“Las mujeres de este libro, aun cubiertas por la losa grave de la historia, todavía tienen muchas cosas que decir. En espera de que las mujeres del futuro consigan que ninguna piedra las cubra y les impida ser libres”, dice Ángela Vallvey Arévalo en el prólogo de este libro, que recorre la vida de 29 mujeres de diversos tiempos y geografías, protagonistas de intrigas y de amores, famosas por el poder que acumularon, casi siempre después de convertirse en amantes de hombres importantes.
Las biografías de estas mujeres formidables, con sus pasiones y ambiciones, nos invitan a pasear por las historias de un pasado lejano o por la actualidad. La mujer egipcia –cuenta Vallvey Arévalo- era una mujer refinada que llegaba al casamiento como ser independiente, capaz de estipular en el contrato matrimonial que ella misma se haría cargo de la administración de sus propios bienes, e incluso que estaba decidida a habitar en una vivienda distinta de la de su marido.
Desde Cleopatra a la Malinche y de Teodora de Bizancio y La Calderona a Camilla Parker y Corinna zu Sayn-Wittgenstein, el libro retrata las vidas de personajes extraordinarios y constituye una reflexión sobre la condición de la mujer a lo largo de la historia.
Compartimos aquí el capítulo dedicado a Cleopatra, la última reina del Antiguo Egipto y de la dinastía ptolemaica, la más famosa de las reinas egipcias que logró seducir a Julio César y Marco Antonio, dos de los hombres más importantes de su época: .
Fuente: Ángela Vallvey Arévalo, Amantes poderosas de la historia. De Cleopatra a la Malinche y Camilla Parker-Bowles, las dueñas del deseo a lo largo de los tiempos, El Ateneo, Madrid, La esfera de los libros, 2016, págs. 104-114
Cleopatra VII, reina de Egipto, en realidad tenía sangre griega. Fue la última reina de la dinastía Lágida, o Ptolemaica, unos faraones que se instalaron en Egipto, descendientes de Ptolomeo Sóter, un antiguo guerrero que acompañaba a Alejandro Magno cuando pasó por la tierra de las pirámides y que se subió al trono de Egipto en el año 305 a. C, estableciendo en Alejandría la capital, y convirtiéndola en la ciudad más notable de su época. Ptolomeo I fundó su dinastía, según dicen los historiadores, porque “cortó gran número de cabezas y derramó ríos de sangre”. Sus descendientes no le fueron a la zaga. Ptolomeo I asesinó a sus dos hermanos; el IV también fue parricida; el VII era lo que hoy llamaríamos un asesino de masas. Incluso el padre de Cleopatra asesinó a su hija mayor, llamada Berenice. La propia Cleopatra no era lo que se dice una mujer sutil: acabó con la vida de otra de sus hermanas, Arsínoe IV, y todo indica que no dudó a la hora de quitarse de encima, en el sentido literal, a su hermano y también esposo, el pequeño niño Ptolomeo, al que se prometió en matrimonio con toda la parafernalia consiguiente que usaban en su familia a la hora de contraer esponsales.
La chica pertenecía a una familia que no se había hecho poderosa y conocida por tener un exceso de escrúpulos. Además, así era el tiempo que le tocó vivir a Cleopatra. Un momento duro en el que cada vida no pesaba mucho más que un puñado de aire. Las vidas de los demás e incluso la propia, pues llegado el momento la reina tampoco vaciló a la hora de suicidarse.
Los padres de Cleopatra eran hermanos, siguiendo la costumbre de conservar la pureza de la sangre a través del incesto, y Cleopatra también se casó con su hermano menor, Ptolomeo XIII. Cuando contrajo matrimonio con su hermanito —ella tenía dieciocho años y él doce, y se casaron porque su padre les dejó la orden en su testamento de que así lo hicieran—, ya meditaba sobre cómo gobernar Egipto quitándose de en medio a aquel mocoso, que no haría más que estorbar…
El cine, el arte y la literatura nos han transmitido la imagen de una Cleopatra seductora, tan guapa como Liz Taylor, siempre ansiosa por controlar el poder. Pero, aunque no está muy claro que fuese la mujer arrebatadora que el cine se ha empeñado en hacernos creer, sí fue una gobernante más sensata de lo que parece a simple vista si nos dejamos influir únicamente por su fama (su mala fama).
Pese a ser el fruto de la endogamia de su familia, fue una niña brillante, de inteligencia despierta, más atractiva que bella, y bien dotada para el estudio. La educaron para ser reina, llegó a hablar ocho o nueve idiomas y se desenvolvía con lucimiento en las disciplinas clásicas: historia, filosofía, contabilidad, matemáticas… Además de dominar las reglas de la economía de su época.
Aunque no se tratara de la mujer fatal cuya imagen el cine ha introducido sutilmente en nuestro inconsciente, los cronistas de su tiempo la describen como una mujer sensual y fascinante. De curvas voluptuosas, grandes ojos negros de mirada acariciadora y una voz que con seguridad ella modulaba de forma consciente, sabiendo que era un arma más de seducción. Cleopatra era muy coqueta, se teñía el pelo de pelirrojo, se pintaba los ojos con kohl negro, y las venas de las manos y de su frente las realzaba rotulándolas de azul, resaltando así su dignidad de sangre real. Dicen que se bañaba a diario en leche y miel, cuidando con delicadeza su aseo.
Algún autor ha dicho de ella que, en la época en que conoció a Julio César, “era hermosa y estaba en la flor de su juventud. El tono de su voz tenía una extremada dulzura y nadie podía sustraerse a su encanto. Su presencia y sus palabras causaban tan profunda impresión que hasta el hombre más frío y menos aficionado a las mujeres quedaba preso en sus redes. César quedó prendado de ella en cuanto la vio y escuchó sus primeras palabras”.
Mientras que su padre era un gobernante desfallecido por la desidia, que solo pensaba en su propio placer y en celebrar grandes fiestas para su entretenimiento personal, sin importarle que su reino atravesara por graves dificultades, Cleopatra es una gobernante intuitiva y sagaz, que sabe lo que tiene que hacer en cada momento y no titubea a la hora de tomar decisiones.
Cleopatra vivía en un cosmos feroz. Alejandría era una ciudad hermosa y reluciente, llena de avenidas enormes y pavimentadas, que incluso hoy día nos sorprendería, que albergaba casi un millón de habitantes. En su biblioteca —la famosa biblioteca de Alejandría— se acumulaba en forma de pergaminos todo el saber del mundo de la época.
Después de casarse, Cleopatra estaba más que decidida a no compartir el poder con aquel arrapiezo que era su hermano y esposo. Es probable que el matrimonio no se consumara nunca. En compañía de sus dos principales consejeros, un eunuco (Pontino) y un general (Aquilas), se dedicó a intrigar para acumular todo el poder en sus manos. Su rostro era el único digno de ponerse en las monedas. A Cleopatra le encantaba verse reflejada de perfil en los dineros…
Si bien ella no era ninguna frívola; fue la primera de su dinastía que se tomó la molestia de aprender el idioma egipcio y conocer a los dioses que adoraba su pueblo. Hasta la fecha, sus antepasados se habían limitado a ejercer de gobernantes “divinos” y extranjeros de un reino al que ni conocían ni apreciaban, pero que explotaban a conciencia, dándose la gran vida desde el trono “inmortal” de los faraones, peleándose entre sí y manteniendo un microcosmos griego ajeno por completo al mundo egipcio.
Cleopatra estaba dispuesta a cambiar eso. Ella estimaba a Egipto, quería seguir siendo su indiscutible reina. Aceptó las tradiciones faraónicas del antiguo Egipto, y, por ejemplo, cuando moría el toro sagrado Buchis, venerado en el templo de Hermonthis como la encarnación de Amón, y se elegía un nuevo toro sagrado, Cleopatra lo conducía personalmente hasta su morada, según la costumbre de los antiguos faraones. Nadie antes en la familia de los disipados Ptolomeos se había tomado tantas molestias por agradar a un pueblo que despreciaban; hasta que llegó Cleopatra, “la Señora de las Dos Tierras, la Diosa que Ama a su Padre”. Con ese tipo de detalles, no cabe duda de que Cleopatra se metería a su pueblo en el bolsillo. Es lo que los políticos de hoy día llamarían “pisar la calle”. Bajar del palanquín y mancharse las reales sandalias con el polvo del camino, yendo detrás de un toro sagrado…
Conforme su hermanito iba creciendo, Cleopatra se sentía cada vez más inquieta. El niño había sido puesto bajo la tutela de Roma, y a pesar de que ella era una experta intrigante, también estaba rodeada de enemigos que, en un momento dado, la obligaron a salir corriendo, huyendo de ellos hasta encontrar refugio en Siria y luego en Pelusio.
Justo por aquellas fechas, Julio César se había declarado enemigo de Pompeyo, su antiguo aliado, de aquellos que tenían bajo su tutela al niño Ptolomeo, marido y hermano de Cleopatra. De modo que Egipto se convirtió en uno de los objetivos de su campaña bélica. El mítico militar tenía una gran capacidad estratégica, sabía que en la guerra hay que vencer o morir, de modo que, una vez instalado con sus barcos frente al puerto alejandrino, ordenó incendiar sus naves para que el enemigo no pudiese aprovecharse de ellas. El espectáculo de destrucción fue fabuloso. Durante lo que pareció un tiempo interminable, el mar ardió frente a la bella ciudad de Alejandría, hasta que las llamas empezaron a lamer los edificios, alcanzando al fin fatalmente la preciosa biblioteca y el museo de la ciudad. Casi todos los volúmenes, más de setecientos mil rollos, libros preciosos que contenían el saber acumulado de la civilización, se convirtieron en ceniza, en polvo, en nada. Muchos constituían referentes imprescindibles para el progreso de las artes y las ciencias, pero no quedó nada de ellos.
Cuando César llegó a Egipto, se dio cuenta de la división que había entre los hermanos Ptolomeos; uno, el pequeño, gobernando en Alejandría, y Cleopatra, en Palusio, resistiendo el sitio de la ciudad. El gran general ni siquiera necesitó aplicar aquella máxima de “divide y vencerás”. En esta ocasión, los jóvenes Ptolomeos le habían servido en bandeja la victoria.
César mandó emisarios, quería tener un encuentro con la reina de Egipto. Por entonces era un hombre maduro, que había visto muchas cosas. Lucía la mirada cansada y ambiciosa de un viejo león.
Cleopatra estuvo de acuerdo en que debía entrevistarse con César. Pero ella no era una mujer vulgar, su cita con el romano no sería un encuentro común y corriente entre dos dignatarios extranjeros en plena lucha. Uno de sus criados, Apolodoro de Sicilia, la llevó a Alejandría en una barca. Consiguió acceder hasta los aposentos de César con la excusa de que quería enseñarle unas alfombras y tapices orientales ricamente bordados. El viejo sirviente utilizó todas sus dotes de convicción hasta que logró que lo llevasen ante la presencia del mismísimo Julio César. Una vez allí, desenrolló una alfombra y, como por arte de magia, apareció Cleopatra, que había llegado envuelta entre las delicadas esteras… Como una estríper saliendo de una tarta. Su aparición dejó gratamente sorprendido a César. Se echó a reír a carcajadas. Inmediatamente, cayó embrujado ante el encanto y el ingenio de la joven reina. Él ya había cumplido cincuenta y cuatro años, mientras que ella tenía apenas veintiuno. Él era el general más famoso de su tiempo. De modo que a Cleopatra tampoco le costó mucho caer rendida a sus pies.
Entre los dos se forjó una alianza que no solamente fue política, sino también amorosa, aunque César no era un hombre que se dejara arrastrar por la pasión sentimental. Sus devaneos sexuales eran conocidos, pero no perdía la cabeza con facilidad. Ni siquiera por Cleopatra.
A pesar de todo, una vez que Cleopatra logró deshacerse de su pequeño y molesto hermano —además de enemigo—, Julio César se quedó junto a ella en Alejandría durante cinco meses, viviendo a su lado una pasión que quienes lo conocían bien seguramente consideraron inédita, curiosa y extravagante. Incluso fueron padres de un retoño que llevaría el nombre de Cesarión y al que César no llegó a reconocer como legítimo.
Aquellos cinco meses de amor entre la mujer más poderosa del mundo y el general más importante de su tiempo transcurrieron como un sueño. Cleopatra vivía para hacer realidad todos los deseos de su César. En una ocasión, él le dijo que deseaba conocer el curso del Nilo, y Cleopatra lo subió en una embarcación real que sobresalía dieciocho metros por encima del nivel del agua. Una barcaza real compuesta de varios pisos llenos de galerías principescas, con camarotes lujosos e incluso sus propios jardines y piscinas. La acompañaban otras cuatrocientas embarcaciones secundarias llenas de criados y de esclavos dispuestos a complacer cualquier deseo, por insignificante que fuese, de la pareja de enamorados. Surcaron las aguas del Nilo durante siete semanas, recorriendo doscientos kilómetros, yendo a Tebas, a Menfis, y haciendo palidecer de envidia a cualquier excursionista contemporáneo. Se puede decir que ellos, enamorados y radiantes, inventaron los cruceros turísticos por el Nilo, que todavía hoy siguen siendo una fuente inagotable de atracción para los viajeros extranjeros.
A la vuelta de aquel viaje, una auténtica luna de miel entre dos gigantes, César tuvo que regresar a Asia Menor, donde el rey Farnaces del Ponto se había sublevado ante la República. Quizás llegó imbuido de fuerza después de su estancia junto a la reina de Egipto, porque lo derrotó en un abrir y cerrar de ojos, y después dejó para la historia esa gran frase que todavía hoy repetimos: “Llegué, vi y vencí”. Veni, vidi, vici.
Y mientras su padre soltaba citas clásicas por su imponente boca, el pequeño Cesarión, su hijo, nacía en Alejandría. Papá Julio César, a pesar de todo, nunca llegó a considerarlo como legítimo. Pobre.
Después de derrotar al rey Farnaces en la batalla de Zela, César regresó a Roma, aunque por el camino aún le dio tiempo a liarse con la mujer del rey de Mauritania. No era un hombre al que le gustase perder el tiempo. Y aunque Cleopatra le hubiese ocupado el corazón, Julio César siempre tuvo fama de tener un corazón muy grande: en él cabía mucha gente.
Sin embargo, una vez en Roma, César debió de echar de menos a Cleopatra, porque la mandó llamar. Ella no lo dudó ni un momento y se puso en camino hacia la capital de la República con su hijo Cesarión en brazos.
En Roma, César la instaló en una villa en el lado opuesto del Tíber a donde él vivía, una finca de su propiedad. Cleopatra llegó a Roma en compañía de su segundo marido, que no era sino otro de sus hermanos menores, un niño de catorce años que se entretenía jugando con su sobrino —e hijastro— Cesarión. Menos mal que por entonces no se había inventado el psicoanálisis…
La que era una reina magnífica en Egipto, en Roma se vio reducida a simple amante de César. No se la veía en los grandes banquetes y celebraciones ni hacía vida social. odo el mundo sabía que era una amiga del dictador, y las malas lenguas no paraban de murmurar sobre aquella extranjera que le había dado un hijo al primer hombre de Roma.
Cleopatra seguramente era prisionera del entusiasmo juvenil que sentía por su amante. Se resignaba a su suerte y disfrutaba de sus encuentros con el que creía que era el hombre de su vida, sin saber que el destino le tenía reservada una pasión mucho más poderosa que la que sentía en brazos de César.
Un buen día, los enemigos de Julio César se confabularon contra él en el Senado: allí mismo lo mataron a puñaladas. Cada uno de ellos lo acuchilló al menos una o dos veces. César tenía cincuenta y seis años. Murió ensangrentado y traicionado incluso por uno de los que consideraba su propio hijo.
Cleopatra se vio obligada a regresar a Egipto con su hijo. Tenía veinticinco años, y su presencia era imponente, no solo por su belleza sino por su majestad.
Se llevó su dolor de vuelta a casa.
Era muy joven, se encontraba en el esplendor de su hermosura, y dos años después conoció a Marco Antonio, el que era gobernador de Roma en las provincias del Mediterráneo oriental.
Marco Antonio tenía cuarenta y dos años cuando perdió el sentido al contemplar por primera vez a Cleopatra. Tenía fama de ser el mejor soldado después de César, su digno heredero en el campo de batalla. De personalidad licenciosa, Antonio vivía para gozar. Era un juerguista profesional, un soñador mercenario si es que puede tener sueños un guerrero como él. Vigoroso y atractivo, sedujo fácilmente a la joven reina. Aunque su rostro reflejaba una vida de excesos, en sus ojos brillaba el mismo encanto tempestuoso del César que la había enamorado antaño.
Marco Antonio era derrochador, no solo con el dinero sino también con los sentimientos. Su fama de tener deudas fabulosas era conocida por todos. No le interesaba el precio de las cosas, sino su valor. En cuanto vio a aquella muchacha, reinando sobre el Nilo con la mirada perdida pero resuelta y anhelante, supo que tenía que conquistarla aunque para ello tuviese que recurrir a las tácticas de la guerra. Las mismas tácticas que había utilizado para seducir, por ejemplo, a su tercera esposa, Fulvia, a quien le consiguió la casa que ella deseaba por el expeditivo método de hacer asesinar a su anterior dueño…
Una vez muerto César, Marco Antonio le había quitado casi todos sus bienes. Se creó un triunvirato formado por Octavio, Marco Antonio y Lépido. A Antonio le correspondieron las provincias de Oriente. Allí reinaba Cleopatra. Y Cleopatra no fue menos que el resto de las posesiones del desaparecido César. Antonio la sumó a su patrimonio, sin saber que lo que, en principio, era una conquista más acabaría apoderándose de su alma.
Corrían malos tiempos. Egipto se veía azotado por la enfermedad y las hambrunas; la sequía era devastadora, las crecidas del Nilo no bastaban para que las cosechas prosperasen y el pueblo pudiera subsistir. Cleopatra tuvo que hacer frente a diversas revueltas, retirar prerrogativas a los nobles y obligar a los comerciantes a moderar el precio del cereal. Demostraba dotes innatas de gobernante que ninguno de sus antepasados había tenido.
Cuando Antonio la mandó llamar porque quería conocerla, ella se presentó ante él con una flota que hacía honor a una gran reina. Igual que había seducido a César en una barca real, desplegó una pequeña y exótica flota para sorprender a Antonio, presidida por una nave con la popa de oro y velas púrpuras. La reina se mostraba rodeada de esclavas bellísimas, escogidas entre las muchachas más hermosas de su corte. Cleopatra iba tumbada bajo un toldo bordado con perlas que destellaban suavemente a la luz del atardecer. Los emisarios que Antonio había enviado para entregarle el mensaje quedaron tan fascinados como el propio romano cuando por fin la tuvo ante sus ojos.
Antonio fue incapaz de sustraerse al hechizo de aquella puesta en escena.
Se convirtieron en amantes y tuvieron dos hijos mellizos, un niño y una niña. Antonio regresó a Roma, donde contrajo matrimonio con otra mujer, aunque no lograba olvidar a Cleopatra. Regresó a Egipto. Y tuvo con ella otro hijo. Durante cinco años, se amaron. Probablemente Antonio quiso con locura a Cleopatra. Quizás, si pusiéramos en una balanza el amor que sentían ambos, él le ganara a ella. Quién sabe.
Antonio tenía cuarenta y siete años y Cleopatra treinta y dos cuando emprendieron juntos una campaña bélica en Siria.
Regresaron a Alejandría y se casaron en una ceremonia de altos vuelos; a la reina le gustaban ese tipo de actos, pomposos, serios, pretenciosos, en los que podía mostrarle su magnificencia al mundo. No les importó en absoluto que Antonio siguiera casado con su última esposa, Octavia, que lo esperaba en Roma ajena a todo.
Comenzaron otra campaña contra el rey de Armenia, al que también vencieron.
Elamor y los éxitos militares los embriagaron hasta el momento en que la propia Roma presentó batalla contra la reina de Egipto. A partir de entonces, la suerte los abandonó.
Octavio —el mismo que llegará a ser César Augusto, pero que entonces es apenas un jovenzuelo frío, sensato y arrogante— les hizo frente.
Es el principio del fin.
Ni el ejército de Marco Antonio ni el de Cleopatra son capaces de hacer frente a la máquina militar romana. Y la guerra los separa. Antonio está cansado, es derrotado pronto por Octavio. Ya tiene cincuenta y cuatro años, y a veces piensa que esa era la misma edad que tenía César cuando conoció a Cleopatra casi veinte años antes.
Cleopatra abandona a Antonio; piensa únicamente en sobrevivir, en nada más. En aliarse con Octavio y ponerse a salvo. Si pudiera coocerlo y seducirlo…
Se hace construir un sepulcro de piedra donde esconder su tesoro. Tiene treinta y nueve años, es hermosa todavía, y fantasea con intentar encandilar a Octavio –el primer emperador, que tiene veintisiete años- de la misma manera que logró hacer antes con los dos hombres más poderosos de la República. Dos hombres a los que amó. Sí, porque los amó. A su manera. Quizás más a César. ¿O tal vez a Antonio…?
Desesperada como nunca antes, vive sus últimos momentos acuciada por la indecisión y el miedo. Ella, que ha sido la reina del mundo, ahora no sabe cómo jugar sus cartas. Piensa que Antonio tiene la culpa de todo, cree que, si se pone del lado de Octavio, podrá al menos salvarse ella.
Así que hace llegar a Marco Antonio la falsa noticia de su muerte. Quiere engañarlo, quiere que se rinda. Quiere poner fin a una guerra que no acaba, que nunca termina… La guerra de la vida, de su vida.
—Dile a Antonio que he muerto —le ordena al criado.
Cuando recibe la noticia de la muerte de Cleopatra, Marco Antonio se deja caer al suelo, al borde del desmayo. El hombre fuerte, el guerrero curtido en mil batallas de sangre, se siente desfallecer. Decide que, sin su amada, él ya no tiene nada que hacer en el mundo de los vivos. Le da su espada a uno de sus esclavos más queridos, Eros, y le pide que lo mate. Que ponga fin a su agonía, a lo que sería el resto de su vida sin Cleopatra.
Pero Eros ama a su señor y no está dispuesto a asesinarlo. Antes de eso, prefiere morir. Así lo hace: Eros hunde la espada en su propio pecho.
Marco Antonio, con las manos temblorosas y los ojos nublados por la sal de las lágrimas, arranca el arma del pecho ensangrentado del esclavo, apoya la punta en su vientre y se deja caer con todo su peso, hasta que su cuerpo es atravesado de parte a parte.
Los gritos de su agonía llegan hasta los oídos de Cleopatra, encerrada en su cripta; la voz del hombre que tanto ha amado le trae recuerdos de un tiempo perdido para siempre, de un esplendor que no volverá. Se arrepiente de todo. No, no lamenta nada, pero…
Pide que introduzcan el cuerpo de Antonio en el sepulcro, donde lo espera para abrazarlo en su último aliento. Lo besa allí, en su fortaleza inexpugnable. El sitio donde aguardaba el fin, donde ansiaba estar a resguardo del mundo. De este mundo y del otro.
Pero ni siquiera consigue que se haga realidad ese último deseo, porque el joven Octavio la encuentra allí y la incorpora a su botín de guerra.
Aunque la traslada a palacio y la trata como a una reina, conforme a su rango, Cleopatra se da cuenta de que con Octavio no tiene nada que hacer. Sabe que él la convertirá en su esclava y la exhibirá en Roma atada con cadenas de oro. Que con suerte, se convertirá en su esclava, no en su amante y mucho menos en su compañera.
Todas sus artes de seducción se estrellan contra la personalidad de hierro del que habría de ser más tarde una de las figuras más importantes y lúcidas del Imperio romano, el César Augusto creador de la pax romana. Después de una amarga conversación con el futuro emperador —no queremos ni pensar en aquella mujer espléndida haciendo intentos patéticos e inútiles de seducir a Octavio—, Cleopatra se encierra con dos de sus esclavas —Eiris y Charmión— en una de las estancias de palacio y allí se suicida haciéndose morder por una pequeña serpiente, una cobra egipcia, junto a las pobres y aterradas muchachas, dejando como deseo póstumo ser enterrada al lado de Marco Antonio. Su Antonio. El hombre al que amó, odió, deseó con furia y envió al otro mundo un poquito antes de seguirlo ella. Solo Plutarco o Shakespeare han podido contar la historia grandiosa de Antonio y Cleopatra, su dramático relato de guerra militar y batallas domésticas, de amor y poder, de lujo y miseria, de gozo y muerte.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar