El fin del Tercer Reich. El cadáver de Hitler

Fuente: Revista Panorama,  N° 160, 19 al 25 de mayo de 1970, págs. 36-43.

Con esta nota concluye la serie dedicada a la derrota del nazismo, que se inició en el número 156. Se trata esta vez de un trabajo realizado por Lev Biezimenski , quien participó de la identificación del cadáver de Hitler, recopiló todos los testimonios de la época y ahora describe por primera vez los detalles de un enigma que intrigó al mundo durante 25 años. Panorama adquirió con exclusividad los derechos para publicar en la Argentina el relato de este episodio ocurrido en Berlín en mayo de 1945. Esta es la crónica de Biezimenski:

En los archivos de guerra se halla un documento que permite constatar que el dos de mayo de 1945 el alto mando militar soviético tuvo la primera prueba de la muerte de Hitler. Se trata de un testimonio oficial de Goebbels y Bormann enviado a Stalin, que fue entregado por el general Krebs en la madrugada del primero de mayo.

Yo mismo tuve esa carta en mis manos. Era entonces oficial del Estado Mayor, en las tropas del primer frente de Bielorrusia, y aquella noche recibí la orden de presentarme al mariscal Zhukov, que era el comandante en jefe de nuestros ejércitos. El Estado Mayor se hallaba situado en las afueras del Strausberg y nuestra comandancia, por precaución, había acondicionado un refugio subterráneo, confortable pero blindado. Bajé la escalera, me presenté al puesto de mando y enseguida el jefe del Estado Mayor, general Mijail Malinin, me entregó unas carillas de pequeño formato, escritas a máquina en una tipografía algo más grande que la normal. (Luego supe que esa tipografía era de la máquina de Hitler, quien para evitar leer con anteojos hacía escribir sus documentos con letra grande). Como yo hablaba un correcto alemán, Malinin me pidió que tradujera aquella carta en presencia del mariscal Zhukov, quien esperaba ansioso saber su contenido.

Cómodamente sentado frente a un gran mapa de Alemania, con las operaciones en marcha, Zhucov escuchaba atentamente y me hacía repetir los párrafos que parecían dudosos, en particular uno (que debí leer tres veces), en donde los firmantes señalaban que Stalin, el destinatario, era “el primer no alemán” que se enteraba de la muerte del führer. El texto de la carta se iba transmitiendo simultáneamente a Moscú, donde Stalin lo recibía directamente en su teléfono. Pero la sorpresa de la noticia hizo meditar bastante a todos, y muy pocos creyeron seriamente en la autenticidad de esa carta. Tal vez por eso el Estado Mayor decidió conservarla en secreto y dejar que quienes tenían la orden de buscar al führer vivo o muerto siguieran adelante con su misión.

EN UN POZO.  Esa engorrosa tarea había sido encomendada al jefe de contraespionaje del 79º Cuerpo de Fusileros, Iván Klimenko, de cuyo trabajo en el patio de la Cancillería del Tercer Reich (donde se presumía que Hitler se había escondido hasta último momento, cuando las tropas soviéticas tomaron Berlín), me hizo el siguiente relato: 

“Empezamos por preguntarle al almirante Voss, prisionero nuestro, por el paradero del führer, y nos dijo que no sabía nada, que los ayudantes de Hitler andaban diciendo por ahí que éste se suicidó en el bunker subterráneo y su cuerpo había sido incinerado en el patio de la Cancillería. El 3 de mayo fuimos con Voss, un coronel del servicio de exploración y un intérprete a la Cancillería. Bajamos al bunker totalmente a oscuras, alumbrándonos con linternas. Voss, que nos guiaba, estaba muy excitado por habernos conducido hasta ese lugar tan sagrado para los oficiales nazis y decía cosas incomprensibles para nosotros. Como no hallamos nada de interés. Volvimos al exterior. Eran cerca de las nueve de la noche cuando nos acercamos a un gran estanque, sin agua, en el que yacían algunos cadáveres. Entonces Voss, sobresaltado, señaló con su índice  y gritó: ¡Miren, miren; ése es el cadáver de Hitler! El cuerpo indicado exhibía unos calcetines zurcidos y dudamos de que dijera la verdad. ¿El führer con las medias zurcidas? No era posible. Voss también empezó a dudar: No, no puedo decir con certeza que es Hitler…nos dijo. Entonces abandonamos  la pesquisa. Al día siguiente, ordené que se buscara entre los prisioneros a los que fueran capaces de identificar el cadáver que buscábamos. Conseguimos seis de esas personas, retornamos al patio de la Cancillería y descubrimos que del estanque había desaparecido justamente el cuerpo de los calcetines zurcidos, pero yo no le di mayor importancia. Pasamos luego a una sala donde estaba el cadáver de un hombre parecido a Hitler; los seis alemanes lo contemplaron largo rato, hasta que uno de ellos dijo reconocerlo. Los otros cinco en cambio, opinaron lo contrario. Estábamos en esa tarea cuando vimos que el soldado Iván Chrakov se metía en un gran pozo cubierto de papeles quemados y empezaba a revolver. Yo reparé que del hoyo emergía un proyectil y le grité: ¡Salga inmediatamente de allí, que eso puede estallar! Pero Chrakov no hizo caso y contestó excitado: ¡Camarada teniente coronel, aquí sobresalen unos pies! Entonces revolvimos bien el agujero y sacamos un par de cadáveres, uno de hombre y otro de mujer. Estaban calcinados. En ese momento ni se me ocurrió pensar en Hitler y Eva Braun, pues yo creía que esos cuerpos serían hallados finalmente dentro de la Cancillería. Por eso ordené envolver ambos cadáveres en una manta y enterrarlos de nuevo”.

Klimenko cuenta que el día siguiente, 5 de mayo, volvió intrigado a ese lugar, porque dentro de Cancillería no habían hallado lo que buscaban.

Fue acompañado de su ayudante, el capitán Deriabín, y de su chofer, Tsibochkin, con quienes desenterró del patio aquellos dos cuerpos. Como en esos días fue detectado un agente de la Gestapo que sirvió de escolta personal a Hitler, de apellido Mengerhausen, quien confesó haber asistido a la quema de su cadáver, Klimenko le pidió que lo guiara hasta el lugar donde lo habían enterrado. Esa decisión fue clave, porque el agente nazi lo condujo al mismo foso de donde se habían extraído los enigmáticos cadáveres. Klimenko hizo cavar más hondo en el lugar y entonces  apareció también el perro de Hitler, envenenado por su propio dueño para probar la eficacia del cianuro que pensaba ingerir. Se levantó un acta y esa misma mañana los dos cuerpos fueron embalados en cajas de madera y enviados a la sede del servicio de contraespionaje, en Buch, un suburbio situado al norte de Berlín.

 LA AUTOPSIA. El mismo día, por la tarde, llegaron a Buch cuatro médicos enviados por el ejército soviético “para analizar esos cadáveres”. Eran los doctores Kraevski, Marants, Gulkevich y Boguslavski, quienes se reunieron de inmediato con el médico principal del ejército del primer frente de Bielorrusia, Fausto Shkaravski. Los cinco fueron conducidos al hospital militar de cirugía de Buch, en cuya morgue esperaban nueve cadáveres para ser examinados, entre ellos los dos hallados esa mañana por los hombres de Klimenko.

El profesor Nikolai Kraevski, especialista en anatomía patológica, me contó que los cinco médicos sabían que se trataba de los cadáveres de la familia Goebbels y del general Krebs, y que suponían que los otros dos cuerpos podían ser de Hitler y Eva Braun. Las 13 actas que ellos levantaron después de las autopsias fueron fechadas el 8 de mayo y suman más de 50 páginas. Sólo vale la pena conocer el texto de la que lleva el número 12 y que corresponde al “reconocimiento forense del cuerpo quemado de un hombre que se supone es el cadáver de Hitler”. Dice así:

“En caja de madera de 163 centímetros de largo, 55 de ancho y 53 de alto, se trasladaron los restos del cadáver quemado de un hombre.  Pegado al cuerpo se ha descubierto un retazo de tela, de 25 por 8 centímetros, requemado por los bordes, de color amarillento, al parecer una camisa de punto. Quemado como está el cadáver, resulta difícil establecer la edad del muerto, aunque cabe suponer que era de 50 o 60 años. Estatura: 165 centímetros (medida inexacta, debido a que los tejidos están carbonizados). Longitud de la tibia derecha: 39 centímetros. El cadáver aparece en gran medida carbonizado y despide olor a carne quemada. Se observa la falta de la tapa de los sesos; pero quedan parte del occipital, del temporal izquierdo, la parte inferior de los molares y nasales, así como los mandibulares superior e inferior. La parte derecha del cráneo aparece más quemada que la izquierda.

”En el interior de la cavidad craneana se observan los sesos carbonizados. El rostro y el tronco también están quemados y solamente se ven restos de tendones. Hay numerosas y pequeñas grietas en los huesos nasales y en la mandíbula superior. La lengua aparece carbonizada y la punta está bien aprisionada entre los dientes. En la mandíbula superior hay nueve piezas de una dentadura postiza amarilla, metálica (de oro), sujeta con finos espárragos a los incisivos segundo izquierdo y segundo derecho.

”Se han descubierto en la boca trocitos de cristal, parte de las paredes y el fondo de una fina ampolla. Los tendones del cuello aparecen carbonizados. Las costillas de la derecha están completamente calcinadas. La parte derecha de la cavidad pectoral y del vientre ardieron por completo. Por el hueso se ven el pulmón derecho, el hígado y los intestinos.

”El brazo derecho aparece bastante quemado, carbonizadas las puntas de los huesos fracturados del hombro y del antebrazo. Los músculos, de color negro, en algún sitio morados, están secos y se deshacen las fibras con sólo tocarlos. Han quedado restos quemados de dos tercios superiores del hombro izquierdo; el extremo libre del húmero aparece carbonizado y sobresale de los tejidos blandos, secos. Ambas piernas aparecen también carbonizadas y los huesos están quemados y rotos. Se puede observar rotura de fémur y de la tibia derechos. Falta de pie izquierdo.

”La disposición de los órganos internos es normal. Los pulmones, negros por encima y de color rojo oscuro en el corte, son de una densa consistencia. La mucosa de las altas vías respiratorias es de color rojo oscuro. Las cavidades del corazón están llenas de sangre coagulada que ha tomado un color  violáceo. El músculo cardíaco macizo, tiene aspecto de carne cocinada. El hígado, negro por encima, quemado, de buena consistencia, muestra un color grisáceo amarillento en el corte. Los riñones son de tamaño reducido: 9 por 5 por 3,5 centímetros. La cápsula se separa fácilmente: su superficie es lisa, el dibujo movido. Tienen el aspecto de estar cocidos. La vejiga contiene cinco centímetros cúbicos de orina de color amarillento; el pituitario es gris. El bazo, el estómago y los intestinos están quemados en algunos sitios y han adquirido un color negro. 

”Anexo. Se adjunta una probeta con los trocitos de la ampolla de cristal descubiertos en la boca del cadáver.

”Dictamen. A base de los resultados del reconocimiento forense del cadáver quemado de un hombre desconocido, la comisión ha llegado a las siguientes conclusiones: Debido al enorme grafo de carbonización del cuerpo, no es posible describir el aspecto exterior del muerto, pero cabe señalar lo siguiente: a) su estatura era de 165 centímetros; b) su edad (por el desarrollo general, tamaño de los órganos y estado de los incisivos inferiores y del molar pequeño derecho), oscila entre los 50 y 60 años; c) fundamental hallazgo anatómico de valía para identificar su personalidad, son las mandíbulas, con gran número de dientes postizos, coronas y empastados. Es un cuerpo muy deformado por el fuego, no se han descubierto indicios visibles de lesiones o enfermedades mortales. La presencia en la cavidad bucal de una ampolla de vidrio permite a la comisión deducir que en el caso dado, la muerte se produjo como resultado de la ingerencia de composiciones de cianuro.”

LA DENTADURA.  Después de los exámenes médicos del cadáver, se encargó al jefe de contraespionaje Andrei Miroshnichenko, y a su ayudante, Vasili Gorbushin, que constataran si esa dentadura llena de postizos y empastes correspondía a la ficha personal de Hitler. Gorbushin me contó que el 9 de mayo salieron en busca de los dentistas del führer y que en una clínica berlinesa les dieron el nombre del odontólogo Blaschke. “Allá fuimos –relató Gorbushin-, pero como el dentista no se hallaba, nos atendió su secretaria, Kaete Heusermann. Ella buscó la ficha de Hitler en los archivos de clientes y cuando la encontró pudimos constatar que se trataba de una dentadura desquiciada, con arreglos en casi todas las piezas. Después encontró las radiografías de cada muela y finalmente nos dio una dirección del mecánico dentista que fabricaba las coronas y las prótesis dentales para el führer. Se trataba de Fritz Echtmann, quien nos dio abundante información sobre su trabajo e identificó un puente extraído de la dentadura de Eva Braun. ¿Cómo no voy a reconocer una obra mía? – se jactó-; con el trabajo que me costó crear esta pieza…También hicimos conversar a la Heusermann con el doctor Shkaravski y entre los dos hicieron un recuento de la cantidad de muelas y de postizos para cotejar la ficha con dentadura. El resultado fue positivo: no había dudas de la autenticidad del hallazgo”.

La última vez que estuve con el profesor Kraevski, cuando me despedía le pregunté qué era lo que más recordaba de aquella difícil investigación, y me contestó: “Quizá ese tufillo a almendras que percibimos todos”. Se refería, desde luego, al olor que despide todo material con descomposiciones de cianuro. Esa comprobación y los restos de una ampolla de vidrio encontrados en la dentadura, desbarataban la versión que Hitler se había pegado un tiro. Sin embargo, la idea del suicidio con un revólver, que difundió Heinz Linge, el ordenanza que sirvió al führer hasta último momento (ver Panorama N°157), fue recogida por la mayoría de los historiadores, desde el capitán de caballería Boldt hasta los escritores Voest, Trevor-Roper y Shirer. El primero que puso en duda aquella versión fue Erich Kuby, quien en su libro Los rusos en Berlín en 1945– cuyo extracto publicó la revista alemana Der Spiegel– dice: “Los hombres que rodeaban al führer estaban interesados en que la divinidad del Tercer Reich abandonase la vida con valentía, disparándose un tiro”. Pero a renglón seguido Kuby hacía la siguiente salvedad: “En cambio, la parte soviética estaba interesada en igual medida en que Hitler se envenenase como un cobarde. Ambas partes tenían serias razones para ocultar la verdad”.

Por lo visto, Kuby quiso parecer superobjetivo; pero vaya, el escepticismo debía hacerse extensivo a todos. Es evidente que carece de lógica. De creerle, la parte soviética debía de haber proclamado desde hacía tiempo que Hitler se envenenó. Pero no fue así, y durante cierto tiempo en las publicaciones soviéticas también aparecían versiones sobre el disparo. La tesis del envenenamiento se basa en tres hechos: el dictamen médico; el proceso de identificación y el análisis de las circunstancias del suicidio. Sobre este último aspecto, conviene observar la confusión y las contradicciones que aparecen en los relatos de sus lugartenientes, en especial las declaraciones de Linge, sobre el supuesto balazo en la sien. Más claro parece el testimonio de Rattenhuber, quien fue de los primeros en enterarse del suicidio del führer por boca de Linge. “Por todo lo que hizo y comentó Linge en aquellos momentos – dice Rattenhuber-, deduje que Hitler no estaba muy seguro del efecto del cianuro en su organismo y por ello ordenó a su ayudante de cámara, Linge, que lo rematase de un tiro en la sien”. Por lo tanto, aunque se haya escuchado un disparo en la habitación del führer, eso no indica que el balazo lo disparara el propio suicida.

Además, Hitler sabía que algunas sustancias químicas (el azúcar, por ejemplo) pueden neutralizar los efectos instantáneos del cianuro, y como ingería muchos remedios es lógico que tratara de asegurarse la muerte por envenenamiento con un tiro en la cabeza disparado por otra persona. Cuando yo hablé con el profesor Smolianinov acerca de todas estas cosas, me dijo que él, como especialista en medicina legal, no encontraba suficientes pruebas sobre la posibilidad de que Hitler se suicidara de un balazo. “En cambio –insistió-, tenemos el dictamen pericial de la comisión médica que prueba la muerte por envenenamiento. Todo lo demás son invenciones.”

EL FINAL.  La comisión médica, que había concluido sus dictámenes a fines de mayo, elevó el informe completo al gobierno soviético y éste decidió que, “habiéndose comprobado la identidad de los cadáveres”, se los incinerara definitivamente y las cenizas fueran arrojadas al viento. Esta tarea se cumplió rigurosamente y de ella dio cuenta a Moscú, el 3 de junio de 1945, el teniente general A. Vadis. La noticia de la identificación del cadáver no fue difundida por el gobierno moscovita por dos motivos: primero, porque se suponía en ese momento que algún impostor intentaría usurpar la identidad del führer; segundo, para no perturbar la captura del resto de los jefes nazis.

Nota de la Redacción: El 26 de mayo de 1945,  cuando Stalin recibió en Moscú a Harry Hopkins, el principal asesor del presidente Roosevelt, le dijo que “probablemente Hitler, Goebbels, Bormann y Krebs hayan escapado y estén escondidos en otro país”. Un mes y medio después, el 16 de julio en la conferencia de Postdam, Stalin habló con James Byrnes, secretario de Estado norteamericano, y le dijo que “seguramente Hitler se ha refugiado en España o en la Argentina”. A su vez, en una conferencia de prensa dada en Berlín el 9 de junio de ese mismo año, el mariscal Zhukov aseguró: “Nosotros no hemos identificado el cuerpo de Hitler entre los cadáveres hallados en el patio de la Cancillería”.