenazada aleja los capitales, la ciudad le ofrece la subsistencia y trata de amoldarse a una vida, las más veces, inútil y ociosa.
¿Quieren decirnos qué ventajas se recogen de la inmigración en esas condiciones?
La inmigración sin capital y sin trabajo es un elemento de desorden, de desquicio y de atraso.
El mal crónico está en el desierto es verdad, pero se necesita hallar el medio de subsanarlo.
A nuestro juicio el aumento de la población no depende de los medios que se ensayan; depende de nuestro estado social.
Mientras subsistan los sistemas viciosos que nos hemos dado, mientras subsista el desequilibrio entre la población y la riqueza, mientras no se abra un ancho campo a la avidez de las especulaciones individuales, la inmigración que afluye a nuestras playas se encontrará sin dirección y sin rumbo, será una inmigración extraña siempre a nuestra suerte, egoísta e inestable.
Entre nosotros, la tierra está aglomerada en pocos propietarios, pero existe una vasta porción de ella que no está poblada, porque nuestros gobiernos han puesto obstáculos a su población, con la esperanza de hallar en ella el medio de crear recursos extraordinarios para las situaciones difíciles.
El fraude electoral
El precario sistema de elecciones hace ver a Hernández el espejismo del sistema republicano. Y al hablar de la probable “protesta violenta de los pueblos cansados”, predice las consecuencias de una política permanentemente de espaldas al país.
Mientras las leyes electorales no garanticen al ciudadano la eficacia del voto; mientras no le dejen consultar el resultado probable de su participación en las elecciones; mientras no lo pongan a cubierto del fraude o de la violencia; mientras no aseguren por todos los medios legales la verdad del sufragio libre, mientras no reformen las instituciones monstruosas de los jueces de paz y devuelvan al pueblo lo que es del pueblo, mientras todo eso no se haga, la decadencia del espíritu público tendrá razón de ser y las cámaras en vez de ser legislativas seguirán siendo electorales, hasta que el mal se subsane por la protesta violenta de los pueblos cansados de soportar tan vergonzosa situación.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar