Entrevista a Florencio Escardó


La inteligencia del corazón, por Mónica Sabbatiello

Fuente: Revista First, abril de 1988, pág. 46-49.

A sus 85 años Florencio Escardó sigue enfrentando la vida como siempre lo hizo: con rebeldía, pureza y una conciencia profundamente universal. Sus palabras son como fuego, como aire, como puños: golpean y movilizan, tocan el fondo, despiertan; como semillas que aún pueden crecer.

(…)

Cuénteme, a sus 85 años, ¿cuánto creció, en qué cambió, qué aprendió de esencial en su vida?

(…) Al llegar a los 85 años me sigo indignando por las mismas cosas que cuando tenía 20. Esto no significa que yo no haya cambiado, sino que el mundo se ha vuelto peor.

¿En qué sentido?

Creo que la insensibilidad del ser humano ha crecido enormemente, al punto de virar hacia la crueldad. Hoy la violencia ya no nos sorprende.

¿Cree que antes había más sensibilidad?

¡Sí! Parece que la capacidad de indigna­ción se hubiera agotado. Y, cuando alguien no se indigna ante la violencia, no reacciona. Hay indiferencia hacia las peores cosas del hombre. Piense en esto: mi adolescencia transcurrió durante la Primera Guerra Mun­dial, mi juventud durante la Guerra Civil Espa­ñola, mi madurez con la Segunda Guerra e ingresé a la vejez con la de Vietnam. El mun­do se fue habituando a la violencia, al desajuste y es muy difícil mantener una concien­cia vigilante cuando el entorno cambia tan violentamente.

Pero usted, sin embargo, parece haber mantenido esa conciencia vigilante.

Sí. Yo no he cambiado en eso.

¿Y esa conciencia se basa en cierto sentido religioso, en valores trascendentes?

En la juventud yo heredé la creencia de mis mayores. Pero como soy apasionado me dediqué apasionadamente a eso. Por ejemplo yo fundé la Misa del Estudiante. También milité en el Centro Católico de Jóvenes. Pero hice mi crisis, mi tremenda crisis. Eso ocurrió cuando me di cuenta de que ese esquema que me ofrecían del mundo no era el que yo sentía realmente. Yo no fui nunca agnóstico. Ahora no lo soy. Tuve una profunda fe, pero no una fe codificada, dogmatizada. Si hay algo que me repugna son los dogmas. Creo que los dogmas han hecho mucho mal a la humanidad, porque han impedido al hombre pensar libremente.

¿0 sea que usted es un hombre de libre pensamiento?

Sí. Yo frente a cada situación me he planteado mi problema, el de ese instante. Eso me ha dado lo que creo que tengo como valor médico: una visión social y la necesidad de pensar siempre en los otros. ¿Y quiénes son los otros? Los desposeídos, no porque no tienen plata –porque se puede ser muy pobre y ser dueño de sí mismo– sino los que están siempre presionados.

¿Cuál es para usted ese sector más presionado?

El sector más desposeído de la humanidad son los chicos. Los chicos no votan, ni pueden hacer huelga. ¿Cómo pueden expresar sus necesidades? Por ese motivo cada uno de nosotros tiene que asumir la representación vital de los chicos.

Usted comenzó trabajando en el Hospital de Niños, ¿no?

Sí, yo ingresé en el Hospital de Niños a los 22 años.

¡A los 22 años!

Sí. Yo empecé la facultad muy pronto. Ese puesto era para practicantes menores. Gané el concurso y entonces mis compañeros y yo fuimos a preguntarle al secretario si teníamos que ir el domingo. Él nos contestó pomposamente: “Los niños también están enfermos en domingo”. Yo recién me daba cuenta de que para los enfermos no había domingo. Entonces al día siguiente fui al hospital. Y no había nadie: ni médicos de guardia, ni nada. Y nos pusimos a curiosear. En una sala había dos filas de 15 niños cada una, 15 bebitos de menos de un año, que trataban de embocar la mamadera puesta en un armazón de alambre. ¿Se da cuenta de lo que es eso? Nadie los cuidaba. Ese espectáculo para mí fue terrible y decidió mi vida totalmente. Juré que cuando pudiera no iba a permitir semejante cosa.

¿Y qué pasó cuando usted pudo hacer algo?

Pasaron 35 años, en los cuales no tuve poder alguno. Hice mi carrera hospitalaria y llegué a Profesor y Jefe de Servicio. Allí decidí una cosa elemental: internar a las madres con los chicos. Bueno, fue una revolución…

¿Por qué?

Porque la única sala que internaba a las madres con los chicos era la mía. Las otras 18 no lo hacían. El lío se armaba en la puerta, porque todas las madres querían venir a mi sala. No porque fuera la mía y fuera excelen­te, sino porque podían estar con sus hijos. Han pasado muchos años y pude, en algunas partes del mundo, imponer el sistema. Ahora, recién ahora, lo están discutiendo como posi­tivo en Alemania, por ejemplo. Pero es algo obvio: ¿quién puede atender mejor a un chico que su propia madre?

Tengo entendido que un niño privado de afecto puede llegar hasta al suicidio, dejando de comer, por ejemplo. ¿Es así?

Totalmente. En el trabajo mío «Abandonismo y Hospitalismo», está demostrado cómo el bebé se muere de miedo, o de soledad.

Usted también emprendió luchas para incorporar a las mujeres a ciertas escuelas ¿no?

Fíjese, cuando yo fui Vicerrector de la Universidad, Los colegios nacionales, dependien­tes de la Universidad, no admitían sino a alumnos varones. Una mujer, por el sólo he­cho de serlo, no podía ingresar en el Nacional Buenos Aires, ni en la Escuela Carlos Pellegrini. Entonces redacté una ordenanza, co­municando que a partir del próximo curso se admitirían alumnos de ambos sexos en los dos colegios. ¡El revuelo que se armó! Y eran Colegios Superiores Universitarios, donde estaban los bochos, los que más sabían. Uno llegó a decir: «No se puede, porque no hay baños». Fue tremendo. Hubo una resistencia increíble. Pero finalmente, tras una estratagema, gané por dos votos.

¿De dónde parten sus ansias modificadoras de la realidad?

Las cosas simples y elementales nacen de la emoción. No nacen del pensamiento. Yo, en ese sentido, soy puramente emocio­nal. Hago todo pensando que soy yo el que estoy en el lugar del otro. En el consultorio yo pienso: si es un chico, que es mi hijo; si es grande, que es mi hermano; y si es viejo, que es mi padre. Y me puedo equivocar intelectualmente, porque la medicina no es una cien­cia exacta, pero nunca me equivoco emocionalmente. Si todos pudiéramos adoptar eso, el mundo sería perfecto. Fíjese lo que dijo hace muchos siglos un peregrino vagabundo, que se llamaba Jesús de Nazareth: «Amaos los unos a los otros». Nada más, nada más que eso. Pero es algo tan grande… Y como yo he elegido una profesión de amor, porque la medicina lo es, si no pongo amor en mis pa­cientes, mejor cierro el consultorio.

¿Es habitual esa actitud en su profesión?

Sobre esto tengo muchas cosas que de­cir. Y estoy muy triste, porque hay varios peligros que amenazan a la medicina: uno de ellos es el instrumentalismo. El médico de hoy no puede hacer nada sin pedir exámenes, radiografías, ecografías… Ha perdido el hábito de estar al lado de su paciente, de tocarlo, de mirarlo y escucharlo. Y eso no significa una pérdida de tiempo ni una tortura para el paciente. Al contrario.

¿Se podría decir que existen distintos modelos de medicina?

Hay muchos modelos, pero la única medi­cina es la que cura. La Organización Mundial de la Salud publicó el año pasado un folleto titulado «Salud para todos en el año 2000», en el que autoriza todas las formas: el yoga, la acupuntura, inclusive las prácticas populares como el curanderismo. ¿Qué son las prácti­cas populares? No son ninguna tontería ni tampoco niegan a la ciencia. Mucha gente que no tiene Obra Social, ¿con qué se cura? Con frieguitas y con cosas como esas. En casos graves no, por supuesto. Paracelso, el gran revolucionario del pensamiento módico, decía que para estudiar medicina había que ir a las tabernas para enterarse cómo se cura a la gente. Hemos perdido la sabiduría popular. Pero no sólo en esto, sino en todo.

¿En qué otro sentido lo dice?

Dígame: ¿usted quiere algo más horrible que las computadoras?, ¿o más espantoso que la televisión? Yo a las madres les pregunto cuántas horas ve su hijo de televisión por día, y el promedio es de cinco horas. Es decir que a esos chicos no les queda tiempo para jugar, para revolcarse, para ser un niño. Pero frente a la televisión hay un peligro mucho mayor, que es la computadora: el chico ha dejado de pensar, ha perdido el poder creati­vo porque obtiene todas las respuestas apre­tando unos botones. Así estamos creando una generación de idiotas. Yo creo en el palote, en el chico que lucha para hacerlos derecho, para corregir su postura. Se ha roto la relación directa del hombre con el mundo. Y el mundo son las plantas, los animales, lo que ahora llaman ecología. Estamos rodeados de un medio totalmente artificial, en el que no hay lugar para la piedad. Por eso nos creemos dueños del mundo y de todos los animales…

¿Usted es vegetariano?

Sí y no creo que sea una virtud especial. Dígame: si usted tuviera que matar al pollo que se va a comer, ¿lo comería? No. No se lo comería. Si usted tuviera que ir al matadero y ver cómo a la vaca le pegan un mazazo en la cabeza, ¿se comería el bife? No, seguramente no. Estamos tan alejados de todo. Nos sentimos parte de una dinastía superior.

¿Us­ted se da cuenta de lo triste que es cortar una flor para dejarla sucumbir en un florero, en vez de dejarla morir en la planta, que es lo natural, que es su madre, y así poder dar nuevas semillas?

Oyéndolo a usted, todo eso parece obvio, sin embargo, vivimos dormidos. ¿Cómo llegamos a no darnos cuenta de esos temas?

El hombre se ha mecanizado y actualmente lo que no es productivo parece no tener valor. Pera todo eso parece obvio; sin embargo, vivimos dormidos. ¿Cómo llegamos a no darnos cuenta de ganar más dinero se baja la calidad de las cosas? La torta tiene menos harina y manteca… por ejemplo. Y al bajar la calidad de las cosas, baja la calidad de la vida.

Usted dijo, en otro reportaje, que el hombre había perdido su «tiempo interior». ¿Nos hemos olvidado de que hay un camino hacia adentro?

Eso lo expresa bien la palabra musical «tempo». Es decir, la atmósfera rítmica que rige una música. El hombre no tiene «tempo», porque tiene que ganar tiempo. La gente ya no se sienta a ver un árbol, o a ver pasar a los demás. Por eso son buenas las mesas de café en Buenos Aires. Uno puede sentarse, para ver pasar a la gente. Se contemplan los rostros del mundo. Eso nos hace más huma­nos, más buenos. Yo vivo en una casa de departamentos, como todo porteño, y los ve­cinos no saludan en el ascensor; pero yo los saludo: «Buenos días señor, buenos días se­ñora», les abro la puerta, para que aprendan, para que sientan que yo soy un ser humano.

¿Hubo algún libro, algún maestro que lo llevase a todo esto? ¿Cuál es la clave de su conocimiento? No me refiero al técnico, claro.

Bueno, hay una frase de un gran médico, Osler, que dice: «Deje que los jóvenes lean las revistas, lea usted los libros viejos». Yo soy un hombre formado con los clásicos, los eternos, ¿no? Soy lector de Montaigne, to­das las noches leo a Shakespeare. Me costa­ba mucho entenderlo, pero insistí. Los clási­cos españoles son una maravilla: Garcilaso y todos los demás. Es que, mire, yo estoy escri­biendo un artículo para La Nación, aparece mañana y la mitad de los lectores no lo leen, a la mitad de los que lo leen, no les importa, y de los que quedan, la mitad no lo entiende.

¿Usted cree que si una persona, sólo una, ha logrado entenderlo, el artículo habrá valido la pena?

Es la parábola del sembrador, de Jesús. El sembrador siembra al voleo. Unos granos caen en el camino y se los comen las aves del cielo, otros se pudren en el agua… pero si uno de cientos prende, vale la pena. Siempre hay que sembrar. Lo fundamental es acercarse profundamente al ser humano. Usted, por ejemplo, no se va a olvidar nunca de eso que le dije de que si tuviera que matar una gallina no se la comería.

¿Lee también mucha poesía?

Esta mañana estaba pensando, mientras me bañaba (que es la hora de pensar, y la hora de cantar también, porque frente a las paredes lisas uno se siente un gran cantor), estaba pensando en esto: se habla mucho de machismo, pero eso ya estaba en el verso de Alfonsina Storni: «Tú me quieres casta, tú me quieres pura. ¿Tú eres puro, tú eres casto? ¡Límpiate la boca de besos impuros!». Ya es­tá, eso sólo es un manifiesto. Los poetas son los que viven momentos cenitales, «del cielo», y eso dejan grabado. Por eso hay que leer a los poetas y hay que leer a los filósofos. Hay muchos, por suerte, en la humanidad. Ade­más, en español. No hay necesidad de saber alemán para leer filosofía. Yo siempre me he nutrido de libros esenciales, lo que alguien llamó «leche de leonas»: Platón, Plotino, los viejos autores hindúes. Están al alcance de cualquiera, pero ahora la gente prefiere leer novelitas pasionales.

¿Cómo encuentra usted a los jóvenes, a los adoles­centes?

¿Usted se imagina a un adolescente sen­tado, oyendo a Brahms? No. La música que oyen es algo frenético. Los cantores son con­torsionistas, desesperados del músculo, de la articulación, tipos que tienen que gritar y sa­cudirse hasta los huesos, porque no tienen nada para decir, ningún mensaje directo que transmitir. Piense en Joan Báez: basta oírla, no le hace falta contorsionarse. Hemos perdi­do el camino hacia adentro, el de nosotros y el de los demás. Incluso el camino hacia las cosas, que también tienen alma. Esta lapicera, con la que escribo todos los días las rece­tas, con la que escribo cosas buenas y malas, tiene un sentido, y si un día me la olvido, me siento mal. Si a cada cosa le transmitimos un sentido, el alma de las cosas toca nuestra propia alma. Dicen los americanos: «Te amo como a un par de zapatos viejos». Porque son los que hemos llevado por los caminos del mundo. No hay nada peor que salir con zapa­tos nuevos. Uno le transmite al zapato la for­ma del pie, la manera de pisar, de subir esca­leras. Tienen un alma, por eso yo tengo que respetar a los objetos, tocarlos con cuidado y no los puedo tirar en cualquier lado ni mal­tratar.

 Usted ha publicado un libro de poemas en el que habla de ayudar a hacer los días…

(Sonríe.) Sí, a los ochenta años he publi­cado un libro de versos. Y en él dice: «Cuando digo buen día hago buen día / si no lo digo el día no amanece / hay que ayudar a Dios a hacer los días / porque él solo no puede». Hablo de Dios en el sentido metafísico, no como un señor barbudo con un triángulo de oro en la cabeza, que me parece ridículo. Sí, es verdad, yo he evolucionado de una religión formal a un momento místico de negación y crisis y luego a encontrar este sentido espiri­tual del mundo. La fraternidad no sólo con los hombres, sino con los animales, las cosas, las flores, los ríos. El hombre no piensa nunca en los demás. Es algo terrible. Ha ensuciado todo lo que ha tocado, inclusive el aire. El plomo, por ejemplo, está en el aire. Yo he visto chicos enfermos de eso. La nafta tiene plomo, porque es más barato así. En Estados Unidos no está permitido. Hay polvo de azufre en el aire, y el hombre no está hecho para respirarlo. Se habla mucho de las enfermeda­des de la vejez, pero poco de las enfermeda­des de la vida en civilización.

Doctor, yo no quiero sacarle más tiempo, y esta puede ser quizás la última pregunta: ¿Qué es el amor? ¿Existe un amor «consciente»?

El amor es indefinible. Se siente o no se siente. Una vez que uno consigue identificar­se con una persona, intensamente, hay que cultivar el resto, todas las facetas: las físicas, las morales, las intelectuales, las espirituales. Construir el amor, como se hace una escultu­ra. El amor se aprende. Se cultiva todos los días, acentuando lo bueno y atenuando lo malo. El amor es un trabajo, una tarea infini­ta…, bella e infinita.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar