Expansionismo estadounidense a fines del siglo XIX


Durante todo el siglo XIX, Estados Unidos se mantuvo relativamente apartado de la política internacional de poder, manteniendo, más allá de los serios conflictos internos, un crecimiento pacífico. Pero hacia fines del siglo, cuando ya estaba descubierta la era capitalista que se abría y cuando las potencias europeas comenzaban una carrera colonialista en otros continentes, la América del Norte, la antigua colonia inglesa, debía dar muestras de que podía pisar fuerte en el escenario mundial. No sólo podía, sino que debía pisar fuerte, pues los “padres fundadores” estadounidenses habían ya atribuido a su pueblo un “destino manifiesto” y éste era la expansión de su nación.

Algunas directrices subyacían en las creencias norteamericanas acerca del destino auto-atribuido en el mundo. La primera era una gran simpatía por las instituciones republicanas y la creencia de que el mundo se movía en dirección a un “mundo libre”. La segunda, tal como lo señalara la Doctrina Monroe, eran los intereses naturales, que estaban puestos en el hemisferio occidental, del cual los territorios al sur de Estados Unidos constituían el “patio trasero”. La tercera era la necesidad de basar la grandeza norteamericana en la expansión del comercio exterior, especialmente hacia el Lejano Oriente, por lo cual se establecerían relaciones con Japón, China y Corea.

Claro que una cosa eran las creencias del pueblo norteamericano y otra muy diferente lo que en efecto hacían sus gobiernos. Por ello, las posiciones en el Caribe y en el Pacífico no llegaron a un cauce duradero sino hasta el fin de la guerra Hispano-Norteamericana de 1898, que produjo un punto de inflexión en la historia mundial, abriendo paso a la “América Imperial”. Contra la decadente España, Estados Unidos disputó los territorios de países e islas como Cuba, Puerto Rico, Hawai, Samoa, Filipinas y Guam, haciéndose directa o indirectamente con todos ellos. Terminada la guerra y mientras la expansión comercial se consolidaba, Estados Unidos se prepararía para tallar fuerte en la Primera Guerra Mundial.

Esta era la trama que producía discursos altisonantes de los dirigentes norteamericanos, que creían, como su presidente Theodore Roosevelt en 1901 que la paz y la estabilidad mundial requerían de la firme y “benefactora” supervisión de las grandes potencias ilustradas. Uno de estos discursos fue pronunciado en Boston el 27 de abril de 1898. Fue el senador norteamericano Albert J. Beveridge, fallecido también un 27 de abril pero de 1927, quien pronunció en aquella oportunidad las palabras que aquí recordamos.

Fuente: Renato Perdon, Footnotes to Philippine History, Florida, Universal Publishers, 2010, pág.57-58.

«Las fábricas norteamericanas producen más de lo que el pueblo americano puede utilizar; el suelo norteamericano produce más de lo que se puede consumir: el destino nos ha trazado nuestra política; el comercio mundial debe ser y será nuestro. Y nosotros lo adquiriremos como nuestra madre, Inglaterra, nos ha enseñado. Estableceremos sucursales comerciales por la superficie del mundo como centros de distribución de los productos americanos. Cubriremos los océanos con nuestros barcos comerciales. Edificaremos una marina a la medida de nuestra grandeza… Nuestras instituciones seguirán a nuestra bandera sobre las alas del comercio. Y la ley americana, el orden americano, la civilización americana y la bandera americana serán enarboladas sobre las costas hasta ahora sangrientas e ignorantes.»

 

Albert J. Beveridge, 1898