por Norbert D’Atri
“Potemkin” en Puerto Nuevo
Fuente: Revista La Opinión Cultural, domingo 19 de diciembre de 1971, pág. 3.
En el diario La Nacióndel 17 de abril de 1947 puede leerse que en la sesión del Senado Nacional del día anterior, el entonces senador peronista, Dr. Pablo Ramella, informa sobre un proyecto de amnistía para militares comprendidos en episodios revolucionarios a partir de 1930, puntualizando –además– que incluía a los “participantes en los motines del 3,5 y 7 de julio de 1933 en la Armada”.
Es probable que algunos lectores avezados sepan de qué se trata. Lo seguro es que la mayoría desconozca el asunto y se sienta picado por la curiosidad. Esto, en realidad, forma parte de un fenómeno que se da con frecuencia en los países latinoamericanos: se conocen en detalle los sucesos acaecidos hace un siglo y medio, pero ignoran los de las últimas décadas.
Pues bien: quedamos informados. En nuestra Armada, de tradición “nelsoniana”, hubo motines y, para peor –o para mejor, según la óptica de cada uno–, “radicales” en la doble acepción que en Argentina y en América tiene este vocablo político. Es decir, tenían vinculación con la Unión Cívica Radical y también, por la extracción social y jerarquía –suboficiales– de los participantes, una connotación de avanzada.
Recapitulemos: producido el golpe setembrino de 1930, se suceden en el país –hasta 1934– numerosos conatos insurreccionales, tanto contra la dictadura uriburista como contra el régimen de Justo. En ellos participaron un destacado grupo de oficiales del Ejército y, como veremos ahora –aunque en menor dimensión–, también de la Marina. Pero resultaría un error atribuirlo a la militancia radical de los participantes, ya que si bien los hubo estrechamente vinculados al partido radical –casos Pomar y Cattáneo, por ejemplo–, no todos se identificaron con ese sector político, aunque sí coincidían en la repulsa a la restauración oligárquica operada a partir de 1930.
Existía en las Fuerzas Armadas un difuso movimiento –muy poco estudiado por nuestros cronistas– que reconocía cierta identificación con lo que en toda Sudamérica se conoció como el “tenientismo”. Una corriente romántica y reformista que ganó adeptos entre la oficialidad joven y que expresaba su simpatía por los movimientos populares y sus reivindicaciones democráticas y antiimperialistas (caso “columna Prestes” en el Brasil, años 1924-1927; aquel joven teniente Luis Carlos Prestes que, en ese entonces, nada tenía que ver con el partido Comunista).
Era un movimiento –aunque, por su inorganicidad, mejor sería definirlo como un “sentimiento”– íntimamente vinculado al ascenso de las clases medias urbanas que se opera, a partir de la segunda década del siglo, en varios países sudamericanos. En el caso argentino se podría también rastrear una influencia de la Reforma Universitaria de 1918 sobre los oficiales jóvenes. Pero éste no es el tema al que nos queremos referir en la oportunidad. Simplemente queríamos explicar ahora por qué hubo millones que intervinieron en conspiraciones radicales sin ser “radicales propiamente dichos”.
Así lo hemos recogido de labios de algunos de los protagonistas supérstites de aquellos episodios. Como en el caso particular del alférez de navío (grado equivalente al actual de teniente de fragata) Alberto Riestra, un hombre benemérito de la patria porque fue el jefe de “Escuadrilla heroica” (mejor sería decir “suicida”: eran tres hidroaviones Farey más aptos para sobrevolar la Costanera que para “galopar” sobre los lagos cordilleranos, como lo hicieron) que, a principios de 1930, fotografió la frontera con Chile, poniendo al descubierto las nada santas intenciones del entonces dictador chileno Ibáñez del Campo. (Remitimos a quien se interese en este tema al excelente trabajo publicado por Miguel Ángel Scenna en el N° 45 de Todo es Historia,enero de 1971).
Sautú fue un fiel exponente del “tenientismo”. Su capacidad profesional, su preparación técnica y su valentía a toda prueba –demostrada en el episodio mencionado– lo convirtieron, a pesar de su juventud –30 años de edad en 1933–, en uno de los oficiales de más prestigio de la Armada. A la vez, era uno de los pocos oficiales opositores al régimen y simpatizante de Yrigoyen. Así, no es de extrañar que hacia diciembre de 1931 compartiera la prisión con el teniente coronel Cattáneo, en el Arsenal de la Marina.
Había antecedentes: tres días antes de la revolución uriburista, el 3 de septiembre de 1930, Sautú había impedido que un oficial superior complotado se apoderara de armamento militar para ser utilizado en el golpe. A mediados de 1933, fracasadas las intentonas de Severo Toranzo, Pomar y Cattáneo, pocas esperanzas quedan a los militares antisetembrinos de poder derrocar a Justo. No obstante hay dos jefes militares que siguen conspirando: los tenientes coroneles Roberto Bosch y Sabino Adalid. En contacto con ellos está Sautú, que intentará lo inverosímil: provocar una sublevación de suboficiales en los buques de la Armada.
No necesita mayor explicación entender que el personal subalterno era yrigoyenista en su gran mayoría, en contraposición con la oficialidad, ganada casi totalmente al conservadorismo y con claras simpatías hacia el fascismo triunfante a la sazón en Europa. La parada militar del 9 de julio de 1933 era la ocasión propicia para Sautú, ya que buen número de buques de guerra entrarían en Puerto Nuevo.
Obrando con extraordinaria habilidad y temeridad, Sautú tratará de canalizar el descontento existente entre la suboficialidad a raíz de una serie de medidas disciplinarias –de indudable trasfondo político– para producir amotinamientos susceptibles de convertirse en sublevación cuando se produjera la revolución en tierra. Esta, desde luego, no llega a estallar, pero los motines se producen igualmente durante los días 3,5 y 7 de julio de 1933, y sus protagonistas son suboficiales navales. El gobierno de Justo se esforzará por presentarlos como simples actos de insubordinación e indisciplina. Pero la verdad era que una sublevación radical yrigoyenista había estado a punto de estallar en la Marina.
Después del fracaso, Sautú fue recluido en Martín García, donde estuvo a punto de protagonizar otro episodio que hubiese alcanzado ribetes sensacionales. Llegaba a su término el año 1933 y nuestro alférez seguía preso en la isla, donde se había convertido jefe de todos los suboficiales que compartían la reclusión.
El primer día del año 1934, insólitamente, fondea en Martín García el aviso Golondrina. Un oficial, camarada de ideas de Sautú, el guardiamarina Carlos Alberto Luna, le comunicó la novedad: “¡Traigo presa a toda la Convención Radical!”. La Convención Nacional de la Unión Cívica Radical se hallaba reunida en Santa Fe el 29 de diciembre de 1933 cuando se produjo la intentona revolucionaria de Bosch en Corrientes. Todos sus miembros, con Alvear a la cabeza, fueron detenidos, confinados en un barco y conducidos a Martín García.
Sautú consigue llegar hasta Alvear y le propone: “Si usted da su conformidad, sublevo a la tropa y hago seguir el buque hasta Uruguay”. El ex presidente, que nunca tuvo vocación revolucionaria, no aceptó. Pero no olvidará el gesto: seis años después, encontrándose Alvear veraneando en Mar del Plata, vera desde su coche a Sautú –que se ganaba la vida como piloto comercial– parado en una esquina, se apeará y, cruzando la calle, le estrechará la mano. Pero la negativa de Alvear entonces privó a la vecina orilla de recibir la primera “convención flotante” de la historia rioplatense.
Como si creyera que todo esto no le bastaba para ingresar a nuestra historia política por la puerta grande, Sautú no se quedará conforme. Va a ser el protagonista de otro episodio también sepultado en el olvido: el abordaje de un crucero de la Armada para garantizar el triunfo de Sabattini en Córdoba.
El 3 de noviembre de 1935, levantada la abstención radical, la fórmula Sabattini-Gallardo va a intentar ganarle la gobernación de la provincia de Córdoba a los conservadores.
Todo hacía prever las elecciones muy reñidas. Los oficialistas tratarán por todos los medios de impedir el triunfo radical. Se denuncian irregularidades, que se comprueban y obligan a convocar a elecciones complementarias para el 17 de noviembre. Ahí se va a definir la elección.
Sautú está exiliado en Montevideo; hasta allí van a verlo afiliados radicales. Le dicen que el “gringuito” de Villa María (Sabattini es el continuador de don Hipólito y que hay que producir un “hecho militar” que demuestre a Justo la voluntad de los radicales de defender los comicios a cualquier precio. En una canoa, Sautú cruza el estuario y entra subrepticiamente a la Argentina. Los diarios porteños del 23 de noviembre de 1935 dan la “versión oficial” acerca de un grupo de “marineros borrachos” que protagonizan un “confuso episodio” en el crucero 25 de mayo, surto en Puerto Nuevo.
Ni marineros ni borrachos. Era nuestro “tenientito” –como le llamaba Justo– que, con un grupo de suboficiales, intentaba tomar un buque de la Armada para proclamar que había argentinos dispuestos a jugarse la vida para defender la pureza del sufragio. No tuvieron éxito, pero Sautú se les escabulló entre las narices y retornó en canoa a la Banda Oriental. Y Sabattini consiguió la gobernación de Córdoba.
Sautú vive pobre, pero dignamente, en Buenos Aires, y el autor de estas líneas tuvo el honor de estrecharle la mano muchas veces. Estamos convencidos que, desde el Olimpo Nacional, el “viejo Bruno”, como llamaba Rosas al creador de nuestra marina, nos estará guiñando el ojo, como diciendo: “¡Hijo e´tigre!”