En 1842 el viajero inglés William Mac Cann arribó a Buenos Aires en busca de oportunidades comerciales. Hay quienes sostienen, sin embargo, que Mac Cann no era más que un espía inglés, ya que, de regreso en Londres en 1846, publicó un informe titulado The Present Position of Affairs in the River Plate (Posición actual en los asuntos del Río de la Plata).
Como sea, Mac Cann volvió a estas tierras en 1847 y comenzó una travesía a caballo de 4300 kilómetros que quedaría plasmada en su libro Viaje a caballo por las provincias argentinas, editado en 1853 por la librería londinense Smith, Elder & Co, donde registró escenas de la vida urbana y rural, costumbres y retratos de personajes destacados de aquel momento decisivo de la historia argentina.
Compartimos aquí un capítulo dedicado a la ciudad de Buenos Aires, con sus iglesias, su puerto, su mercado y Alameda.
Fuente: William Mac Cann, Viaje a caballo por las provincias argentinas, Traducción de José Luis Busaniche, Buenos Aires, Academia Nacional de Letras, 1939, págs. 141-153.
La ciudad de Buenos Aires, vista desde la rada exterior y a una distancia de siete millas de la costa, ofrece un panorama hermoso y atrayente, pero
“’Tis distance lends enchantment to the view”.
El asiento es algo elevado y la ciudad destaca sobre las costas bajas y monótonas del río, cuyas aguas barrosas descienden hasta perderse en el mar. El viajero que ha navegado, aguas arriba, unas ciento veinte millas en el Río de la Plata, se siente cautivado por los graciosos perfiles de las torres y cúpulas de las iglesias; la mirada se posa sobre el blanco domo de la catedral que resalta entre la niebla de la mañana y resplandece a los primeros rayos del sol.
Al acercarnos al puerto, que ha sido centro comercial por espacio de más de tres siglos y es ahora la entrada de un país tan extenso como los Estados Unidos, esperamos encontrarnos con diques, muelles y arsenales en plena actividad, pero no es así; las arenas y las rocas de la costa, el suelo y el agua se presentan tales como los formó la naturaleza, porque el hombre no ha hecho nada, hasta ahora, para mejorar el puerto. Los pasajeros se ven obligados a desembarcar en botes que no pueden llegar hasta la orilla, y, de los botes, pasan a unos carros de grandes ruedas que les conducen a tierra. Sin embargo, el general Rosas, a principios de 1847, ha iniciado la construcción de una muralla que deberá extenderse desde el Fuerte hacia el lado norte, en todo el largo de la ciudad. Esta obra, una vez terminada, formará una explanada magnífica sobre uno de los más bellos ríos del mundo. También forma parte del proyecto la construcción de un desembarcadero para pasajeros. Trátase de una empresa gigantesca y cuando pasen las guerras civiles y se olviden las querellas de partido, quedará ese monumento como testimonio de los afanes de su fundador por el progreso de la ciudad.
El aspecto de Buenos Aires, para quien desembarca en la ciudad, no tiene nada de simpático: las casas, de una sola planta, aparecen sucias, ruinosas, y se pregunta uno si pueden estar habitadas en tales condiciones. El comercio y los negocios dan pocas señales de existencia: no se siente el bullicio de las grandes ciudades y predomina más esa quietud propia de los pueblos rurales en Inglaterra. Las calles se cruzan en ángulo recto, a distancias iguales, y el plano de la ciudad puede compararse a un tablero de ajedrez. El ancho de las calles permite fácilmente el paso de dos carros, pero las veredas son estrechas e incómodas. Algunas calles principales tienen pavimento y se mantienen muy limpias, pero otras, menos frecuentadas, se hallan en tal estado de abandono que se hace imposible cruzarlas: hay en ellas numerosos pantanos que ofrecen peligro por su profundidad, a punto de que es indispensable tener un conocimiento previo de las condiciones en que se encuentran. Existen algunas plazas muy espaciosas que no tienen nada de particular, aparte de su amplitud. La más hermosa es la plaza Victoria, que ofrece algunos detalles de interés: Hacia los lados Este y Sur, se levantan bonitas recovas embaldosadas en su mayor parte con piezas de mármol blanco y negro, en forma de losanges: bajo los soportales se abren tiendas arregladas con buen gusto. El lado Oeste de la plaza está ocupado por el Cabildo o Municipalidad y algunas oficinas del Departamento de Policía. En la parte Norte se levanta la catedral, con su fachada de estilo griego no terminada aún.
Los únicos edificios públicos dignos de atención, son las iglesias, construidas sobre planos de grandes proporciones, pero su aspecto exterior denota un completo abandono que contrasta con la suntuosidad, la magnificencia y la solidez de los interiores. Muchos signos de decadencia pueden advertirse ya, pero el extranjero se hace todavía una idea muy alta de la pasada grandeza de esta capital sudamericana que –como decía Lord Byron de Venecia– “muere diariamente”.
Algunas residencias de familias pertenecientes a las clases superiores son realmente hermosas como edificios, aunque el efecto que producen pierde mucho debido a la estrechez de las calles. Por lo general, dichas casas pueden considerarse dobles por su disposición: tienen sobre la calle una ancha y maciza puerta que conduce a un patio abierto, encuadrado por los departamentos principales; un zaguán espacioso une este patio con un segundo, destinado a los cuartos de dormir; más adentro se abre otro donde están las cocinas y cuartos de servicio. Estos patios se hallan adornados generalmente con plantas y flores escogidas; a veces un árbol de naranjo ocupa el centro y suele hallarse cubierto todo el patio por una frondosa parra, de la que cuelgan racimos purpúreos. Los techos planos llamados azoteas constituyen un delicioso retiro en las tardes de verano cuando los cuartos interiores se ponen sofocantes a causa del excesivo calor. En las construcciones de estos edificios no se ha tenido, sin embargo, la precaución de disponer un pasaje cubierto que pueda llevar directamente desde la parte delantera a cualquiera de los departamentos interiores, y así, para pasar desde la sala a la cocina, o a una cualquiera de las piezas, es necesario atravesar todos los cuartos intermedios o bien cruzar los patios abiertos. Este defecto constituye una verdadera incomodidad para la vivienda.
Las familias de elevado rango social, gustan mantener sus casas con lujo y esplendor, lo que se pone de manifiesto en los costosos y elegantes mobiliarios. Se preocupan también por adoptar todos los adelantos de la época. El gusto de las señoras y señoritas se echa de ver en el arreglo de sus dormitorios, que sirven también de tocadores: el lecho se adorna con las más ricas colgaduras; las sobrecamas son de seda de damasco carmesí, con largos flecos; las almohadas y cojines ostentan los mejores rasos, guarnecidos con bordados de blonda.
El cuadro más animado y bullicioso que pueda verse en la ciudad, es el del mercado, que ocupa un gran espacio cuadrangular con pequeños cobertizos colocados a igual distancia uno de otro. Allí se instalan los carniceros y vendedores de frutas y verduras. Este mercado produce en el extranjero que lo ve por primera vez, una gran impresión de sorpresa: la variedad de tipos y trajes, entre los que figuran specimen de casi todas las razas y países, así como la Babel de lenguas de todas las naciones, confunde al espectador, a un punto difícil de explicar. Ninguna ciudad del mundo -con seguridad- puede ostentar tan abigarrado concurso de gentes: es tan grande la variedad de los rostros, que acaba uno por dudar de que la especie humana proceda de un tronco común. La tez olivácea del español, el cutis cetrino del francés y el rojizo del inglés, alternan con fisonomías indias, tártaras, judías y negras; mujeres blancas como el lirio y de radiante belleza forman contraste con otras, negras como la noche, mientras el porte y la indumentaria de las diferentes clases sociales contribuye no menos al desconcierto. Unas grandes y pesadas carretas de bueyes llegan trayendo el pescado, del que hay una gran variedad: algunos son exquisitos y en general muy baratos. Un pescado de primera calidad, suficiente para alimentar una familia, puede adquirirse a seis peniques porque todos los que no han sido vendidos a una hora determinada deben removerse, y, con alguna frecuencia, se arrojan pescados en gran cantidad como desperdicios. Tropas de pavos, patos, pollos y gansos aumentan la algarabía, las aves muertas, entre ellas las perdices, se alinean en montones. También pueden hallarse en abundancia todas las legumbres de una huerta inglesa, con la adición de batatas y calabazas. Los melones y otras frutas se exhiben en el suelo, mientras las más delicadas, como los duraznos, las uvas y los higos, se colocan sobre mesas o banquetas. El aspecto de la carne no es agradable, porque la traen directamente del campo del matadero y aparece muy negra y sucia. Véndese por trozos y no por libras. Algunos carniceros proveen diariamente a las familias de la ciudad mediante una cantidad fija, que se paga por mes. En cuanto al cálculo de los precios en libras esterlinas, se hace difícil establecerlo porque el cambio varía mucho, pero los carniceros están obligados por ley, a vender la carne al precio de tres pesos (más o menos tres peniques) la arroba -equivalente a veinticinco libras- si bien es cierto que para evitar disputas relativas a la calidad, se pagan comúnmente algunos pesos más. Las legumbres, debido a la escasez de población suburbana, son más caras que en Londres. Una libra de manteca cuesta, por lo general, en la ciudad, lo que una oveja en el campo; en algunas ocasiones la manteca ha alcanzado el precio de cinco chelines la libra.
La vida es muy cara en Buenos Aires: los alquileres altísimos, y los sirvientes –aunque ingobernables– ganan muy buenos sueldos. Hay muchos hoteles y casas de huéspedes, varios pertenecientes a ingleses y norteamericanos.
Los alrededores de una gran ciudad constituyen un índice bastante exacto de lo que es la ciudad misma, algo así como una introducción o prólogo de lo que puede encontrarse en ella. Si los caminos o localidades suburbanos son antros de ignorancia, crímenes y vicios, generalmente es porque la ciudad los ha hecho así, y, por el contrario, si son limpios, laboriosos, alegres y bien administrados, se debe a la inteligencia y energía de sus convecinos.
Un paseo por los arrabales de Buenos Aires podrá darnos una idea de lo que es la ciudad misma.
Si bajamos por una de las calles en pendiente, caemos en la Alameda, el paseo público de la ciudad, cuyas obras de prolongación están ejecutándose. A la sombra de una fila de árboles, puede verse a centenares de argentinos y extranjeros que frecuentan este grato retiro y cambian saludos comentando las últimas noticias y los chismes del día. Cantidad de jinetes de ambos sexos llenan el extremo norte de la Alameda, allí donde ésta se ensancha hasta la costa del río. Los coches que se ven son, comparativamente, pocos.
Las lavanderas extienden las ropas blancas sobre el pasto verde de la orilla y el color de las ropas contrasta con el de las mujeres, que son, casi todas, negras. Pasando la casa del Resguardo -donde hace de centinela un negro descalzo y mal vestido- llégase a una batería de diez cañones de bronce bien montados y acondicionados, pero sin ningún muro o foso de protección, de suerte que, siendo el terreno muy inconsistente, están expuestos a desaparecer en algún día de fuerte viento y alta marea.
En aquel punto se ofrece un vasto y sorprendente panorama: hacia un lado el río, hacia el otro una graciosa barranca arbolada que, por alguna distancia, forma una alta plataforma natural sobre la que se levantan elegantes residencias, ocupadas, casi todas, por extranjeros. La iglesia y el cementerio de la Recoleta destacan desde su eminente posición y sólo se requieren algunos árboles más para dar mayor atractivo al paisaje.
En este lugar, la costa forma un extenso campo cubierto de pasto verde y corto, que sirve de punto de reunión a las carretas de bueyes que vienen del interior: tuve ocasión de ver una tropa de veinte carretas, recién llegadas del norte del país después de un viaje de mil millas; los bueyes, desuncidos, erraban por los alrededores; algunos pacían, otros descansaban echados en el suelo; uno o dos parecían morir de hambre y de fatiga. Cuando mueren, les sacan el cuero y dejan los restos abandonados para servir de alimento a los perros; luego esas osamentas molestan mucho, por el olor que despiden y porque resultan peligrosas para las personas que andan a caballo durante la noche.
El aspecto fiero y salvaje de los carreteros despierta cierta aprensión; sus maneras tampoco inspiran ninguna confianza; reciben siempre al extranjero con calculada frialdad, según costumbre general en ellos. Para sus estrechas inteligencias, las preguntas del europeo resultan incomprensibles y se muestran suspicaces y desconfiados cuando se trata de hacerles entrar en conversación. En la preparación de la cocina usan los métodos simples de los gitanos y otras tribus nómadas: valiéndose de un yesquero encienden fuego con algunos palos y asan la carne a la manera común.
Forma contraste con estos grupos de árabes sudamericanos, el campo de recreo que ha sido inaugurado hace poco por Mr. Hickman. Entre este campo de espectáculos y la ciudad, se ha establecido un servicio de carruajes con horario fijo.
Cerca de su entrada veíanse grupos familiares a la sombra de los árboles; algunas personas paseaban, otras merendaban con frutas y refrescos; había también reuniones en que se danzaba al son de la guitarra. Subiendo un ancho camino, hacia la parte alta, dominábase el puerto y aparecían en todas direcciones árboles cargados de frutos: durazneros, higueras, granados, limoneros y naranjos.
Me indicaron la residencia particular del general Rosas. Yo la suponía rodeada de bosques, de praderas y otras dependencias propias de las casas de campo; pero su aspecto era el de un espacio llano con algunas plantaciones nuevas en la orilla del río: vi, en primer plano, un conjunto de ranchos rústicos, plantaciones de cañas y un terreno baldío donde crecían cardos gigantes. Se estaban haciendo algunos arreglos, entre ellos unos plantíos, pero la tierra es tan baja, que difícilmente podrá darse al paisaje cierto carácter pintoresco. Algunos avestruces domésticos y unas llamas caminaban por un terreno frente a la casa; entre los árboles volaban pájaros de hermoso y variado plumaje; los teros, gavilanes y otras aves de presa, llenaban el aire con sus gritos estridentes.
Bajando por la calle del Perú –calle bien pavimentada y donde están las casas de las familias pudientes– se llega al Retiro. Este sitio comprende una gran plaza, limitada hacia el río por un amplio edificio, hoy destinado a cuartel y que antiguamente ha sido plaza de toros. Esta diversión, muy del gusto de la aristocracia española, ha sido suprimida en Buenos Aires. Un poco más allá del Retiro está el antiguo cementerio protestante, primer sitio en que fueron inhumados los individuos del credo reformado; se construyó en 1821 y costó ochocientas libras esterlinas, suscriptas por los residentes extranjeros de dicho culto. Antes de 1821, los cementerios públicos estaban cerrados para los cismáticos. Estos eran enterrados junto al camino alto que conduce al río, desde Retiro, a menos que se dispusiera de alguna influencia –que no excluía el soborno– para que el cadáver tuviera acceso al cementerio católico.
Pasando el cementerio, disfrútase de una vista muy amena, a la que contribuyen los naranjales y limoneros cargados de frutas doradas que destacan al sol entre el verde oscuro del follaje. El cuadro presenta los más raros contrastes: aquí un terreno bien cultivado, más allá una tierra abandonada y baldía; villas y jardines que denotan riqueza y buen gusto alternan con miserables ranchos de barro; por momentos sopla una brisa saturada de perfumes y de pronto las emanaciones de un animal muerto ofenden el olfato. Estas incongruencias son comunes a todos los suburbios; es deplorable el abandono y la suciedad, chocantes a los sentidos, que se advierten por doquiera. Hasta no hace mucho tiempo, las familias más pudientes y respetables habitaban los alrededores de la ciudad, pero al presente, sus villas y campos de recreo amenazan ruina. Suele todavía encontrarse alguna residencia con aspecto de elegancia y confort, pero siempre es propiedad de algún extranjero. A juzgar por lo visto, diríase que los habitantes de los suburbios han abandonado dichos barrios, de común acuerdo.
El único cementerio público de la ciudad es el llamado La Recoleta. Se halla situado en un hermoso paraje, sobre una barranca del río bastante elevada. La iglesia se ha construido de acuerdo a una escala de grandes proporciones, pero, como ocurre en la mayoría de los edificios públicos en el país, anuncia ya una completa ruina. El exterior presenta un aspecto lamentable, aunque el interior del templo se halla bien conservado. Los Recoletos forman una rama de la orden franciscana y se dedican a confesar a los moribundos y enterrar a los muertos.
Teniendo en cuenta la pobreza del país, el general Rosas dictó un decreto por el que se prohíbe que figuren más de dos coches de duelo en los acompañamientos fúnebres. Esto llevó a la abolición general del luto, que fue sustituido por una cinta de crespón o un brazalete negro, según el sexo. Para ello se dio como pretexto que los vestidos de luto estaban –por su precio– fuera del alcance de la población.
Llegado el coche fúnebre a la puerta del cementerio, llevan el ataúd a una pequeña capilla y encienden cirios sobre un modesto altar; un fraile celebra una misa por el alma del difunto y depositan luego el cadáver en la tumba. En el cementerio pueden verse los nombres de muchos muertos ilustres: patriotas, poetas y guerreros; el recinto está entrecortado por avenidas en que alternan limoneros, naranjos y cipreses.
Hallábame contemplando la escena, cuando llegó un carro que se acercó con alguna rapidez, tirado por una mula; en el carro había dos ataúdes sin tapas, con sendos cadáveres envueltos en vestidos de lana muy andrajosos. Nadie los esperaba en el cementerio -cosa natural tratándose de gentes pobres -y los sepultureros -un negro y un mulato- sacaron de los carros los cajones sin ninguna ceremonia, los colocaron sobre unas angarillas y echaron a caminar entre las tumbas. Deseoso de ver cómo enterraban a los pobres caminé en la misma dirección y encontré a los sepultureros de vuelta, con los ataúdes vacíos. Seguí entonces al extremo del cementerio, hasta un terreno donde crecían hierbas y ortigas en libertad: los cadáveres, apenas cubiertos con sus vestidos de lana, habían sido arrojados a un ancho foso que se mantiene siempre abierto, y dejados allí sin ninguna ceremonia religiosa.
Una tarde que me paseaba por la Alameda, al anochecer, advertí que la playa tomaba un aspecto fantástico. Era debido a las luces distintas emitidas por innúmeros faroles de que se sirven los bañistas. El cuadro resultaba muy característico: aquí un grupo familiar se desvestía para ponerse las ropas de baño; más allá otro grupo, que salía del agua, se ocupaba en buscar sus prendas de vestir entre las rocas o sobre la playa de arena. Cientos de personas de todas clases y edades se bañaban: hombres, mujeres y niños aparecían mezclados en gran regocijo y la superficie se agitaba con aquella multitud de bañistas que ponían una nota de alegría. En todos se observaba, sin embargo, el mayor decoro. Me senté bajo un árbol para disfrutar de la brisa nocturna al claro de luna; los bañistas que volvían a la ciudad pasaban junto a mí; las mujeres llevaban amplios vestidos y los cabellos sueltos cayendo sobre las espaldas, “their long locks, black as the raven’s wing floating in the gentle breeze”. (Las largas guedejas, negras como ala de cuervo, flotando al suave soplo de la brisa).
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