Fuente: Revista Brecha, 16 de junio de 2000, pág. 33.
Hay preguntas que los uruguayos plantean recurrentemente a sus historiadores: ¿Artigas ingresó a Paraguay buscando rearmarse, o no quería pelear más? ¿Por qué no volvió nunca? La respuesta compromete, a la vez, a la historia y a la historiografía.
Los acontecimientos de la revelación oriental fueron dejando tras de sí una compleja variedad de cartas, proclamas, panfletos, acuerdos, constituciones, instrucciones, recibos, legajos judiciales, diarios y gacetas. Actas que encierran actos, en definitiva. En esa papelería, la «leyenda negra» que señalara a Artigas como el «ídolo de la multitud ignorante» se mezclaba con los testimonios de su don de gentes, su carisma, su inflexibilidad. Testimonios doblemente valiosos cuando provenían de sus adversarios o de los neutrales comerciantes que, tal el caso del irlandés Robertson, no esconden su miedo al describir la ferocidad de sus tropas ni su admiración al conocerlo y comprobar que «el amo de la mitad del Nuevo Mundo» bebía ginebra en un cuerno y comía carne de un asador en un rancho que oficiaba de cuartel general.
Los testimonios escritos que pueden ensalzar su actuación varían en número a lo largo de esos nueve años que van de 1811 a 1820. Cuando la revolución comienza y Artigas está supeditado militarmente a Buenos Aires, los informes detallados de sus pasos y los pedidos de instrucciones son constantes. Pero el nombramiento como «Jefe de los Orientales» ofrendado por sus paisanos lo transforma en un conductor de pueblos, y ese mandato lo distanciará primero –para enfrentarlo luego– de Buenos Aires. Entonces los oficios a la junta paraguaya, a los pueblos y cabildos de Corrientes, Santa Fe, Entre Ríos y Misiones, así como las cartas a sus comandantes (en las que priva a veces la confesión cálida al amigo y en otras la orden militar superior) se tornan numerosas, urgentes, diarias.
Cuando «su sistema» se impone en toda la Banda Oriental y él desde Purificación monitorea la difícil y movediza Liga Federal mientras Montevideo es gobernada por sus hombres, las comunicaciones escritas arrecian entre su cuartel general y el Cabildo de la ciudad-puerto que lo resistió largamente y que sólo de mala gana lo acató. Pero cuando la invasión portuguesa, la amenaza de una expedición de reconquista por parte de España, la oposición bonaerense y la de algunos caudillos federales se sumen, la «caza del hombre» dará comienzo. Los cuatro años finales son una desgarradora y lenta resistencia en la que ya no tiene a quién elevar informe alguno, y tampoco tiene mucho tiempo para disquisiciones teóricas cuando apremia el enemigo y el aire huele a pólvora. Los centros que lo combaten, a su vez, se asientan como poderes militar y político, y se justifican, como los poderes suelen hacerlo. Y en aquellas sociedades lo escrito tenía un enorme poder legitimante.
«Salteador», «asesino», «genio maléfico», son calificaciones que se asocian cada vez más a su nombre. Si se suman los partes militares portugueses, que lo consignan perdiendo una y otra vez, la leyenda negra está completa. En nombre de ella Juan Carlos Gómez escribirá en 1869 en El Siglo: «Dios ha dado al Estado Oriental la iniciativa de todas las grandes revoluciones de esta porción del continente americano. Artigas es el padre legítimo de Rosas».
La leyenda dorada
La más concentrada expresión de esa oscura leyenda había tenido lugar en 1818: el libelo que Luis Cavia escribiera para sembrar la deserción entre sus tropas. Cuando un comisionado norteamericano le preguntó a Artigas su opinión sobre el efecto que el libelo podía tener entre sus hombres, él respondió lacónicamente que su gente no sabía leer. Sin embargo, sabía el poder de los libros en esa cultura mitad grafa, mitad ágrafa. Por algo no había dudado en separar al maestro Pagola de su cargo, argumentando que los jóvenes debían recibir «un influjo favorable en su educación para que Sean Virtuosos y útiles a su País». Ni había dejado de celebrar todo lo que fomentara la «ilustración de nuestros paisanos» a la par que advertía de los peligros que encerraba la libertad en el uso de la imprenta, ya que la misma podía otorgar a «los malvados» el «prurito de escribir con brillos aparentes y contradicciones perniciosas a la sociedad».
Cuando el vencedor es el Estado uruguayo, el nuevo orden que sustituye al colonial es el de una república democrática. La misma necesita aparato estatal, reconocimiento internacional, un sistema político estable y un universo simbólico en el que pueda reconocerse. La más poderosa simbología de un país son sus orígenes y nadie como un héroe mítico para condensarlos y explicarlos. La «leyenda negra» comienza a ser desmantelada por los juicios de Isidoro de María, Francisco Bauza, Carlos María Ramírez, Clemente Fregeiro, Juan Zorrilla de San Martín y, finalmente, por el «Alegato» de Eduardo Acevedo. Entre todos dan luz al fundador de la nacionalidad, héroe, creador y conductor que opacaba a su entorno al punto de transformarse en el protagonista único de su tiempo.
Todavía «las páginas de Bauza, por la propia cercanía temporal y personal con el período, tuvieron algo de juicio crítico al señalar que Artigas «no supo vencer ni morir en la contienda»,-pero la grandilocuencia fue ganando los libros de historia hasta que emergió de ella como «el hombre centauro» capaz de ser «temerario con el gaucho indómito, amable con el hacendado pacífico y circunspecto con los hombres cultos«. La estatuaria y la plástica fueron borrando los rasgos del único retrato que se le tomara del natural, en sus últimos años en Asunción, y le devolvieron, gradualmente cabellera, energía, porte de mando y esa enigmática mirada entrecerrada con la que Blanes lo imaginó a la puerta de la Ciudadela. Era el rostro de la leyenda dorada, el héroe nacional de un país satisfecho de sí. Querían –porque lo necesitaban- ver en él al estadista más que al caudillo montonero, al militar victorioso al que sólo podían doblegar la traición (adjetivo convertido en causa histórica) y una celda de las dimensiones del Paraguay todo.
Aceptar la derrota
Cuando a mediados del siglo XX la crisis desnuda la dependencia, y los problemas económicos y sociales hacen trizas el sueño de la «Suiza de América», se descubren en Artigas facetas nuevas-, la federación como propuesta más vasta que lo nacional, y la condición de caudillo de un pueblo en armas en un paisaje de economía ganadera, donde la tierra era el premio, botín y castigo. Así como lo hicieron las fuerzas políticas en los setenta, se tensó sobre las páginas de los libros la pugna entre sus retratos. ¿Era un jefe revolucionario, un estadista o un general omnipotente? Por debajo del uso y abuso de su nombre e imagen, todos, sin embargo coincidían en un aspecto: sólo el confinamiento en tierras del dictador Rodríguez de Francia podía haberlo hecho desistir de regresar y pelear hasta el final.
Casi tres décadas después mucha agua ha corrido bajo el puente de la historia y también bajo el de la historiografía. Los historiadores exponen y trabajan con sus dudas tanto como con sus certezas. Ofrecen al lector el camino seguido entre documentos, vacíos de información y tesis opuestas. Afinando el oído logran escuchar las voces de los que no tenían protagonismo, y la historia se torna un lugar polifónico, donde ya no es cierto que sólo los vencedores sean dueños del relato del pasado.
Es el momento adecuado para que se revise la simplificación que encierra la palabra «confinamiento», para que Rodríguez de Francia deje de ser el malvado que tranca la carrera del héroe, para preguntarse si es que «no supo vencer ni morir» o es que supo seguir viviendo, pese a todo. Para ello la historiografía uruguaya debe estar dispuesta a aceptar lo que Artigas supo aceptar, la derrota. Su camino final, acorralado y golpeado por uno de los más pujantes imperios militares europeos como lo era entonces el portugués, amén de serlo por porteños y españoles, es una larga estela de muerte que va de la Banda Oriental a las puertas del Paraguay. Camino tapizado de muertos que tenían nombre y apellido para aquel que tan bien conocía sus tropas. Hombres y mujeres que habían muerto en su nombre y el de su sistema.
Francia hizo fusilar a todos los que complotaron con Artigas para derrocarlo, pero a él le perdonó la vida. Y fue Artigas quien, en definitiva, eligió seguir viviendo, pese a que dejaba atrás sus soldados, hijos, mujeres, familiares y padres. Los pocos documentos que han quedado de sus treinta largos años en Paraguay lo describen arando la tierra, concurriendo a misa, visitando vecinos. Gigantescos silencios documentales median entre alguno que otro papel que contiene su nombre.
Mientras vivió Francia, nada perturbó su rutina de campesino. Es cuando muere Francia en 1840 que lo meten preso, siendo detenido en momentos en que labraba la tierra, bajo el mediodía de la tórrida Curuguaty. Lo tuvieron un mes engrillado, tanto como duró la confusión política de un país que había vivido cuarenta años bajo la égida del «Dictador Perpetuo».
Recuperó la libertad pero pasó por meses de tanta miseria que cuando en 1841 los cónsules López y Alonso le hacen llegar una minuta y algo de dinero, inmediatamente toma un peso ¡y se lo lleva para comprar comida! Le ofrecen regresar, a requerimiento del entonces presidente del Uruguay Fructuoso Rivera. Contestó (sólo verbalmente al comandante de Curuguaty, pero jamás por escrito a Rivera) que regresaría al Uruguay únicamente si Paraguay entendía que eso era conveniente para sus intereses nacionales. Su voluntad era permanecer donde estaba.
Los últimos años, ya bajo la protección del presidente López los pasó sin necesidades, recibiendo el raro honor de que se le ofreciera ser instructor del ejército paraguayo y de ser visitado por varios extranjeros atraídos por el renombre de su enjuta figura. Murió de viejo el guerrero-caudillo, no de herida de guerra. La herida de la derrota le fue soportable, ya que supo vivir pese al desmantelamiento de su sistema, o sea de su sueño mayor.
Quizás el Uruguay del presente necesite que se descubra una faceta de Artigas que el estadista, el guerrero y el general no habían dejado aflorar: el derrotado que sobrevive. Entonces los historiadores podrán trabajar el misterio paraguayo con categorías nuevas que –como siempre en historia– provengan de su inmediato presente. Ese en el cual tantos viven después de que tantos sueños demostraron su impuntualidad, después de que tantos dueños de la verdad descubrieran que eran meros inquilinos de falsas certezas… Para que los historiadores no terminen convalidando el «vale todo» y sorteen el peligroso relativismo, basta con que recuerden que Artigas era inflexible y obcecado y que esas características fueron las que contribuyeron a transformarlo en un excepcional hombre de su tiempo.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar