Carlos IV abdica a favor de Fernando VII – 19 de marzo de 1808


Autor: Felipe Pigna.

Los hechos de Mayo de 1810 son absolutamente inexplicables sin una comprensión necesaria de la situación europea, porque son el resultado de una compleja serie de causas entre las que la situación externa se torna determinante.

En Europa, las dos potencias hegemónicas de la época, Francia e Inglaterra, estaban en guerra. La Revolución Industrial iniciada en Inglaterra había desatado el conflicto por el control del mercado europeo.

La Revolución Industrial, que se inició en el último cuarto del siglo XVIII, dio un nuevo impulso al capitalismo inglés, y demandó la búsqueda de nuevos mercados para las altamente competitivas manufacturas británicas, que ya habían saturado el mercado local.

A partir de entonces el Estado inglés, como toda potencia hegemónica de la historia, desarrollará un doble discurso que se traducirá en una doble política comercial: en el plano interno, un férreo proteccionismo para asegurar su desarrollo industrial y, en el plano externo, la promoción e imposición del libre cambio para la libre concurrencia de sus mercaderías y la compra a precios viles de las materias primas en los países periféricos. “Haz lo que yo digo pero no lo que yo hago.”

Es allí donde deben buscarse las causas y no en las ambiciones personales ni en la supuesta locura de Napoleón.

Bonaparte era el mejor representante que había sabido conseguir la burguesía francesa y sus conquistas abrían nuevas oportunidades de negocios para la clase que resultó la gran vencedora de la Revolución Francesa, clase que se las ingenió, a sangre y fuego, para que un proceso revolucionario derivara en un imperio.

En el Viejo Mundo, el obstáculo fundamental para la expansión napoleónica era Inglaterra, su principal enemiga. Napoleón comenzó a soñar con dominar las dos riberas del Canal de la Mancha y, como la distancia entre los sueños y la realidad era para Napoleón tan corta como su estatura, el encuentro entre la flota aliada de España y Francia, por un lado, y los ingleses, por otro, se produjo finalmente el 21 de octubre de 1805 en Trafalgar, cerca de Cádiz, donde la pericia del almirante Horatio Nelson determinó el triunfo total de los británicos. La flota franco-española, al mando del vicealmirante francés Pierre Charles de Villeneuve, quedó prácticamente destruida y perdió 2.400 hombres. Los ingleses no se la llevaron de arriba: tuvieron sus 1.587 muertos, entre ellos el propio Nelson, pero se aseguraron el control de las rutas comerciales más rentables del mundo.

Los ingleses llamarían desde entonces Trafalgar Square a una de las plazas y centros comerciales más importantes de Londres e impondrían para siempre el luto en forma de corbata negra a todos los integrantes de la Royal Navy, en recuerdo del almirante Nelson.

La victoria tranquilizó a los ingleses. Napoleón ya no podría invadir Londres y el dominio de los mares permitía pensar en la búsqueda de nuevos mercados que aliviaran a las fábricas de Liverpool, Manchester y Londres, abarrotadas y al borde de la quiebra, y al Banco de Inglaterra, que había debido decretar por primera vez en su historia el curso forzoso de la libra, es decir, su circulación exenta de respaldo oro.

No habían pasado dos meses del desastre de Trafalgar cuando Napoleón se tomó revancha derrotando al ejército austro-prusiano en Austerlitz, al norte de Viena. Como para ir festejando, ordenó construir el famoso Arco de Triunfo en el centro de París.1 Tras estas dos batallas decisivas, el poder europeo quedó repartido: los mares para Inglaterra y el continente para Francia. Cuentan que el primer ministro inglés, sir William Pitt, al conocer el triunfo del emperador francés, enrolló un mapa de Europa exclamando: “Durante los próximos diez años no lo necesitaremos”.

La preeminencia del factor económico se hace evidente con el “bloqueo continental” declarado por Napoleón, dueño de media Europa después del triunfo de Austerlitz, contra los productos británicos y a favor de las manufacturas francesas.

En enero de 1808, las tropas napoleónicas que habían invadido Portugal –tradicional aliado de Inglaterra– para garantizar el cumplimiento del bloqueo, decidieron quedarse en España y apoderarse así de toda la Península Ibérica, por aquel entonces gobernada por el rey Carlos IV, quien ostentaba como única virtud, si se la puede llamar de este modo, un raro concepto de la tolerancia, que lo llevó a entregar el reino de España, incluida su esposa la reina, a su favorito Manuel Godoy, autodenominado “príncipe de la paz”. Un golpe de los guardias de palacio, que aprovechando el descontento popular por el “afrancesamiento” de la corte, quitaron la corona a don Carlos y la reposaron sobre las sienes de su hijo, Fernando VII. Pero Napoleón no era hombre al que lo asustaran los golpes palaciegos. Convocó a los Borbones españoles a una amable reunión familiar en Bayona, donde a Fernando le hizo devolver la corona a su papá, y a éste entregársela al propio Napoleón. La “farsa de Bayona”, como se dio en llamar a este vodevil cortesano, concluyó cuando el emperador decidió coronar rey de España a su hermano, José Bonaparte, apodado “Pepe Botellas” por su afición al buen vino y que hasta entonces venía cumpliendo el mismo papel estelar en el reino de Nápoles, arrebatado a otra rama de los Borbones, que como se ve, no tenían mucha suerte en esos años.

Fernando VII, definido por Benito Pérez Galdós como “el más despreciable de los seres”,felicitó a Napoleón por la designación de su hermano José y recomendó a sus vasallos la mayor sumisión y amistad con Napoleón.

El 22 de junio de 1808 Fernando no vaciló en felicitar a Napoleón y a José Bonaparte por la elevación de este último al trono de España diciendo: «No podemos ver a la cabeza de ella (la Nación hispana) un monarca más digno ni más propio por sus virtudes para asegurar su felicidad».3

Pero mientras los políticos y los “grandes de España” aceptaban las sugerencias de los Borbones y se preparaban para hacer negocios con los franceses, el pueblo español no aceptó esta situación irregular y se organizó en juntas de gobierno instaladas en las principales ciudades y coordinadas por la central de Sevilla, para llevar adelante la resistencia contra el invasor.

El ex rey Carlos IV, la ex reina y su amante oficial (en ejercicio), Manuel Godoy, fueron conducidos al palacio de Fontainebleau, en Francia. El efímero rey Fernando VII (alcanzó a reinar unos pocos días antes de su deportación), llamado “El Deseado”, fue retenido en Francia y alojado junto con su esposa y parte de la corte en el castillo de Valençay, en el valle del Loire, rodeado de sirvientes y con todas las comodidades. Napoleón tuvo, además, la delicadeza de invitarlo a su boda con la archiduquesa María Luisa de Habsburgo. Cuentan algunos testigos que don Fernando se quedó ronco gritando “¡Viva el emperador!”, al tiempo que lo felicitaba por los triunfos que sus tropas lograban en España, o sea, por las masacres perpetradas contra su propio pueblo.

Los partidarios de Fernando, que ingenuamente lo creían una especie de patriota, prepararon planes para lograr la evasión del rey “cautivo” y su regreso a Madrid, pero el propio Fernando los denunció ante Napoleón y no pocos terminaron frente a pelotones de fusilamiento.

Ante la invasión de Napoleón a Portugal, el príncipe regente Juan,4 con toda su familia y su corte, fue trasladado por los ingleses a Brasil. La princesa regente Carlota Joaquina, hermana de Fernando VII y esposa de don Juan, decía representar a los Borbones de España. Así, reclamó los derechos sobre los territorios del Río de la Plata hasta que volviese don Fernando al trono español. La Junta Central de Sevilla mandó una nota “agradeciendo” su preocupación, pero afirmando que los derechos de Fernando estaban bien asegurados por ese órgano.

La presencia de la corte portuguesa en Brasil aumentará aún más la influencia inglesa en la región.

Referencias:

1 El monumento, de unos cincuenta metros de altura, se encuentra en el extremo oeste del Boulevard des Champs Elyseés. La construcción comenzó en 1806 y recién pudo inaugurarse en 1846. Allí Napoleón dejó grabados los nombres de 386 de sus generales y 96 de sus victorias. Tras la Primera Guerra Mundial, se erigió bajo el Arco el monumento al soldado desconocido.
2 Benito Pérez Galdós “La corte de Carlos IV”, en Episodios nacionales, Madrid, Alianza, 1971.
3 María Sáenz Quesada, “Nuestro amado señor Fernando VII”, en Revista Todo es Historia, N° 53.
4 El príncipe Juan fue nombrado regente de Portugal en 1792, ante la demencia de su madre, la reina María I de Braganza. A la muerte de ésta, en 1816, se coronó en Río de Janeiro como Juan VI, rey de Portugal y emperador del Brasil.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar