Waterloo, una nueva historia de la batalla y sus ejércitos, por Gordon Corrigan

Waterloo

El 18 de junio de 1815 Napoleón fue completamente derrotado en la Batalla de Waterloo, al sur de Bruselas, actual Bélgica. En aquella jornada las tropas británicas, holandesas y alemanas, dirigidas por el duque de Wellington y el ejército prusiano a las órdenes del mariscal de campo Gebhard von Blücher, cambiaron el rumbo de la historia. La victoria aliada puso fin al sueño imperial de Bonaparte, quien poco después partió al exilio en la isla de Santa Elena, donde murió cinco años más tarde. También se fortalecieron las monarquías absolutas y se configuró un nuevo mapa europeo.

Compartimos en esta ocasión un fragmento del libro Waterloo. Una nueva historia de la batalla y sus ejércitos, de Gordon Corrigan, militar y escritor, que arroja luz sobre aquella contienda.

Fuente: Gordon Corrigan, Waterloo, una nueva historia de la batalla y sus ejército, Buenos Aires, Editorial El Ateneo; Madrid, La esfera de libros, 2017, págs. 9-23.

El 18 de junio de 1965, el ejército británico realizó un espectacular desfile en los terrenos de la granja Hougoumont, al sur de Bruselas (Bélgica), para conmemorar el ciento cincuenta aniversario de la batalla de Waterloo. Por entonces, el ejército británico tenía el doble de tamaño que hoy día y todos los regimientos que allí lucharon enviaron su estandarte, una guardia de honor y su banda. El autor, que por entonces era el subalterno más alto del regimiento Gloucestershire, asistió como portaestandarte.

En 1965, la llegada del mayor número de tropas británicas vistas en Bruselas desde la liberación de la ciudad en septiembre de 1944 no pasó desapercibida para la población. Las tropas fueron acantonadas en unos barracones del ejército belga, remozados por última vez en 1880, y como los belgas, con la posible excepción de los noruegos, son los únicos europeos a los que realmente les gustan los británicos, cualquier soldado británico de uniforme que entrara en los estableci­mientos pertinentes se encontró con que podía trasegar hasta llenar su vejiga a satisfacción sin tener que pagar.

Inevitablemente, las celdas de los cuartos de guardia se llenaron rápidamente de soldados escoceses que regresaban con el culo al aire tras haber vendido sus kilts a las gentes de la zona. En el campo de batalla, preservado en gran parte por los belgas con el equivalente de un cinturón verde, había pocos, si es que había alguno, signos de que los británicos hubieran estado allí alguna vez. Monumentos a los granaderos franceses, estatuas de Napoleón, placas con panegíricos escritos por Víctor Hugo y tabernas con nombres reminiscentes del Armée du Nord había muchos; pero ni una mísera mención al gran duque. Los belgas llevan mucho tiempo viviendo una crisis de identidad. Durante los últimos trescientos años han sido súbditos de España, Austria, Francia, Holanda y, solamente desde 1831, viven en su propio Estado independiente, si bien este se encuentra dividido por tensiones raciales y lingüísticas. En la parte oriental del país, sin importar quién los gobernara, los habitantes se han considerado generalmente franceses o, cuando menos, pro-franceses, aunque solamente sea como una mejor alternativa a formar parte de los Países Bajos holandeses; y, si bien en la actualidad no tienen pendencias con los británicos, quienes, después de todo, crearon su nación, todavía se siguen inclinando hacia Francia. Ahora, gracias sobre todo a los comentarios producidos por el asunto de 1965 y los esfuerzos del Comité Británico para Waterloo, hay monumentos en el campo de batalla; pero la tienda del centro de visitantes (posterior a 1965) vende sobre todo objetos relacionados con Napoleón y los amantes de reproducir batallas prefieren vestirse de chasseurs à pied en vez de como soldados rasos del 33.° a pie. Incluso el principal investigador británico sobre la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, el difunto Dr. David Chandler, aparecía con regularidad con el uniforme de coronel de la Guardia Imperial.[1]

Que el doscientos aniversario de la gran batalla se conmemorase en 2015 con el mismo estilo, garbo y esfuerzo que en 1965 es algo discutible: ¿la corrección política reprobará la glorificación de la sangre y la matanza? ¿Querrá el gobierno británico evitar ofender a los franceses? ¿Gran Bretaña podrá permitírselo? Lo que resulta innegable es que, con la excepción de los guardias reales y la Household Cavalry (caballería de la Guardia Real), no existe ni un solo regimiento que mantenga el nombre que tenía en 1815, o en 1965, tal ha sido la rapidez del deterioro y la fusión de la infantería británica.

En 1965, fueron invitados los aliados de 1815 y contingentes de Austria, Alemania Occidental, Holanda, Bélgica, España y Portugal tomaron parte en el desfile, al igual que los rusos, a pesar de que la Guerra Fría estaba en su momento álgido. Dado que el acontecimiento era oficialmente, si no en realidad, una conmemoración más que una celebración, los franceses también fueron invitados. Como cabía esperarse, declinaron la asistencia y la historia que corría por los mentideros era que su presidente, el anglofóbico general De Gaulle, se negó porque estaba demasiado ocupado preparando las celebraciones del novecientos aniversario de la batalla de Hastings para el año siguiente.[2] Dado que De Gaulle no era conocido por su sentido del humor, la historia es casi con seguridad apócrifa; pero combina los dos momentos de la historia británica que están indeleblemente grabados en la mente de cualquier niño de colegio: 1066 y la batalla de Waterloo. Todos conocen la fecha de 1066, aunque no están muy seguros de lo que sucedió entonces y todos saben que hubo una batalla en Waterloo, pero no conocen la fecha.

En la larga historia del ejército británico ha habido muchas batallas que implicaron más hombres, duraron más y provocaron más bajas que la de Waterloo, que tuvo lugar a lo largo de un día en un cuadrado de aproximadamente 3 kilómetros de abarrotado terreno agrícola a unos 24 kilómetros al sur de Bruselas. Sin embargo, Waterloo genera más interés, reclama más atención y sobre ella se ha escrito más que sobre la del Somme, el Alamein y Normandía juntas. Ni siquiera se trata de que fuera una victoria exclusivamente británica: los ingleses eran una minoría dentro del ejército anglo-holandés, que a su vez era más pequeño que el ejército de su aliado, Prusia. Además, si bien el comandante en jefe era británico, el duque de Wellington, la verdad es que no se trató de una batalla en la que se requiriera una gran agudeza táctica. Más bien, lo que se necesitó fue la conocida virtud británica de agarrarse al terreno hasta que llegue la ayuda, una tarea que un elevado número de generales británicos disponibles hubieran sido perfectamente capaces de supervisar.

Hoy día, Waterloo se percibe como una impresionante victoria británica a pesar de unas abrumadoras probabilidades en contra. Quizá en realidad fuera una victoria aliada contra unas posibilidades que no eran tan malas. Es cierto que las fuerzas de Napoleón sobrepasaban en número a las de Wellington; pero en modo alguno en la relación de tres a uno que por lo general se consideraba necesaria para una ofensiva victoriosa. Si bien gran parte del ejército de Wellington era “infame” (con lo cual él quería decir “sin fama”), muchas de las unidades británicas habían servido en la península ibérica y, si bien carecía del estado mayor que le hubiera gustado tener a su servicio, todos sus comandantes de división y muchos de los comandantes de brigada habían servido a sus órdenes en algún momento en España y Portugal. Los conocía muy bien y ellos comprendían sus métodos.

Cuando se escribieron, los relatos contemporáneos de la batalla concedían todo el crédito a la contribución aliada —la de los holandeses-belgas, los pequeños estados alemanes y, por supuesto, Prusia—, pero enseguida los hechos comenzaron a quedar oscurecidos por el mito. Para los franceses, el resultado de la batalla se decidió supuestamente no debido a los fallos de Napoleón, sino a la incompetencia y las traiciones de otros; en el caso de los británicos, la contribución de las demás naciones aliadas fue progresivamente disminuida o ignorada por completo. Fue el coronel Charles Cornwallis Chesney, de los Reales Ingenieros, profesor de Historia Militar en la Real Academia Militar Sandhurst y después de la Academia de Estado Mayor de Camberley, quien logró restaurar el equilibrio. Al hacerse cargo de su puesto en 1858, Chesney se encontró con que el estudio de la historia de su profesión por parte de los oficiales del ejército era como mucho escasa y como poco tergiversada. La mayoría de las pocas obras recomendadas a los estudiantes estaban escritas por autores franceses en francés, muchas poseían una escasa base histórica y no se hacía nada por animar a los estudiantes a realizar análisis críticos de guerras y campañas. Chesney decidió cambiar todo eso y su estudio de la guerra civil norteamericana, mientras esta se estaba desarrollando, continúa destacando incluso hoy. Insistía en un estudio objetivo e imparcial de la historia de la guerra y sus ensayos sobre la campaña de Waterloo, publicados en 1868, le conceden todo el crédito a los prusianos (algo hasta entonces desconocido en los estudios en inglés) y se convirtieron en la obra de referencia durante muchos años, habiendo sido traducidos al francés y el alemán.

Después, tras la guerra franco-prusiana de 1870-1871, en la cual los franceses sufrieron una humillante derrota, la percepción británica de Waterloo comenzó a inclinarse de nuevo hacia una percepción anglocéntrica. Si bien no llegó a ser profrancesa, la opinión fue volviéndose progresivamente menos progermana: Napoleón III y su exemperatriz recibieron refugio en Inglaterra, y su hijo resultó muerto en la guerra zulú sirviendo en el ejército británico, mientras que el abierto apoyo del kaiser a los bóers en la guerra surafricana despertó entre los ingleses sospechas respecto a las intenciones alemanas. Posteriormente, la carrera armamentística naval y la posterior Primera Guerra Mundial acabaron con la idea de que Alemania hubiera podido tener parte en la victoria de Waterloo. De hecho, los soldados británicos del frente occidental se quedaron sorprendidos al verse enfrentados a infantes alemanes que llevaban en la manga la insignia de batalla “Waterloo”: ¿qué diantres, se preguntaban, tenían que ver los boches con Waterloo?

Entre ambas guerras mundiales y durante la segunda hubo escasos incentivos por conceder a los alemanes el crédito de nada y, si bien uno o dos libros de la década de 1960 intentaron presentar la batalla como ganada por una coalición multinacional, la mayoría se mostraban complacientes con el heroico mito de los gallardos británicos, sobrepasados en número y armamento, aguantando al enemigo para al final terminar derrotando al poderoso emperador y salvando al mundo con su esfuerzo. La percepción ha cambiado, al menos entre los historiadores; pero es una pena que el principal partidario de poner la contribución prusiana en la adecuada perspectiva, que ha indagado en varios archivos alemanes y escrito varios libros bien investigados como resultado de sus hallazgos, se haya convertido a sí mismo en una figura risible al proponer todo tipo de improbables teorías conspirativas y amenazando con ponerle un pleito a quien se muestre en desacuerdo con él. 

Que Waterloo se cierna con tanta amplitud sobre la historiografía británica no puede deberse solamente a su importancia militar; más bien, se trata de que es considerada el comienzo del “siglo británico” y el último estertor de la era imperial francesa: la última posibilidad que tuvieron los bonapartistas de crear una Europa unida bajo hegemonía francesa tras veintidós años de guerra casi continua. En los largos años de las guerras revolucionarias francesas y las napoleónicas el único factor que no cambió fue la resistencia británica a las ambiciones francesas. Todas las demás potencias, y muchos estados que no lo eran en el sentido contemporáneo fueron en un momento u otro conquistados por Francia, ocupados por Francia o estuvieron temporalmente aliados con Francia. Solamente Inglaterra, protegida por el canal de La Mancha y su armada, se mantuvo en constante oposición, apoyando a las siete coaliciones aliadas que se formaron entre los años 1793 y 1815 con su dinero, su armada, su capacidad industrial y, cuando pudo, sus tropas. En el caso de haber ganado Napoleón la batalla de Waterloo, hubiera seguido perdiendo la guerra: la diferencia es que en ese caso Ingla­terra no hubiera tenido la influencia que tuvo a la hora de trazar las fronteras de Europa posteriores a la guerra y de crear un sistema de equilibrio que mantuvo la paz, más o menos, durante un siglo.

Waterloo no es algo aislado, sino que ha de considerarse en el contexto de la era que comenzó en 1770 con los primeros ataques contra lo que los revolucionarios llamaron después l’ancient régime y terminó con el desembarco de Napoleón en la solitaria y remota Santa Elena en 1815. La declaración de guerra de Francia a Inglaterra en 1793 (de no haberse producido la cual, Inglaterra hubiera terminado declarándole ella la guerra) dio comienzo al más prolongado período de hostilidades de la historia moderna de Gran Bretaña y, hasta los acontecimientos de 1914-1918, cuando los hombres hablaban de la “gran guerra” se referían a la guerra contra Francia. En una época durante la cual, al menos en Occidente, las operaciones militares que duran más de un año o así resultan cada vez más sospechosas para el público, cuando no generan pura oposición, es de destacar que la gran mayoría del público británico apoyó la guerra contra Francia durante veintidós largos años. Si bien por entonces Gran Bretaña no era una democracia en el sentido moderno —la idea del sufragio universal habría sido considerada por muchos como una extraordinaria aberración—, sí contaba con libertad de expresión y de prensa, el gobierno de la ley, carecía de servicio militar obligatorio y de restricciones en la libertad de movimiento y trabajo, encontrándose más próxima a la idea de un país libre que ningún otro, con la posible excepción de los inexpertos Estados Unidos de América; si bien, al contrario que en estos, en la madre patria la esclavitud estaba prohibida. Los gobiernos británicos eran, incuestionablemente, los gobiernos del rey; pero tenían que tener en cuenta a la opinión pública, con una plétora de periódicos, panfletos y oradores altamente críticos asegurándose de que así fuera. En ningún otro país europeo podía un miembro del Parlamento oponerse de forma constante y pública a la guerra, mofarse de los objetivos bélicos del gobierno, hacer constantes llamamientos a una paz negociada, exigir la exoneración de Napoleón y acusar al secretario de Marina de corrupción, como hizo Samuel Whitbread, miembro de la conocida familia de fabricantes de cerveza.[3] Resultaba inconcebible que, en medio de las brumas de la guerra, un príncipe de sangre real prusiano, español, portugués, sueco e incluso holandés fuera llevado a juicio acusado de desfalco en la venta de despachos de oficial, como lo fue en 1809 el duque de York, segundo hijo del rey Jorge III, si bien fue absuelto (probablemente con justicia). Quizá sea por esa misma libertad para criticar por lo que el gobierno británico pudo continuar una guerra que a menudo parecía que se iba a tornar en desastre y tener un amplio apoyo de la gente al hacerlo.

La mayoría de las guerras favorecen el progreso técnico —mejores armas y tratamientos médicos son los ejemplos más evidentes—; pero en 1815 el ejército o la armada de cualquiera de los participantes poseían muy poco que no tuvieran ya en 1793. La artillería mejoró ampliamente y otra gran parte del equipo se refinó, proporcionando la experiencia un uso más diestro de casi todo. Con respecto a los británicos, la guerra indudablemente favoreció el verdadero profesionalismo a la hora de seguir una carrera militar y, mientras que el ejército británico de 1793 no es que fuera una muchedumbre de azotados criminales dirigida por petimetres de salón, como alegaban sus detractores, ciertamente no era la máquina finamente engrasada en la que se había convertido al finalizar la guerra. Para cuando se produjo la primera rendición francesa, en 1814, los oficiales británicos sabían lo que hacían y el trabajo coordinado de todas las armas, con la infantería, la artillería y la caballería trabajando juntas, era cosa de todos los días, pudiendo el ejército apoyarse en un sistema logístico que era la envidia del mundo.

No obstante, que el ejército británico venciera en tierra firme no necesariamente le supuso una ventaja a largo plazo. Los ejércitos que resultan derrotados se preguntan por qué, como hicieron los prusianos tras Jena en 1806, se reforman y producen algo mejor. Los ejércitos del lado vencedor no ven necesidad alguna de cambiar los modos de hacer que los condujeron a la victoria y así se corre el riesgo de quedarse estancado. Los iniciales desastres administrativos británicos en Crimea cuarenta años después de Waterloo han de achacarse a unos soldados complacientes y unos políticos despreocupados, convencidos de que todo estaba bien y no había nada que cambiar. En cuanto a los franceses, quienes indudablemente fueron derrotados, tras 1815 la dirección del ejército permaneció en las manos de los mismos hombres que lo habían dirigido para Napoleón, luego brevemente para el restaurado Luis XVIII y después para Napoleón de nuevo hasta la derrota final de los Cien Días. Es cierto que un mariscal —Ney— fue fusilado y unos pocos más exiliados; pero la mayoría se limitaron a cambiar de chaqueta una vez más y continuaron como si nada hubiera pasado. De modo que existían escasos incentivos para estudiar los motivos de la derrota, o para aceptar que una derrota militar, al contrario que la traición política, hubiera tenido lugar, de modo que el ejército francés del Segundo Imperio, organizado, equipado y comandado de forma muy similar al del Primero, fue derrotado de nuevo en 1871 por el viejo enemigo, los prusianos.

Napoleón murió en Santa Elena en 1821. Su cuerpo regresó a Francia en 1840 y fue depositado con gran pompa y boato en la Chapelle Saint-Jérôme de París, siendo luego reinhumado en un magnífico mausoleo especialmente construido en Les Invalides, donde todavía sigue. Hasta el día de hoy, su tumba continúa siendo un lugar de peregrinación para los oficiales del ejército francés, y uno ha de preguntarse si la cobarde actuación del ejército francés en 1870, su insistencia en constantes ataques frontales durante la Primera Guerra Mundial y su lamentable actuación en la segunda están de algún modo relacionados con su aferramiento a un anticuado ideal de ímpetu militar —y Napoleón ciertamente les dio mucha gloria— al tiempo que ignoran las lecciones de la ignominiosa derrota.

Mientras tanto, las fuentes para el estudio de la batalla de Waterloo y las circunstancias que condujeron a ella son muchas y variadas. Desde el punto de vista de los historiadores, en estos enfrentamientos participó —por primera vez— una soldadesca alfabetizada. De guerras anteriores contamos con relatos de oficiales superiores, pero pocos de la tropa. Ahora contamos con una multitud de cartas y descripciones escritas por oficiales menores y el resto de la escala, lo cual nos proporciona una imagen más completa de lo que era la vida en los ejércitos de principios del siglo XIX, en ambos bandos. Las fuentes secundarias son casi inagotables y los Archivos Nacionales de Kew, la Biblioteca Británica en San Pancras y la hemeroteca de Colindale son invaluables herramientas de investigación, junto a su servicial y paciente personal. Los archivos militares franceses en Vincennes y los archivos nacionales en París son esenciales… si uno consigue acceso a ellos. Un historiador inglés que desee estudiar en los archivos franceses se encuentra con la presunción de que el objetivo de su investigación es encontrar algo que haga que los franceses parezcan tontos. De modo que existe una falta de cooperación que va más allá de la que viene incluida con el puesto de trabajo. He intentado hacerme pasar por canadiense (lo cual no es una completa mentira, pues mi madre lo es); pero entonces me encontré con un canadiense de habla francesa y, si bien mi francés moderno es razonable, los canadienses hablan una forma de francés que ha cambiado poco desde la guerra de los Siete Años. Actualmente digo que soy irlandés (lo que tampoco es mentira del todo, pues nací allí) y, como se presupone que los irlandeses odian a los ingleses, de inmediato recibo ayuda.

 

Cabe preguntarse si existe en las estanterías espacio para un nuevo libro sobre Waterloo. La respuesta es sencilla: la batalla y quienes tomaron parte en ella continúan fascinando y las interpretaciones de esta varían mucho. Personalmente, no comparto las habituales críticas de que los oficiales británicos de la época eran un puñado de niños sin carácter. De hecho, aparte de los guardias y algunos de los más elegantes regimientos de caballería, la mayoría de los oficiales del ejército poseían unos sólidos antecedentes de clase media. El título de caballero que tantos coroneles lucieron durante el período fue casi siempre una recompensa por sus hojas de servicio, más que heredados, del mismo modo en que la mayoría de los títulos de nobleza de los generales fueron de nueva creación. Tampoco acepto que la compra de los grados de oficial y los ascensos fueran necesariamente el inicuo sistema que parece a ojos modernos, porque de hecho funcionaba y funcionó bien una vez se terminaron los abusos gracias a reformistas como el duque de York.

En el pasado, alguno de mis lectores ha cuestionado mi uso del término “Inglaterra” cuando hablo de la política de la época… ¿acaso debería referirme a Gran Bretaña o al Reino Unido? No me disculpo por utilizar “Inglaterra”. Lo cierto es que el gobierno se encontraba en Inglaterra, la industria se encontraba en Inglaterra y el dinero se encontraba en Inglaterra, Napoleón no le ordenó al mariscal Masséna “devuelva a los sarnosos leopardos británicos al mar”; más bien se refirió a los sarnosos leopardos ingleses. Inglaterra, que no Gran Bretaña, era una nación de tenderos y fue de los ingleses de quienes Napoleón dijo que habían sido los más gallardos de sus enemigos, no los ciudadanos de Gran Bretaña o Irlanda. En rasgos generales era Inglaterra quien importaba y, si bien resulta innegable que los galeses, los escoceses y los irlandeses tuvieron su parte, en política y relaciones internacionales era Inglaterra quien dirigía. El ejército, no obstante, era distinto: era indudablemente británico, con una amplia proporción de sus soldados de extracción irlandesa y un cuarto de sus oficiales escoceses. El motivo de ello será discutido más adelante.

 

Tampoco me disculpo por mi frecuente uso del “puede”, “da la impresión”, “quizá”, “en torno a”, “probablemente” y expresiones similares en mi descripción de las batallas de 1815. Las fuentes contemporáneas son legión y la mayoría de ellas no coinciden. No tiene nada de sorprendente: la mayoría de la gente que estuvo allí sabía qué les estaba pasando a ellos y a quienes los rodeaban; pero no necesariamente comprendían la escena general. Los recuerdos escritos mucho tiempo después de un acontecimiento pueden distorsionarse, no necesariamente de forma deliberada, y en el caso de al menos algunos relatos lo que se publicó dependió de si había dinero de por medio. Buscando darle sentido a las muy diferentes versiones de los hechos he intentado describir el que me parece más probable, si bien acepto que es posible que no siempre haya dado en el clavo.

Como siempre, tengo que agradecerle a mucha gente su ayuda a la hora de poder sacar este libro a la luz. Angus MacKinnon y Ben Dupré han vuelto a ser mis editores y me han salvado de prolongados litigios por libelo; del mismo modo, Lauren Finger, James Nightingale y Margaret Stead, de Atlantic, merecen todos unas inmensas gracias, al igual que el personal de los Archivos Nacionales, la Biblioteca Británica y la Biblioteca del Príncipe Consorte. Como siempre, mi esposa se ha esforzado todo lo posible por evitar que me pusiera demasiado pomposo, no siempre con éxito.

La edición ha sufrido una revolución inimaginable desde que el monje calígrafo fue reemplazado por la imprenta de mister Caxton. El poder de Amazon, con su habilidad para debilitar al editor tradicional, así como la llegada de los libros electrónicos, que eliminan la necesidad de papel, se consideran como una inmensa amenaza para el tradicional libro impreso. Puede que vayamos a echar un vistazo a Waterstones, pero compramos en Amazon; ya no necesitamos unas maletas extra para llevar con nosotros nuestro material de lectura, sino que podemos llevar una biblioteca entera en un Kindle. Sin embargo, los escucho gritar, nos gusta lo que se siente al tomar un libro, el olor de un libro, la emoción de abrir un libro nuevo. De acuerdo. También a mí, pero la generación digital no posee las trabas de las convenciones del pasado y es indudable que había muchos en Roma que afirmaban que la manipulación de un rollo de papiro nunca podría ser superada por el innecesario libro. El libro electrónico, el e-book, ha llegado para quedarse. En la actualidad, no obstante, aunque está bien para la ficción, no lleva bien el ensayo. Las notas a pie de página y las bibliográficas no están conseguidas, del mismo modo que las ilustraciones y los mapas no se reproducen bien; pero todo eso mejorará, y en poco tiempo la calidad y facilidad de lectura seguramente se compararán con ventaja con el libro impreso tradicional. ¿Seguirá habiendo sitio para el libro tal cual lo conocemos? Probablemente sí, pero en bibliotecas y lugares de referencia más que en las estanterías de casa. ¿Qué sucederá con los editores? Sobrevivirán, pero solamente si asumen la revolución digital y la aceptan. En cuanto a los impresores, puede que, antes de lo pensado, se unan a quienes barrían las calles delante de alguien para que la cruzaran sin mancharse y al farolero en la lista de profesiones que ya no existen. En la práctica reducirán su personal, se moverán a talleres más pequeños y se concentrarán en publicar periódicos y revistas, tarjetas de visita e invitaciones de boda, todos los cuales es poco probable que sean sustituidos, al menos no por ahora. Basta con decir que estoy agradecido a la fe que mis editores me han demostrado al estar dispuestos a publicar otro libro mío en formato tradicional si bien sin duda también como libro electrónico.

En cuanto a Waterloo, no fue un hecho aislado. Se trató, más bien, de la culminación de un largo período de desarrollo militar y maniobras políticas que convirtieron a Gran Bretaña en una potencia mundial —de hecho, la única que hubo durante todo un siglo—. Además, si bien los aspectos técnicos de la batalla son interesantes no podemos tratarlos como algo aislado, sino que han de ser explicados como parte de un gran cambio global en el que, entremezclados, lo militar, lo económico y lo político culminaron en un embarrado terreno de Bélgica una tarde de domingo de hace doscientos años. Eso es lo que he intentado conseguir.

Referencias:

[1] Hemos de admitir, por supuesto, que los uniformes franceses del período eran bastante más glamorosos que sus equivalentes británicos, lo que da peso a la opinión de este autor de que el ejército mejor vestido siempre pierde.
[2] Por más que, algo sorprendentemente, un contingente naval francés apareció para el doscientos aniversario de Trafalgar.
[3] Cuando se suicidó, en julio de 1815, se dijo, con bastante crueldad, que se le había roto el corazón con la victoria de Waterloo.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar