Buenaventura Durruti Dumange


(León 1896 – Madrid 1936)

Autor: Sebastián Maydana

Buenaventura Durruti fue un luchador anarquista español. Nacido el 14 de julio de 1896, en León, España. Hijo de obreros, su padre fue curtidor y estuvo ligado a la lucha del proletariado español. En 1903, fue arrestado durante una huelga a favor de la reducción de la jornada laboral a diez horas. Al salir de la cárcel, se empleó como obrero ferroviario. Sus abuelos corrieron suerte parecida. Todo esto, sumado a la miseria que vivió desde pequeño, determinó su vida como revolucionario. En una carta a su hermana Rosa, Buenaventura escribía: «Desde mi más tierna edad, lo primero que vi a mi alrededor fue el sufrimiento no sólo de nuestra familia sino también de nuestros vecinos. Por intuición, yo ya era un rebelde. Creo que entonces se decidió mi destino».

Desde muy joven, se interesó por la literatura anarquista. A los doce años dejó de asistir a catecismo y se negó a cumplir con cualquier tradición católica, en una época en que la religión estaba muy arraigada en todo el pueblo español. Se afilió a la misma central que su padre, la Unión General de Trabajadores (UGT), pero tras la huelga general de agosto de 1917, fue expulsado de la UGT y se vio obligado a exiliarse en Francia. Volvió a España en enero de 1919 y se afilió a la Central anarquista, la Confederación General del Trabajo (CNT) en Asturias. En marzo de ese año cayó preso por primera vez, en medio de la lucha contra la patronal minera de Asturias. Logró escapar y junto con otros camaradas planeó el asesinato del rey Alfonso XIII, pero el plan fue descubierto y ellos lograron escapar.

En 1920, con 24 años, ya era un activo militante de la CNT y un ávido lector de las ideas anarquistas. Ese año llegó a San Sebastián, donde conoció al compañero Manuel Buenacasa. Así describe a Durruti Buenacasa: “Un día se presentó en el sindicato un muchacho alto, fuerte, de ojos alegres, que nos saludó con la simpatía del que saluda a quien conoce de toda la vida. Nos dijo, sin preámbulos y enseñándonos el carnet de la CNT, que acababa de llegar a la capital y que precisaba trabajar. Como en casos similares, nos ocupamos de él, encontrándole trabajo en un taller de mecánica en Rentería. Desde entonces, y con cierta regularidad, después del trabajo solía venir al sindicato. Se sentaba en un rincón, tomaba los periódicos que se amontonaban en una mesa y leía. Apenas intervenía en las discusiones, y cuando ya era entrada la noche se retiraba a la posada en la que habíamos encontrado alojamiento. Gustaba conversar, pero no disputar. No era terco ni fanático, sino abierto, admitiendo siempre la posibilidad de su error. Y tenía la rara virtud, poco común, de saber escuchar, tomando siempre en consideración el argumento del contrario, aceptándolo en las partes que él creía razonables. Su labor sindical era callada, pero interesante. Sus intervenciones -como fueron después en los mítines- eran cortas, pero incisivas. Era muy sencillo al expresar su pensamiento, y cuando llamaba al pan pan lo hacía con tanta fuerza y convicción que no había manera de desmentirle”.

A partir de ese año, Durruti comenzó a participar en actos de acción directa, dentro de una pequeña organización clandestina que se identificó por medio de varios nombres, como “Crisol”, “Los Justicieros”, “Los Solidarios”, “Nosotros”. No era una banda terrorista, como los calificaba la prensa amarilla. A través de la memoria de sus militantes, hoy se sabe que fueron responsables de la muerte del gobernador de Vizcaya, teniente coronel José Regueral (quien en su primer acto como gobernador manifestó su intención de “meter al sindicalismo en cintura”) y del presidente Eduardo Dato, a principios del 20, habiendo sido estos últimos responsables de torturas, asesinatos y la prisión de cientos de obreros. En esos años la violencia desde arriba era enorme. El compañero anarquista Buenacasa describe así la gravedad de la situación: “El Comité Nacional de la CNT, que llevaba una vida clandestina, no podía hacer frente a aquella situación, y solicitaba a los militantes del resto de España medios y soluciones para contrarrestar la ofensiva burguesa y policíaca que tenía lugar en Barcelona. Pero todo resultaba en vano. Al asesinato en la vía pública seguía una persecución autoritaria sañuda y constante. Lo mejor de lo mejor de nuestros militantes estaban amenazados por el dilema: matar, huir o caer en prisión. Los violentos se defendían y mataban; los estoicos mueren y también los bravos, a quienes se asesina por la espalda; los cobardes y prudentes huyen o se esconden; y los despreocupados más activos dan con sus huesos en la cárcel».

Los dirigentes sindicales socialistas y anarquistas eran perseguidos abiertamente. Bandas de pistoleros a sueldo (pagados por la burguesía) cazaban a tiros a los obreros en la calle. La persecución más violenta se dio en Barcelona. En 1923 el grupo “ajustició” al Cardenal de Zaragoza, Juan Soldevilla y Romero, un fascista organizador de bandas de pistoleros, sicarios, lo que se podría decir un digno representante de la iglesia de la época. También realizaron la expropiación más grande hasta el momento, asaltando el Banco de Gijón. Todos estos hechos violentos protagonizados por Durruti y sus compañeros fueron hechos políticos enmarcados en una guerra de clases no formalizada, pero real de aquellos años. Siempre hubo cuidado de que ningún inocente se perjudicara, como en el caso citado por Abel Paz, su biógrafo, en el cual durante un asalto a un conde, Durruti consuela a su hijita aterrorizada y mientras le seca las lágrimas le dice: «tu padre tiene mucho dinero y nosotros no tenemos nada, así que nos lo repartimos». Este gesto pone de manifiesto el verdadero carácter de los hechos de acción directa. Nunca se llevaron para su bolsillo ni un peso expropiado. En el caso de Durruti, por ejemplo, son múltiples los testimonios de familiares y conocidos, que coinciden en destacar su modestia económica. Destinaban todo el dinero recaudado a los presos y a la lucha política; de sus asaltos salieron fondos para bibliotecas, editoriales y escuelas, como la escuela de León o la de La Coruña. También como postura ética estos militantes estaban obsesionados por la formación.

Muy limitados por la represión, Durruti y su amigo Ascaso, resolvieron ir a recaudar fondos a América. En el año 1924 llegaron a La Habana, donde se emplearon como estibadores portuarios y participaron activamente en la organización del sindicato. Debido a esto, fueron perseguidos por la policía local. Con un compañero cubano fueron a trabajar como macheteros e, indignados ante la tortura de un sindicalista, tomaron venganza. En 1925, llegaron a México donde se les unió Gregorio Jóver, dieron un golpe y destinaron buena parte del dinero para financiar una escuela racionalista para los pobres en ese país y el resto para costear una biblioteca en París. Durruti escribió a los franceses en una carta: «Estos pesos los tomé de la burguesía, no era lógico que me los diesen por simple acuerdo». Luego de una corta estadía en Perú, el grupo que ahora se autodenominaba “Los Errantes” se dirigió a Chile y a la Argentina, donde asaltaron bancos para recaudar plata para la lucha contra la dictadura fascista de Primo de Rivera. El mismo año pasaron por Chile y protagonizaron el primer asalto a un banco en la historia de ese país. En 1926, se refugiaron en Montevideo y Buenos Aires entre compañeros anarquistas. Luego regresaron a España, donde volvieron a la pelea, la cárcel y el exilio. Fueron quince meses de intensa batalla, expropiaciones importantísimas, persecuciones de película y fugas espectaculares; sus hazañas y sus nombres se convirtieron en leyenda.

En un nuevo exilio en Francia, Durruti trabaja como mecánico en Renault y Ascaso, de camarero. Ambos fueron detenidos por un pedido de extradición de España y de Argentina, donde estaban condenados a muerte. Su detención provocó un intenso repudio por parte de la sociedad francesa que logró movilizar a su sector más antifascista.

Mientras estaban en Francia, los dos compañeros conocieron a dos jóvenes del lugar, quienes los acompañarán desde entonces. Buenaventura y quien sería su compañera toda la vida, Emilienne Morin, se enamoraron en el exilio y desde ese momento se acompañaron siempre que pudieron. Pelearon juntos en el frente de batalla durante la guerra civil cuando Emilienne se alistó en la Columna Durruti. Los anarquistas no creen en el matrimonio por considerarlo una institución burguesa, pero sí creen en el amor y en la amistad, que son una y la misma cosa, imposibles de separar. El lazo que une a los compañeros no está avalado por iglesia o por gobierno alguno. Está sostenido solamente por el propio amor que los protagonistas se tienen entre sí y basado en la libertad de las partes. Emilienne fue la que mas lloró la pérdida de su amigo del alma. Su dolor fue inmenso, igual que su amor por él, pero continuó luchando hasta su muerte por el ideal por el que murió Durruti y tantos otros compañeros.

Ilya Ehrenburg, escritor no identificado con las ideas anarquistas, que conoció personalmente a Buenaventura y fue amigo suyo desde 1931, escribió sobre él: «Ningún escritor se hubiera propuesto escribir la historia de su vida; ésta se parecía demasiado a una novela de aventuras… Este obrero metalúrgico había luchado por la revolución desde muy joven. Había participado en luchas de barricada, asaltado bancos, arrojado bombas y secuestrado jueces. Había sido condenado a muerte tres veces: en España, en Chile y en la Argentina. Había pasado por innumerables cárceles y había sido expulsado de ocho países».

La muerte de Durruti es un tema muy controversial aun en la actualidad. Hay tres hipótesis sobre la procedencia de la bala fatal que acabó con su vida. Unos dicen que fueron los comunistas, partidarios de la UGT; otros sostienen que fueron sus propios compañeros, y una tercera postura afirma que fue un accidente. La situación que se vivía en España en los días de la muerte de Durruti era dramática. La guerra estaba por perderse; los fascistas estaban en las afueras de Madrid. Entonces, todos, sin distinciones de partidos o grupos, pidieron a Durruti que se trasladara con parte de sus hombres a Madrid. Ni García Oliver en Madrid, ni Buenaventura Durruti, estaban muy convencidos, pero, si no se salvaba Madrid, se desmoronaba el frente y era el fin. Finalmente, Durruti se trasladó con un grupo sin desmantelar el frente de Aragón.

El avance fascista se detuvo, pero el costo fue muy alto. Durruti murió. Su entierro en Barcelona fue multitudinario. Kaminski lo describe así: «El cadáver llegó a Barcelona tarde por la noche (…) En la casa de los anarquistas, que antes de la revolución había sido la sede de la Cámara de Industria y Comercio, los preparativos ya habían comenzado el día anterior. (…) La ornamentación era simple, sin pompa ni detalles artísticos. De las paredes colgaban paños rojos y negros, un baldaquín del mismo color, algunos candelabros, flores y coronas: eso era todo. Durruti era un amigo. Tenía muchos amigos. Se había convertido en el ídolo de todo un pueblo. Era muy querido, y de corazón. Todos los allí presentes en esa hora lamentaban su pérdida y le ofrendaban su afecto. Y sin embargo, aparte de su compañera, una francesa, sólo vi llorar a una persona: una vieja criada que había trabajado en esa casa cuando todavía iban y venían por allí los industriales, y que probablemente nunca lo había conocido personalmente. Los demás sentían su muerte como una pérdida atroz e irreparable, pero expresaban sus sentimientos con sencillez. Callarse, quitarse la gorra y apagar los cigarrillos, era para ellos tan extraordinario como santiguarse o echar agua bendita. Miles de personas desfilaron ante el ataúd de Durruti durante la noche. Esperaron bajo la lluvia, en largas filas. Su amigo y su líder había muerto. (…) El entierro se llevó a cabo al día siguiente por la mañana. Desde el principio fue evidente que la bala que había matado a Durruti había alcanzado también el corazón de Barcelona. Se calcula que uno de cada cuatro habitantes de la ciudad había acompañado su féretro, sin contar las masas que flanqueaban las calles, miraban por las ventanas y ocupaban los tejados e incluso los árboles de las Ramblas. Todos los partidos y organizaciones sindicales sin distinción habían convocado a sus miembros. Al lado de las banderas de los anarquistas flameaban sobre la multitud los colores de todos los grupos antifascistas de España. Era un espectáculo grandioso, imponente y extravagante; nadie había guiado, organizado ni ordenado a esas masas. Nada salía de acuerdo a lo planeado. Reinaba un caos inaudito. El comienzo del funeral había sido fijado para las diez. Ya una hora antes era imposible acercarse a la casa del Comité Regional Anarquista. (…) Los obreros de todas las fábricas de Barcelona se habían congregado, se entreveraban y se impedían mutuamente el paso. (…) A las diez y media, el ataúd de Durruti, cubierto con una bandera rojinegra, salió de la casa de los anarquistas llevado en hombros por los milicianos de su columna. Las masas dieron el último saludo con el puño en alto. Entonaron el himno anarquista «Hijos del pueblo». Se despertó una gran emoción. (…) Las motocicletas rugían, los coches tocaban la bocina, los oficiales de las milicias hacían señales con sus silbatos, y los portadores del féretro no podían avanzar. (…) Los puños seguían en alto. Por último cesó la música, descendieron los puños y se volvió a escuchar el estruendo de la muchedumbre en cuyo seno, sobre los hombros de sus compañeros, reposaba Durruti. Pasó por lo menos media hora antes que se despejara la calle para que la comitiva pudiera iniciar su marcha. Transcurrieron varias horas hasta que llegó a la plaza Cataluña, situada sólo a unos centenares de metros de allí. Los jinetes del escuadrón se abrieron paso, cada uno por su lado. (…) Los coches cargados de coronas dieron un rodeo por las calles laterales para incorporarse por cualquier parte al cortejo fúnebre. Todos gritaban a más no poder. No, no eran las exequias de un rey, era un sepelio organizado por el pueblo. Nadie daba órdenes, todo ocurría espontáneamente. Reinaba lo imprevisible. Era simplemente un funeral anarquista, y allí residía su majestad. Tenía aspectos extravagantes, pero nunca perdía su grandeza extraña y lúgubre. Los discursos fúnebres se pronunciaron al pie de la columna de Colón, no muy lejos del sitio donde una vez había luchado y caído a su lado el mejor amigo de Durruti. García Oliver, el único sobreviviente de los tres compañeros, habló como amigo, como anarquista y como ministro de Justicia de la República española. (…) Se había dispuesto que la comitiva fúnebre se disolviera después de los discursos. Sólo algunos amigos de Durruti debían acompañar el coche fúnebre al cementerio. Pero este programa no pudo cumplirse. Las masas no se movieron de su sitio; ya habían ocupado el cementerio, y el camino hacia la tumba estaba bloqueado. Era difícil avanzar, pues, para colmo, miles de coronas habían vuelto intransitables las alamedas del cementerio. Caía la noche. Comenzó a llover otra vez. Pronto la lluvia se hizo torrencial y el cementerio se convirtió en un pantano donde se ahogaban las coronas. A último momento se decidió postergar el sepelio. Los portadores del féretro regresaron de la tumba y condujeron su carga a la capilla ardiente. Durruti fue enterrado al día siguiente».