
Fuente: Revista Primera Plana, N°312, 17 de diciembre de 1968, pág. 100.
A cinco kilómetros de Navarro, en la provincia de Buenos Aires, un monolito ruinoso –sobre el que despunta una cruz– corta apenas el aire de la pampa. Diez postes desvencijados le sirven de corona; una lápida de mármol «en este sitio fue ejecutado el coronel D. Manuel Dorrego, Gobernador y Capitán General de la provincia de Buenos Aires». Es una señal parca, desleída, la exacta contrafigura de uno de los más turbulentos héroes argentinos: hace 140 años que cayó en ese recodo solitario, delante de unas matas altas y de una tropa de vacas asombradas.
Un solo tiro le perforó el pecho; otros siete se le clavaron sobre el pañuelo amarillo con que le habían vendado los ojos. Nadie ha explicado, con datos irrefutables, por qué el general Juan Lavalle, líder unitario, incurrió en la torpeza de ordenar el fusilamiento: Dorrego estaba dispuesto a la negociación, exigía el diálogo. Su sangre sólo serviría para abrir el camino de un caudillo federal menos transigente: Juan Manuel de Rosas.
En una carta al Ministro de Gobierno, José Miguel Díaz Vélez, Lavalle apela a dos lugares comunes para justificarse: «La Historia juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o no morir», decía, «si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público». Menos prolijas, menos definibles, son quizá las pasiones de Lavalle, las que explican el drama: su ambición desmedida, su impaciencia por limpiar de enemigos el camino del poder, su miedo ante el carisma de un jefe popular.
Cuarenta y un años vivió Manuel Críspulo Bernabé Dorrego, los suficientes para ser muchos hombres, para saltar de la alegre locura al heroísmo, de los chistes inoportunos (el más célebre: su carcajada ante la voz flauta de Belgrano) a la sabiduría en el manejo de los asuntos públicos. Hijo de un comerciante portugués, Dorrego nació en una casa lujosa de Cangallo al 200, el 11 de junio de 1787. Estudió Derecho en Chile, pero sólo dos años: hacia 1811, sus combates en Santiago para reprimir un movimiento hispanófilo lo afiliarán a las armas para siempre.
Combatiente de Salta y Tucumán, herido en un brazo, trenzado en guerrillas menores con los lugartenientes de Artigas, su vuelta a Buenos Aires, en 1815, marca su primer salto hacia la vida pública: junto a Manuel Moreno y Domingo French empieza a picanear al Directorio, exigiendo el fin de las maquinaciones monárquicas y la instauración inmediata de un régimen federal. Pueyrredón, el Director Supremo, decreta su destierro en noviembre de 1816, «por insubordinación y altanería». Confinado en un bergantín, Dorrego es embarcado para Santo Domingo, sin tolerársele que avise a su mujer, Ángela Baudrix, con quién se había casado dos años antes. Atrapado por los ingleses, confundido con un pirata, recala por fin en Baltimore.
En sus tres años de exilio escribe las Cartas apologéticas, una furiosa diatriba destinada a Pueyrredón.
Al regresar, es el jefe virtual del federalismo. Fracasa ante Estanislao López, en un intento prematuro de tomar el poder; luego, hasta 1824, se resigna al sosiego: lo distraen los trabajos del campo, en San Isidro y en Areco. El fracaso de Rivadavia en la organización del país y la calamitosa guerra con el Brasil –que dejó en harapos al ejército vencedor– ungen a Dorrego como el único salvador posible: el 12 de agosto de 1827 asume las funciones de Gobernador y Capitán General de la provincia de Buenos Aires.
Son los unitarios quienes contribuyen a exaltarlo, previa firma de un pacto que es, en verdad, una zancadilla. Sus enemigos no imaginaban que Dorrego –el desaforado, la brasa ardiente– podría sacar al país de la demolición rivadaviana. En 16 meses, sin embargo, supera la prueba: firma a pesar suyo un protocolo con el Brasil, que confiere la independencia a la Banda Oriental (Dorrego hubiera preferido que los uruguayos decidieran por sí solos a qué país preferían incorporarse), para acelerar la paz; limita los gastos y negocia un empréstito interno; procura que una Convención Nacional, reunida en Santa Fe, delegue en él el manejo de las relaciones exteriores. La prensa unitaria empezó a desencadenarse contra el estadista. LavaIle, recién llegado del Brasil, es el elegido de la logia de civiles unitarios para encabezar un golpe que derribe al Gobernador.
Rosas había prevenido a Dorrego; Buenos Aires hablaba abiertamente de la sublevación sin que el caudillo quisiera creerlo: sólo al amanecer del 1º de diciembre de 1828, cuando ve que las tropas de Lavalle han ocupado la plaza de la Victoria, acepta escapar del Fuerte, por la puerta que da al río. El 6, contra el consejo de Rosas, decide librar una batalla, el 9, Lavalle delega el mando en Guillermo Brown y emprende la caza del hombre: ese mismo día lo derrota. Rosas, su aliado, fuga hacia Rosario; Dorrego, que se ha topado con un batallón de húsares, los cree leales y cae prisionero.
En Navarro, un viejo amigo esperaba al vencido: el coronel Gregorio Aráoz de Lamadrid. Dorrego le pide dos veces que medie ante Lavalle para intentar una negociación: «Prometo que todo quedará arreglado pacíficamente y se evitará la efusión de sangre” dice el ex Gobernador. La respuesta del unitario es siempre la misma: «¡No quiero verle ni oírle ni un momento!» Hacia el mediodía, en su cuartel general de la estancia Almeida (a dos kilómetros del sitio donde se consumará la ejecución), el jefe de los conjurados concede a Dorrego una hora para prepararse a morir: sin proceso, sin permitirle defenderse, sin lectura de sentencia. Un infame asesinato.
El héroe del Ejército del Norte sólo atina a escribir con desesperación y fiebre. A su mujer: «Perdono a mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio […) Mándame hacer funerales y que sean sin fausto». A su hija Angelita: «Te acompaño esta sortija para memoria de tu desgraciado padre». A su hija Isabel: «Te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre». Le pide prestada la chaqueta a Lamadrid, para morir con ella, y exige de su amistad que lo acompañe hasta el lugar del fusilamiento. El caudillo tucumano se arredra: no sentirá pudor al confesar más tarde que le faltó el coraje.
Un abrazo, y Dorrego sale del carricoche que le había servido de celda y de oratorio. Después, el pelotón, los fogonazos. En su cuartel, Lavalle repasaba las cartas de Juan Cruz Varela, y de Salvador María del Carril, instándolo al asesinato. “No debo tener corazón», le escribiría a Brown esa misma noche. El corazón era ya lo de menos: en aquel momento Lavalle empezaba también a perder la calma. Jamás iba a recuperarla.