El pueblo destituye al virrey Sobremonte y nombra a Liniers


Fuente: Felipe Pigna, Los mitos de la historia argentina 1, Buenos Aires, Planeta, 2009, adaptado para El Historiador.

Tras la primera invasión inglesa Buenos Aires se militarizó pero también se politizó. Las milicias eran ámbitos naturales para la discusión política y el espíritu conspirativo iba tomando forma lenta pero firmemente.

A las autoridades españolas no les causaban ninguna gracia estas milicias populares formadas por los criollos porque, como cuenta Saavedra, “acostumbrados éstos a mirar a los hijos del país como a sus dependientes y tratarlos con el aire de los conquistadores, les era desagradable verlos con las armas en la mano, y mucho más el que con ellas se hacían respetables por sus buenos servicios y por su decisión de conservar el orden en la sociedad”. 1

Un oficial del virreinato describía así la actitud de los miembros de la clase dirigente incorporados a la milicia: “estos individuos más bien defendían sus propiedades que no contraídamente el Supremo Dominio de la Real Corona; más bien se batieron porque quisieron conservar sus riquezas y derechos particulares que no por cumplir con el precepto de la subordinación a que están comprometidos y habituados los soldados”. 2

En Londres, el gabinete estaba que trinaba. Los 165 muertos dejados en las callecitas de Buenos Aires, tenían ese no sé qué y llevaron a un enfurecido Lord Melville a declarar: «ni la historia de este país  ni la de ningún otro pueden ofrecer el ejemplo de una expedición emprendida y conducida con menos juicio y menos habilidad».

Tanto el Cabildo como la Audiencia decidieron tomar una decisión frente a un inminente ataque inglés y al carácter “huidizo” del virrey en ejercicio, Marqués de Sobremonte. Se convocó entonces a un cabildo abierto para el 14 de agosto de 1806 (exageradamente bautizado “asamblea general”) para resolver la cuestión y tomar medidas ante la más que probable “segunda” invasión.

En esas circunstancias una multitud fue a la Plaza a exigir que se entregase el mando militar a Liniers. Según un testigo de los hechos, un anónimo soldado que dejaría un diario de esos años “tumultuosos”, algún comedido se asomó al balcón del Cabildo a preguntar si aceptaban el regreso de Sobremonte: “No, no, no, no lo queremos. Muera ese traidor. Nos ha vendido. Es desertor. En el caso más peligroso nos ha dejado. Se ha huido con 9.000 onzas de oro”. 3

Fue así que el cabildo le escribió al virrey, con el “pedido” de que, para calmar los ánimos, nombrase “comandante de armas” a Liniers. Sobremonte se enfureció: nadie tenía derecho a decirle cómo ni con quién gobernar la colonia. Incluso habría amenazado “con la guillotina y con la horca” a los soliviantados porteños. Pero, al llegar a Luján comprendió que el horno no estaba para bollos, aceptó lo dispuesto por los cabildantes y cruzó a la Banda Oriental, supuestamente para organizar la defensa de Montevideo, que –estaba cantado con semejante “organizador”- fue capturada por los ingleses en enero de 1807.

La noticia cayó como una bomba sobre el recalentado ambiente de Buenos Aires. Una nueva movilización en la Plaza exigió lisa y llanamente que el señor marqués fuese separado del cargo.  Comenzaron a circular pasquines anónimos de este tenor: “Pide el Pueblo que en virtud de no haber respuesta alguna de lo que se pidió, que es quitar la Audiencia y ahorcar a cuanto traidor se conozca, e impedir que ninguno sea pobre o rico, salga fuera de la ciudad, pedimos que a Sobremonte se le quite todo mando y que no tenga voz ninguna y que se le dé a don Santiago Liniers todo poder y mando para que nos mande y gobierne y si esto no se ejecuta de aquí al domingo pasaremos a degüello a toda la Audiencia por haberse opuesto. Así lo pide el Pueblo”.

El Cabildo convocó a una “junta de guerra”, que en febrero de 1807 tomó una decisión que traería cola: suspender al virrey en todos sus cargos y “asegurar su persona”, lo que en buen criollo significaba traerlo detenido a Buenos Aires, donde con toda la “cortesía” y el “decoro” del caso, quedó bajo arresto domiciliario.

Este hecho significó un interesante precedente de autodeterminación  popular, que no pasaría inadvertida por las reaccionarias autoridades españolas. Sobremonte, hombre de ideas absolutistas, hizo lo posible, por desconocer la resolución y la Audiencia, también absolutista, trató de justificar el hecho encuadrándolo dentro de un marco legal preexistente. Los oidores pergeñaron una artimaña para evitar admitir que se estaba destituyendo al virrey por inepto y cobarde y por voluntad del pueblo del Buenos Aires, expresando que «el señor marqués de Sobremonte estaba enfermo para gobernar y era de parecer se asegurase su persona para tratarla como corresponde, reservándose a Su Majestad el conocimiento de las operaciones de dicho señor en los asuntos de que se trata».

De esta forma se desestimaba la voluntad popular y se garantizaba cierta continuidad jurídica colonial.

El fiscal Villota, otro recalcitrante conservador que hará gala de su intolerancia durante la semana de Mayo de 1810, juzgaba que “la Junta de Guerra no tenía facultad para considerar las acciones del virrey, que no había autoridad alguna en estos dominios que pudiese hacerlo», y que antes de llegar al extremo de suspenderlo en su cargo debía conseguirse la solución legal, que era la de que el mismo virrey renunciase de su propia voluntad.

Villota, como los oidores, temía “que suceda lo mismo en el resto del ejército que se conserva en la otra banda a las órdenes de Su Excelencia, y de que resulte algún otro desorden promoviéndose dudas sobre la verdadera autoridad”. Terminaba diciendo que lo ocurrido en Buenos Aires era un «malísimo ejemplo» y que «no debe tolerarse que el pueblo imponga su voluntad».

Un informe del enviado español, Brigadier Curado hablaba del estado de ebullición popular: “Aquellos que en apariencia se encuentran revestidos del poder público son fantasmas de grandeza, muchas veces insultados, y siempre sujetos al pueblo, cuya anarquía es tan excesiva y absoluta, que se atreve a objetar todas las disposiciones y órdenes de los que gobiernan cuando no son dirigidas a sus fines”.

El tema era complicado. Una cosa era armar al pueblo para echar a los ingleses y otra muy distinta era que este opinara y se diera el lujo de imponer su voluntad.

El día 2 de agosto de 1807, el Padre Grela desde el púlpito de Santo Domingo pronunció un sermón atacando la conducta de Sobremonte, y elogiando con entusiasmo a Liniers. No faltaron adulones que se presentaron al ex virrey Sobremonte, a la sazón en San Isidro, a contarle el efecto que había producido el sermón. Sobremonte, indignado, tomó la pluma y el día 5 de agosto dirigió a Liniers la siguiente nota:

“He llegado a entender que el 2 del corriente en la función de Santo Domingo al elogiar la victoria conseguida de los enemigos en esa capital se produjo el predicador en un juicio comparativo con expresiones que no pudieron tener otro objeto que el de deprimir las providencias del tiempo de mi mando en aquel acto tan serio como público que en ninguna ocasión y menos no estando juzgadas por el soberano suelen ser lícitas, y como las leyes del reino tienen prohibición especial y estrecha para impedir tales excesos en los púlpitos, no puedo prescindir de manifestar a V. S. mi justo sentimiento a fin de que con la autoridad que ejerce se sirva tomar la providencia que estime conveniente para atajarlos ahora en lo sucesivo no transmitiéndose a la prensa, como puede suceder, unos discursos totalmente ofensivos e interesantes para un elogio que puede formarse exacta y dignamente sin odiosas comparaciones.”

Poco después Sobremonte, definió así a la asamblea que había puesto fin a su mandato: “dos o tres mozuelos despreciables fueron los que tomaron la voz en el tal Congreso y con una furia escandalosa intentaron probar que el pueblo tenía autoridad para elegir quien lo mandase a pretexto de asegurar su defensa. ¿Cómo había de permitirse trastornar el orden de los negocios civiles, políticos y militares, despojar a un virrey de una parte tan esencial de su empleo y prerrogativas, arrojarse a crear un gobernador militar y político y poner este medio tan horroroso de impedirle la entrada en su Capital y dar la de un reino este perniciosísimo ejemplo a los vasallos de los demás virreinatos?” 4

Referencias:

1 Cornelio Saavedra, Memoria Autógrafa,  Biblioteca de Mayo, Tomo II, Buenos Aires, 1966
2 Testimonio de Miguel Lastarría en John Street, Gran Bretaña y la Independencia del Río de la Plata, Buenos Aires, Paidós, 1967.
3 Anónimo, Diario de un soldado, Archivo General de la Nación, Buenos Aires, 1960. Se ha ajustado la grafía para facilitar la lectura.
4 Enrique de Gandía, Historia del 25 de Mayo, Buenos Aires, Claridad, 1960.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar