El 19 de julio de 1764 nació en Buenos Aires Juan José Castelli. Formado en el tradicional Colegio Montserrat de Córdoba, donde conoció a muchos futuros revolucionarios, estudió filosofía y estaba pronto a ordenarse sacerdote, cuando dio un golpe de timón al destino que su familia le había dispuesto y partió hacia Charcas para estudiar leyes.
Regresó a Buenos Aires, donde ejerció con éxito su profesión de abogado y comenzó una activa participación en la política colonial, tanto en el Consulado, adonde fue convocado por su primo Manuel Belgrano, como en el Cabildo, granjeándose la enemistad de los comerciantes y regidores españoles.
Participó activamente del rechazo a la invasión inglesa y, tras la invasión napoleónica a España, compartió con Belgrano el proyecto de lograr la emancipación con una monarquía constitucional encabezada por la Infanta Carlota.
Tras la caída de Sevilla en poder de los franceses, Castelli fue, junto a Cornelio Saavedra, uno de los líderes más notorios de las jornadas que desencadenaron la Revolución de Mayo de 1810. En aquellos días, fue comisionado para intimar al virrey Cisneros a que cesara en su cargo y, durante la decisiva jornada del 22 de mayo, fue el encargado de defender la posición patriota en las sesiones del Cabildo, promoviendo la deposición del virrey, aduciendo que, al no haber más autoridades legítimas en España, la soberanía retrovertía al pueblo. Su destacada actuación, le valió ser conocido como «el orador de la revolución”.
Ya instalada la primera Junta de Gobierno, aquel histórico 25 de Mayo de 1810, Castelli integró el ala más radical, impulsando como vocal de la junta muchas de las primeras medidas de gobierno. Pero como muchos protagonistas de su tiempo, pese a su formación como hombre de leyes y de palabras, los acontecimientos lo convirtieron en un hombre de acción. Fue el encargado de ejecutar la orden de fusilamiento de Santiago de Liniers -héroe de la Reconquista-, y tuvo a su cargo la dirección política del ejército que triunfó en la batalla de Suipacha, primera victoria patriota, que abrió el camino al Alto Perú. En Potosí, firmó la sentencia de muerte de los enemigos de la revolución: Francisco de Paula Sanz, Vicente Nieto y José de Córdova.
Sin embargo, sus desavenencias con la facción más conservadora de la Junta -que se había impuesto en el gobierno tras el alejamiento y la muerte de Moreno y las jornadas del 5 y 6 de abril de 1811- se profundizaron con la derrota de Huaqui (o Guaqui), que provocó la pérdida del Alto Perú y contribuyó a la caída en desgracia de Castelli; éste no tardó en ser llamado a Buenos Aires para ser juzgado por su desempeño. Pero en Castelli otro proceso más terrible que el judicial se había desatado hacía algunos meses. Una quemadura mal curada provocada por un cigarro, había dado inicio a un letal cáncer en la lengua. El 11 de junio de 1812 la Revolución comenzaba a quedarse sin voz. Un cirujano le amputaba la lengua a un Castelli que desde entonces sólo podía defenderse por escrito. No sería necesario, el 12 de octubre de aquel año murió antes de que el juicio pudiera sustanciarse.
Lo recordamos en esta ocasión con un fragmento de Juan José Castelli. De súbdito de la corona a líder revolucionario, una biografía de Fabio Wasserman. El autor se refiere aquí a un momento culminante de su desempeño como representante de la Junta de Buenos Aires y uno de los más emblemáticos por cuanto implicaba un “reordenamiento radical en las relaciones sociales”. Se trata de la política indígena plasmada durante su campaña en el Alto Perú a través de bandos, medidas como la abolición del tributo indígena, y en la ceremonia realizada en las ruinas de Tiahuanaco el 25 de mayo de 1811 para conmemorar el aniversario de la revolución. En esa ocasión, el representante de la Junta afirmaba que “el objetivo del gobierno era que todos los grupos pudieran gozar de los mismos derechos… (…) Castelli declaraba su igualdad a la hora de acceder a cargos, honores y empleos, sin otra distinción que el mérito y la aptitud”. Poco tiempo antes había informado a los naturales que “no sólo se procuraba restituir sus derechos sino que también se había resuelto darles un influjo activo en el congreso para que participaran de la Constitución que los regiría y pudieran palpar por sí mismos las ventajas de su nueva situación”.
El historiador recorre en esta biografía la vida de este notable patriota, mostrando su transformación de súbdito de la corona perteneciente a una familia acomodada a uno de los más destacados líderes revolucionarios, capaz de imaginar no sólo un cambio de gobierno y de su concepción, basado ahora en la soberanía del pueblo, sino también una transformación de las relaciones sociales que lo sustentaban. Sin embargo, sostiene el autor, este cambio no fue individual. El cambio de Castelli es representativo de la transformación que experimentó un vasto sector de la elite criolla, que al tiempo que sufría las tensiones propiciadas por las reformas borbónicas vio cómo, durante las invasiones inglesas, las autoridades coloniales eran incapaces de asegurar su dominio transatlántico. En este sentido, el libro es además un relato de un período clave de nuestra historia, la etapa de crisis y desintegración del orden colonial y la primera parte de la revolución fundadora.
En su análisis de la figura de Castelli, Wasserman procura no perder de vista el marco de ideas y valores dominantes de la época y señala aspectos menos conocidos de su vida, como la defensa que como abogado hizo de la pureza de sangre o su férrea oposición al casamiento de su hija esgrimiendo el derecho a la patria potestad, que dan cuenta de su pertenencia a una sociedad estamental y patriarcal. Aun así, dentro de aquel contexto, Castelli se distinguió por ser uno de los líderes más comprometidos y radicales, al proponer, como veremos a continuación, la abolición del tributo indígena y luchar por la emancipación de los naturales, medidas que pusieron en entredicho el orden social y político vigente y le valieron el repudio de los sectores dominantes.
Fuente: Fabio Wasserman, Juan José Castelli. De súbdito de la corona a líder revolucionario, Buenos Aires, Edhasa, 2011, págs. 187-203.
Yo me intereso por vuestra felicidad”
Pocos días después de firmado el armisticio se cumplía el primer aniversario de la Revolución de Mayo y el segundo de la proclamación de la Junta de Charcas. Castelli entendió que era una excelente oportunidad para reafirmar el rumbo adoptado y hacer una exhibición de su poder. Para ello tomó una decisión audaz que constituía todo un mensaje hacia sus seguidores y aliados, pero también hacia sus enemigos internos y externos: hacer un acto en las ruinas de Tiahuanaco, ubicadas a unas decenas de kilómetros de La Paz.
La elección de este escenario no era inocente ni obedecía únicamente a su cercanía con la frontera peruana. Es que así como estaba contemplado que participaran el ejército, las corporaciones y los funcionarios de la gobernación de La Paz, también había decidido tener como invitados especiales a los pueblos indios de esa provincia con sus autoridades a la cabeza. El 19 de mayo dirigió una circular a los subdelegados de Omasuyos, Larecaja, Yungas y Apolobamba, invitándolos a concurrir con los naturales para estrecharse en unión y en memoria de sus mayores con el gobierno que él representaba.
Era una decisión audaz pero coherente con el accionar previo de Castelli, quien había procurado forjar un vínculo estrecho con los indios durante toda su actuación como representante. Son numerosos en ese sentido los testimonios que acreditan su trato cordial y cariñoso con los indios que se le acercaban, a quienes abrazaba y alzaba del suelo cuando se postraban ante él como lo hacían ante las otras autoridades. Además procuraba en forma constante ponerlos en un pie de igualdad con los criollos al señalarles que ahora eran hermanos e iguales. Su actitud era auténtica y sentida, pero no obedecía sólo a razones humanitarias e ideológicas: también formaba parte de una estrategia política. Y aunque Castelli le había dado una impronta singular, tampoco se trataba de una iniciativa personal, sino de una política del gobierno, tal como quedó plasmado en las instrucciones que se le habían impartido al nombrarlo representante.
Como suele suceder, esa estrategia estaba formada por motivos ideológicos y pragmáticos, como el hecho de que fuera decisivo contar con el apoyo que podían recibir de los naturales en regiones donde estos constituían la mayor parte de la población. Atendiendo estos objetivos, el 10 de enero la Junta dispuso la elección de un diputado que representara a los naturales en cada una de las intendencias de la Audiencia de Charcas y en la de Paraguay, quienes podrían concurrir al congreso general con el mismo carácter que los demás. De ese modo, y apelando a una retórica que hacía énfasis en la recuperación de los derechos cercenados tras la conquista, se promovía su incorporación a la representación política sin que esta perdiera el carácter estamental.
Un aspecto notable de esta resolución, y que evidencia también cuánto de interesada tenía, es el hecho de que se tratara de una política específica hacia las provincias altoperuanas y Paraguay, en caso de que se sumara a la causa, pero el gobierno no estaba dispuesto a extenderla hacia otros espacios en los que su autoridad estaba más asentada, como Córdoba, Salta o Buenos Aires.
Las elecciones de los diputados indios nunca llegaron a sustanciarse. Sin embargo, el proceso puesto en marcha y en particular el papel jugado por Castelli ilustran bien el conflictivo marco social, político e ideológico en el que debían realizarse. La propia Junta había asumido que debían existir dificultades para implementar el proceso electoral, por lo que también resolvió otorgarle a Castelli la potestad para organizarlo según lo creyera conveniente. La única indicación que se le dio fue que los elegidos debían tener probidad y luces, dando a entender que se admitía su intervención en el proceso de selección o, al menos, la posibilidad de vetar a quienes no cumplieran con esos requisitos.
Castelli se notificó de esta resolución estando en Chuquisaca y decidió implementarla de inmediato. El 13 de febrero emitió un bando informando a los pueblos indios sobre esta importante novedad. Según alegaba, no sólo se procuraba restituir sus derechos sino que también se había resuelto darles un influjo activo en el congreso para que participaran de la Constitución que los regiría y pudieran palpar por sí mismos las ventajas de su nueva situación. (…)
Castelli dispuso que el bando circulara por todas las provincias en castellano, quechua, aymara y, según algunos autores, también en guaraní, debiendo bajar de las capitales a las cabezas de partido y de allí a los pueblos. (…)
La convocatoria a elecciones no fue ni el primero ni el último de los documentos multilingües que Castelli dirigió a los naturales. Tan sólo una semana antes, el 5 de febrero, había difundido una proclama en castellano y quechua dirigida a los indios del virreinato del Perú. Tal como han mostrado quienes estudiaron este documento, un rasgo notable del mismo es que no se trataba de una traducción literal de las palabras de Castelli, sino de una adaptación a las categorías utilizadas por sus destinatarios, lo cual evidencia que contó con colaboradores que tenían un mejor conocimiento de la sociedad andina. (…)
La proclama era en verdad una respuesta tardía a otra emitida por Abascal meses antes en la que hacía referencia a la situación política de España y sus consecuencias para los pueblos americanos. Castelli buscaba diferenciarse en ese sentido del virrey, a quien acusaba de hipócrita y mentiroso, presentándose como una autoridad confiable que hablaba a los indios peruanos con la verdad y con el corazón: “Yo me intereso en vuestra felicidad, no sólo por carácter, sino también por sistema, por nacimiento y por reflexión; y faltaría a mis principales obligaciones si consintiere que os oculten la verdad y os disfracen por más tiempo la mentira…”.1
Para Castelli la hipocresía de Abascal era flagrante. Por eso preguntaba a los indios por qué les ofrecía instrucción, honores y empleos cuando siempre habían sido tratados como esclavos. En ese sentido les pedía que comparasen la política de las autoridades virreinales con la de la Junta y la de quienes dependían de ella, que siempre cumplían su promesa de inmediato.
Pero el documento no apuntaba solamente a descalificar a las autoridades virreinales…(…) Castelli insistía en señalar que España estaba en ruinas y su monarca prisionero sin posibilidad alguna de lograr su libertad. Ya no había autoridades legítimas en la Península y por eso Abascal y los otros funcionarios virreinales no tenían derecho a seguir en el poder. Como su suerte dependía de la persistencia del antiguo gobierno metropolitano, engañaban a los pueblos mintiéndoles triunfos de las tropas españolas. Advertía además que, de seguirse este rumbo, el destino de América quedaría atado al de una España sojuzgada y sin futuro.
Pero ellos (…), insistía una vez más, debían descreer de las mentiras difundidas por Abascal y confiar en él, cuya sinceridad provenía del amor que les tenía. Asimismo destacaba que habían nacido en el mismo suelo, que él era americano como ellos, hecho que debía reforzar su credibilidad, sobre todo porque la Junta a la que representaba entendía que criollos e indios podían ser hermanos e iguales. En suma, el único fin del gobierno era restituir la libertad civil a los pueblos para que bajo su protección pudieran vivir libres y en paz gozando de los derechos originarios que les habían sido usurpados por la fuerza.
Aparte de contar con argumentos de peso en relación con los derechos y la legitimidad de la Junta, Castelli también advertía que la fuerza por él comandada tenía mayores posibilidades de triunfo. Si sus palabras no eran suficientemente persuasivas, también podía apelar a una demostración de fuerza. (…) Podía tratarse de meras palabras, pero lo sucedido en Suipacha meses antes era una señal contundente en favor de sus dichos.
Los pueblos de indios
La estrategia propagandística de Castelli tuvo un gran impacto, pero por sí sola era insuficiente… No alcanzaba con dar una respuesta a la prédica de las autoridades virreinales arguyendo una superioridad moral y material, sobre todo porque estas también tenían políticas específicas hacia los pueblos de indios. Por algo Abascal les había dirigido una proclama, además de contar con el apoyo de varias comunidades y líderes indios. De hecho, las tropas de Goyeneche a las que Castelli se empeñaba en tildar como “mercenarios cobardes” estaban integradas en buena parte por naturales. Y en caso de considerarlo necesario para facilitar su incorporación al ejército, las autoridades virreinales también podían abolir, suspender o aligerar el tributo u ofrecerles algún otro beneficio. Con lo cual se hace necesario precisar qué decisiones tomaban las propias comunidades sin dar por supuesto que debían adherir a la prédica de Castelli por ser quien mejor representaba sus intereses.
Esto requiere a su vez superar un prejuicio previo que durante mucho tiempo afectó a los estudios históricos, pues estos solían detenerse en la política hacia los indios desarrollada por los revolucionarios criollos y, en menor medida, la implementada por las autoridades virreinales. Pero lo que no resultaba tan común era interrogarse por el posicionamiento y las estrategias de las comunidades indígenas, como si se tratara de actores pasivos carentes de toda autonomía y no de sujetos con intereses y puntos de vista propios. En las últimas décadas las cosas comenzaron a cambiar en este punto, y por eso contamos con estudios históricos y antropológicos que se interesan en dilucidar el accionar de los pueblos indios teniendo presente cuál era su propia visión o, mejor dicho, sus visiones.
Como se pudo apreciar, no podría decirse que los pueblos de indios tuvieran una única posición, e incluso podían apoyar a las autoridades virreinales si consideraban que eso los favorecía o que constituía un mal menor. Pero esto no es todo: las propias nociones de “indios” o “indígenas” eran categorías genéricas que encubrían realidades diversas y que bien podían ocultar diferencias e incluso enfrentamientos entre distintos pueblos, comunidades o parcialidades.
Todas estas cuestiones, que no siempre eran fáciles de dilucidar para quienes no tuvieran vínculos cercanos con los naturales, como las autoridades locales o el bajo clero, menos debían serlo para alguien venido de afuera, por más sensible que fuera respecto de la situación de los indios, como sin duda lo era Castelli. De hecho, recibió algunas observaciones en ese sentido, como las realizadas por el potosino Matos que, en una carta del 5 de marzo en la que alababa el proyecto de que los naturales eligieran a sus diputados, le sugería entre otras cuestiones que fueran los ayllus las unidades a partir de las cuales debía iniciarse el proceso electoral pues estas representaban mejor su organización social. 2
La complejidad de las relaciones sociales y las dificultades que podía tener Castelli a la hora de comprender las causas de los conflictos y solucionarlos pueden ilustrarse recordando lo sucedido a mediados de 1810 en la lejana Moxos, cuando algunos pueblos decidieron dejar de cumplir con el tradicional servicio que debían prestar como remeros a modo de tributo. (…) Para terminar con ese estado de cosas proponía emancipar a los indios de Moxos y Chiquitos, y sumar otras medidas, como la supresión del tributo salvo en lo que hacía a la conscripción, el libre avecinamiento y el reparto del ganado y las tierras comunitarias entre las familias, la libertad de comercio y la supresión de los conventos, dejando las parroquias a cargo de clérigos seculares.
Medidas de este tipo, que promovían un reordenamiento radical de las relaciones sociales, eran de imposible aplicación sin la presencia de fuerzas capaces de ejecutarlas. No alcanzaba con disposiciones como las dictadas por Castelli, que se encontraba a cientos de kilómetros del lugar de los hechos. (…) También debía percatarse de que estos podían tener intereses y objetivos que no necesariamente tenían por qué ser los mismos que imaginaban los líderes criollos, para quienes alcanzaba con proclamar la libertad y la igualdad proveyéndolos de herramientas para su ilustración.
Pero muchas de las tensiones que afectaban a lo que se conocía como la República de los Indios tenían que ver con la capacidad de las comunidades para preservar su autonomía. Esto podía implicar varias cuestiones, como el control de recursos, la tributación, pero sobre todo, y en estrecha relación con las otras dos, el rol y la legitimidad de sus autoridades que, desde hacía décadas, estaban sufriendo importantes cambios.
Es por eso que, incluso en el caso de las comunidades que decidieron aliarse con Castelli, se puede advertir que tenían otros propósitos. Algunos autores sostienen en ese sentido que su llegada al frente de un ejército permitió una alianza con grupos de indios y de mestizos que estaban organizados desde antes y tenían sus propios objetivos. Estas fuerzas lograron subsistir tras la derrota de Guaqui, protagonizando un levantamiento en vastas zonas del Altiplano cuya acción culminante fue el sitio a La Paz entre agosto y octubre de 1811. Con lo cual no podría decirse que su actuación fuera un simple apoyo a las medidas tomadas por Castelli en su favor.
De la complejidad de la situación da cuenta además el hecho de que los sitiadores serían reprimidos por tropas provenientes del Perú que incluían el ejército indígena cuzqueño liderado por Mateo Pumacahua, quien ya se había destacado décadas antes en la represión del levantamiento encabezado por Tupac Amaru. Es por ello que no puede trazarse una línea capaz de ubicar fuerzas sociales y políticas a uno u otro lado según su composición étnica.
Del movimiento indígena que acompañó a Castelli en el Alto Perú contamos con información parcial. Se sabe que el pueblo indígena de Toledo en el partido de Paria de la provincia de Oruro se había levantado a principios de noviembre de 1809 en protesta por la destitución de Manuel Victoriano Titichoca, a quien consideraban su verdadero cacique. En forma paralela se produjeron otros movimientos, como el ocurrido en Pacajes, cerca de La Paz, que se vinculó con la Junta erigida en esa ciudad en julio de 1809. De hecho, cuando Goyeneche reprimió el movimiento juntista, los indios facilitaron la fuga de uno de sus líderes, el escribano mestizo Juan Manuel de Cáceres, que fue acompañado por el subdelegado de Pacajes, Gabino Estrada.
Estos y otros líderes que tenían una diversa procedencia y origen étnico acordaron la organización de un movimiento más amplio. Para ello contaron con el concurso de otro personaje al que ya hicimos mención: el prebendado de la catedral de Charcas, Andrés Jiménez de León Manco Capac. Al parecer, se reunieron con él en Chuquisaca en los primeros meses de 1810. Las autoridades detectaron la reunión y los acusaron de confabular para engañar a los pueblos al plantearles que no debían acatar más sus órdenes ni pagar el tributo. (…)
A pesar de su prédica radical, o quizás por ella misma, Manco Capac se sumó a Castelli, quien además de respaldarlo frente a los informes negativos y de aceptar la colaboración de Cáceres, que le fue de gran valor, también resolvió reponer a Titichoca como cacique de su comunidad. Estas acciones le valieron al representante un apoyo que fue fundamental para la organización y la provisión del ejército, sobre todo en lo que hacía a transporte, pertrechos, alimentos, pero también para contar con información confiable.
Ahora bien, esto no implicaba necesariamente que tuvieran una misma visión. Castelli, al igual que buena parte de la dirigencia criolla filoindigenista –e incluso de los liberales españoles–, aspiraba a declarar la igualdad y la libertad, abolir el tributo que era considerado expresión de la sumisión, e incorporar las comunidades a la representación política. Pero los destinatarios de esas medidas podían tener otros objetivos o prioridades: para ellos quizás era más importante poner fin a los abusos y elegir a sus propias autoridades sin interferencias. Incluso podía haber diferencias en relación con el tema del tributo, cuya abolición era uno de los puntos centrales del programa de Castelli. No todas las comunidades objetaban el pago del tributo, pues este era lo que permitía mantener su relación de vasallaje y de pacto de reciprocidad con el rey. En ese sentido su rechazo al pago podía ser coyuntural y los motivos se fundaban en que entendían que no llegaba a manos del monarca, su destinatario natural, sino que quedaba en las autoridades locales, que lo utilizaban para oprimir a los americanos.
Es por eso que, por ejemplo, Domingo Tristán, el gobernador de La Paz, le escribía a Balcarce el 3 de diciembre de 1810 señalándole que los indios de su jurisdicción no querían pagar el tributo hasta que llegaran “los de Buenos Aires”, seguramente porque los debían considerar representantes de una autoridad legítima. Esto permite entender la importancia que había adquirido la figura fantasmal de Fernando VII y la necesidad de poder determinar quiénes eran sus verdaderos representantes y qué había pasado con él, pues muchos rumores lo daban por muerto.
No eran estos meros matices sino que importaban verdaderas diferencias en cuanto a las metas que se fijaban Castelli y sus aliados. Sin embargo, tanto la dirigencia revolucionaria como las comunidades de indios rebeladas compartían el mismo enemigo: las autoridades virreinales y quienes les respondían a nivel local. Y eso era un punto decisivo que permitía la articulación de sus fuerzas. Ambos sectores también compartían el hecho de invocar la figura del rey mientras objetaban a quienes se presentaban como sus funcionarios.
En ese sentido, como recuerda María Luisa Soux, podía funcionar como aglutinador el tradicional lema de tantos movimientos locales: Viva el rey, muera el mal gobierno. Claro que para los criollos, al menos para Castelli, el rey ya no existía y por eso podían utilizar su nombre graciosamente. No parece sin embargo que esto fuera igual para los pueblos andinos.
El rey Castel
Más allá de los problemas y de las limitaciones señaladas, resulta indudable que el accionar de Castelli provocó una verdadera conmoción cuyos ecos seguirían resonando en los Andes centrales durante varios años. Una de las cuestiones más fascinantes e inesperadas que se produjeron en ese sentido, y que evidencia los extraños recorridos que pueden tener las acciones humanas sobre todo en períodos tan convulsionados, es la asociación de su nombre con la figura del Inca.
A mediados de 1811 comenzó a propagarse un rumor en varias zonas de los Andes: estaba por llegar el Inca (o un pariente de él) que iba expulsando o matando a españoles o blancos, y que las tierras que este recuperaba pasaban a manos de los indios. Pero esto no era todo: en más de una ocasión se llegó a creer que ese Inca era Castelli o que al menos era su pariente o su aliado.
Si bien no hay una explicación acabada de este proceso de identificación, no cabe duda de que se inscribe en una historia de más largo plazo ligada a las creencias de las comunidades andinas. En este caso debió haber sido decisiva la confluencia entre las expectativas de esos pueblos y la construcción de un mito en torno del nombre de Castelli como jefe de un ejército que había vencido a las autoridades coloniales. A esto pudo haber contribuido también la utilización de una simbología que lo representaba portando el sol, antiguo atributo de la nobleza incaica que en esos años había pasado a identificar a los indios en general, así como también los documentos en los que se había presentado como el Apu Castelli. Pero sin duda debieron haber sido determinantes su política concreta y su trato hacia los naturales que era en verdad inusual en alguien que detentaba un cargo tan importante.
Más allá de las razones que alentaron la identificación de Castelli con el Inca, lo que realmente impresiona es la cantidad, diversidad y extensión en el tiempo y en el espacio de los testimonios relacionados con esta idea. Sobre todo porque el rumor podía resultar plausible en 1811, al menos hasta que se produjo la derrota de Guaqui, pero siguió difundiéndose durante varios años más y aflorando en el marco de diversos conflictos.
Las autoridades virreinales advertían que las rebeliones, o al menos las tensiones sociales, estaban alimentadas por la propaganda existente en torno de su figura. Se referían así a los documentos firmados por Castelli, como ocurrió con una proclama que remitió al Cabildo de Cuzco en junio de 1811 y que en un expediente aparecería como la causa de movimientos en los pueblos de indios ocurridos meses más tarde. Pero también había rumores y anónimos difundidos por las más variadas figuras: desde clérigos hasta enigmáticos personajes que no habían sido identificados. Muchos de estos documentos estaban redactados en quechua y probablemente hayan sido escritos por religiosos que tenían una gran influencia a nivel local y que estaban animados por concepciones milenaristas y redentoras.
Se sabe por ejemplo que en agosto de 1811 estuvo circulando por Tarma un personaje conocido por muchos como Antonio Rodríguez y que adoptó varios nombres y procedencias. Por las descripciones que se hicieron de él cabe suponer que era mestizo y letrado. Traía papeles y un retrato del Inca en el que anunciaba su inminente arribo, un arribo que, para muchos, era el del propio Castelli. Además decía a los indios que Fernando VII estaba preso y que en Jerusalén había abdicado en favor del Inca, que vendría a coronarse para expulsar a los españoles y restituirles las tierras a los indígenas y mestizos.
También se difundieron versiones más truculentas, como aquella según la cual prometía cortarles la cabeza a todos los blancos. Si bien en Tarma no se produjeron levantamientos, se desataron conflictos por las tierras entre los hacendados y las comunidades.
Donde sí tuvo lugar una verdadera rebelión en la que se invocó el nombre de Castelli fue en Huánuco y Huamalíes entre febrero y abril de 1812. La sublevación comenzó el 22 de febrero, en pleno carnaval, cuando los indios de los pueblos vecinos ocuparon y saquearon la ciudad de Huánuco. Aunque participaron otros actores como el bajo clero, algunos notables locales y mestizos, e incluso llegó a formarse una junta y se erigió como jefe a un criollo, el regidor Juan José Crespo y Castillo, se trató de un movimiento con un mayoritario componente indígena que terminó imponiendo sus posiciones.
Si bien para ese entonces Castelli estaba procesado en Buenos Aires, circulaban muchas versiones sobre su ubicación y sus planes: que estaba camino a Cuzco, que se dirigiría a Huánuco, que ya había sido coronado, que mandaba matar a los españoles. Crespo y Castillo, el criollo elegido por los indios como su líder, era un anciano que, al parecer, estaba un poco loco y se había hecho famoso por realizar excavaciones en busca de tesoros en antiguas tumbas de indios. Una hipótesis imposible de confirmar señala que esta actividad, sumada a la similitud de su nombre con el de Castelli, favoreció su liderazgo. Loco o no, Crespo y Castillo decía actuar en su nombre, afirmando además que mantenía correspondencia con él. De hecho aprovechaba su figura para convocar a los pueblos anunciándoles que Fernando VII había muerto, que Castelli se había unido a Goyeneche y que él había asumido el generalato de las provincias de la intendencia.
Al igual que había sucedido en otras ocasiones, y más allá de la peculiaridad de su líder, esta alianza interétnica se fue desgranando mientras que la rebelión se fue volviendo más radical: los indios habían empezado por atacar a los españoles, luego a los criollos y finalmente a los mestizos. Y todo esto lo hacían en nombre del “rey Castel”, a quien esperaban para que fuera nombrado Inca o para que designase a uno. Incluso algunos indios decían que él había dado órdenes de degollar a los europeos. Y en las actuaciones realizadas tras la derrota de los sublevados hubo denuncias de haberse practicado la antropofagia y sacrificios humanos de carácter propiciatorio.
Años más tarde continuó invocándose su figura en zonas totalmente alejadas entre sí. En 1814, por ejemplo, se produjo en Laja una sublevación cuyos instigadores decían actuar como enviados de Castelli. Y un enigmático indio llamado Gregorio Funes, que había hecho un largo recorrido propagando sus ideas por la sierra central peruana entre fines de 1814 y comienzos de 1815 hasta ser detenido en Huancavelica, señalaba que el 3 de marzo de ese año Castelli llegaría a la sierra y traería el sol y la luna en la frente y las riendas de su caballo serían de oro. Se suponía que era hijo del sol, nieto del Inca, y marido de una doncella de doce años. Que tenía un caballo blanco con anteojeras de cristal y riendas de oro y que sería un gran monarca. Además precisaba que el “emperador Castelli” liberaría a los indios y les repartiría las tierras, suprimiendo los impuestos y tributos.
Más allá de su incaización, no puede negarse que este había sido en parte el programa que Castelli había querido implementar para los pueblos indios, tal como lo había hecho manifiesto al conmemorar la revolución en las ruinas de Tiahuanaco.
En las ruinas de Tiahuanaco
Castelli, al igual que otros líderes revolucionarios, tenía fundadas expectativas en su capacidad para invocar la identidad y concitar así el apoyo de los pueblos andinos. La más clara expresión de esta política fue la puesta en escena realizada en Tiahuanaco para conmemorar el aniversario de la revolución. Aunque este acto también puede considerarse como una excelente muestra de los equívocos que podían guiar sus acciones: esas ruinas no eran de los incas sino de un pueblo que había habitado la región antes que ellos, y los indios que estaban invitados a participar de la ceremonia tampoco eran descendientes suyos sino aymaras a quienes los incas habían conquistado antes de la llegada de los españoles.
En el acto, que según todos los testimonios fue imponente, estaban representados los diversos sectores que formaban la alianza liderada por Castelli: el ejército integrado por porteños, arribeños, potosinos, cochabambinos y paceños; miles de indios con los alcaldes pedáneos y sus curacas a la cabeza vistiendo ropas típicas; y los funcionarios de la intendencia.
La ceremonia se inició con una salva de artillería en homenaje a los incas mientras la tropa ponía sus armas a la funerala en señal de duelo. Tal como le informaría a la Junta, la intención era saludar y honrar militarmente las ruinas de lo que creía “el suntuoso Palacio, Castillo y Jardín de los Incas Monarcas de este Imperio que se reconocen en aquel sitio”. Balcarce, que era el oficial de mayor rango, arengó a la tropa. Luego Castelli se dirigió a los presentes subido a la escalinata de Kalasasaya frente a la puerta del sol, honrando en nombre de la Junta a los antiguos incas e invitando a los indios a unirse fraternalmente. El acto concluyó con una lectura de Monteagudo de una orden de Castelli a los gobernadores intendentes y demás autoridades firmada en el “cuartel general del ejército auxiliar y combinado, de la libertad, Tiahuanaco, 25 de mayo de 1811 y segundo de la libertad de Sur América”.
El texto fue publicado en castellano, quechua y aymara. (…) El documento comenzaba afirmando que el objetivo del gobierno era que todos los grupos pudieran gozar de los mismos derechos… (…) Castelli declaraba su igualdad a la hora de acceder a cargos, honores y empleos, sin otra distinción que el mérito y la aptitud.
Castelli, aunque optimista, no creía que esto pudiera producirse en forma automática, pues debían dejarse atrás los males legados por siglos de opresión. Por ello advertía que se los debía estimular y darles protección e instrucción, además de ordenarles a las autoridades que informaran de las medidas inmediatas o provisionales que tomarían para reformar los abusos promoviendo su beneficio, en especial en lo que hacía al reparto de tierras, exención de cargas o impuestos indebidos y creación de escuelas en sus pueblos. Y para poner fin a la intromisión de actores ajenos a las comunidades, dispuso que los caciques sólo pudieran ser electos con el consentimiento de la comunidad previa votación, incluso en el caso de los que eran caciques propietarios o de sangre. La orden, que debía tener una amplia circulación, establecía un plazo de tres meses para dar fin a todos los abusos y para fundar las escuelas sin excusa ni dilación alguna.
Cabe advertir que estos objetivos no eran sólo de Castelli o del ala radical de los revolucionarios: a fines de julio, y a pesar de las disidencias que existían entre esta y el representante, la Junta Grande aprobó su resolución para que los naturales pudieran acceder a los mismos empleos y distinciones que los españoles peninsulares y americanos, tal como se lo comunicó a las juntas provinciales de Córdoba, Salta, Potosí, La Plata, Cochabamba y La Paz.
Una vez concluido el acto oficial, comenzó una fiesta popular con baile y música. Esto fue aprovechado una vez más por los detractores de Castelli, quienes aseguraban que, al finalizar su arenga prometiéndoles libertad e igualdad, les preguntó a los indios presentes qué querían y estos, que habrían estado embriagándose, le habrían respondido que lo que querían era tomar alcohol.
El acto de Tiahuanaco, que sin duda fue una de las expresiones más radicales del período revolucionario por sus connotaciones sociales y políticas, fue seguido el 30 de mayo por una misa celebrada en La Paz a la que asistieron las corporaciones y la oficialidad del ejército para celebrar el día de San Fernando en honor del monarca cautivo. De hecho, eso mismo sucedía en el campamento de Zepita, del otro lado del Desaguadero, donde estaban estacionadas las tropas de Goyeneche, quien también dispuso una imponente parada militar acompañado por el obispo de La Paz para honrar al monarca en su día.
A pesar de las evidentes diferencias que existían entre ambas fuerzas en cuanto a sus objetivos, a un observador externo le hubiera costado distinguirlas con nitidez si se consideraba la composición étnica y social de la tropa, el origen de sus jefes y oficiales, y la simbología que utilizaban. Incluso las posiciones más radicalizadas y disruptivas seguían presentándose bajo un ropaje antiguo.
Referencias:
1 Augusto Mallié, La Revolución de Mayo a través de los impresos de la época, Tomo I, Buenos Aires, 1965, pág. 425.
2 Los ayllus son comunidades lideradas por un jefe étnico denominado “curaca” cuyos miembros se consideran descendientes de un antepasado común (mítico o real), además de compartir la ocupación de un territorio y la organización de la actividad productiva.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar