La Comuna de París


Autor: Fragmento de Felipe Pigna (coordinador), El Mundo Contemporáneo, Editorial AZ, Buenos Aires, 2000.

Desde 1830, Francia era gobernada  por la alta burguesía (industriales y banqueros). Sus políticas habían producido un gran descontento entre los obreros urbanos, sobre todo los de París, y en la pequeña y mediana burguesía (comerciantes, artesanos, profesionales). Esta situación se agravó con la crisis económica de 1846-47, producida por malas cosechas y una inestable situación social y política que afectaba a los sectores populares.

En febrero de 1848, los obreros parisinos junto con la burguesía liberal que quería ampliar los derechos políticos ocuparon las calles, reclamando el fin de la Monarquía y el establecimiento de la República. Si bien esto se logró, pronto se manifestaron las diferencias entre los revolucionarios, representadas por dos banderas: la tricolor de los burgueses liberales y la roja de los obreros oprimidos por las pésimas condiciones de trabajo. El triunfo de la primera y la represión de junio contra el proletariado determinaron la victoria de la revolución política liberal y la postergación de la revolución social.  Este fue el inicio de la consolidación del sistema capitalista en Francia.

La revolución de 1848 se expandió muy rápidamente (en menos de un mes) a toda Europa (Alemania, Prusia, Austria, Italia, Hungría) e incluso a América (Brasil, Colombia). Pero con la misma rapidez fracasaron dichos intentos de mejorar las condiciones sociales del proletariado.

Si bien los cambios no fueron los esperados por los grupos más revolucionarios, se instaló definitivamente un nuevo sistema político, en el que para conservar «el orden social» establecido debieron ampliarse los derechos políticos y dar respuestas a los reclamos de todos los sectores sociales, aunque éstos no fueran significativos.

Louis Blanc (1811-1882), en su obra Organización del trabajo, escribió un programa de reformas que fue utilizado por los revolucionarios de 1848. A continuación, algunos de sus artículos:

  • Donde no existe la igualdad, la libertad es una mentira.
  • Los trabajadores han sido esclavos, han sido siervos, hoy son asalariados; es preciso hacerlos pasar al estado de asociados.
  • Los gobernantes de una democracia bien constituida sólo son los mandatarios del pueblo; deben ser responsables y revocables.
  • Las funciones públicas no son distinciones, no deben ser privilegios; son deberes.
  • La educación de los ciudadanos debe ser común y gratuita. Corresponde al estado su  realización.

La segunda mitad del  siglo XIX fue la época de la construcción de los estados-nación en Europa y otras partes del mundo (América, por ejemplo). Hasta ese momento, los regionalismos prevalecían sobre el conjunto de la nación; en las aldeas, pueblos y provincias de las actuales Italia, Alemania, Francia y Gran Bretaña, se hablaban dialectos diferentes, se usaban distintos pesos y medidas y ni siquiera la moneda nacional era de uso generalizado.

Los gobernantes comprendieron que para ser países con mercados internos fuertes y competitivos hacia el exterior debían empezar por fortalecer el concepto de nación dentro de sus propios países. Es decir, lograr que el conjunto de habitantes de un territorio se encontrara unificado por una forma de gobierno y sintiera la pertenencia a ese país. El ferrocarril, la educación popular y los ejércitos, entre otras cosas, fueron los encargados de unificar el idioma, la moneda y los símbolos patrios: nacía el “nacionalismo”.

Estos intereses nacionales no fueron aceptados fácilmente. Este período fue particularmente conflictivo para algunos países como Italia y Alemania, en los que se libraron guerras por la unificación nacional y otras, como la de Crimea y la franco-prusiana, que involucraron a gran parte de Europa.

La guerra de Crimea (1854-1856) se produjo por las intenciones expansionistas de la Rusia de Nicolás I, llamado «el gendarme de Europa», por sus intervenciones en Polonia, Hungría, Alemania, los Balcanes y en la estratégica zona del Mar Negro. Esto provocó la reacción de Turquía, Gran Bretaña, Francia y Austria. El triunfo de estos últimos significó el fortalecimiento de Francia en el continente y el inicio de las respectivas unificaciones de Italia y Alemania (ambas naciones estaban divididas en pequeños reinos). Por otra parte, el imperio Otomano (Turquía, Armenia, Tracia, Siria), aceleró su proceso de desintegración y Rusia comenzó su repliegue militar.

Al término de la guerra de Crimea, Francia, bajo el reinado del emperador Napoleón III, intentó asumir el papel de árbitro europeo, interviniendo en todos los conflictos para fortalecerse como potencia continental, y obtuvo algunos éxitos. Sin embargo, la guerra con Prusia (1870-71) causada por el aumento de poder de este último país, provocaría la caída del régimen imperial francés.

El gobierno de Napoleón III se caracterizó por ser el primero de Europa en llegar al poder gracias al sufragio universal (votaban los hombres mayores de dieciocho años). Esto resultó una consecuencia directa de las revoluciones de 1848: las pretensiones de las clases populares no habían sido satisfechas, pero los gobernantes habían comprendido que tarde o temprano deberían darles espacio político. Era una forma de evitar nuevas revoluciones, otorgando pequeñas concesiones para evitar cambios profundos. A esta política se la conoció como bonapartismoya que fue llevada adelante por los Bonaparte (Napoleón y Napoleón III) y aplicada como definición de movimientos políticos posteriores.

Mientras tanto, dos importantes hechos se producían en Alemania y en Italia. El primer ministro de Prusia (formada por regiones de las actuales Alemania y Polonia), Otto Von Bismarck, aplicó la política de «a sangre y fuego». Bajo esta consigna militarista, logró que la fragmentada Alemania se unificara y se convirtiera en potencia europea, a pesar del intento francés por impedirlo en la ya mencionada guerra franco-prusiana.

En Italia, a la fragmentación política se sumaban la presencia del estado Pontificio, gobernado por el Papa, y las diferencias económicas entre el norte parcialmente industrializado y el sur agrícola.

La guerra y la diplomacia -gran protagonista de la época- lograron la unificación gracias al accionar, entre otros, de Camilo Cavour y Giuseppe Garibaldi.

Entre 1848 y 1875, Europa se caracterizó por las guerras, breves pero muy sangrientas (murieron 600 mil personas sólo en la de Crimea), que tuvieron por objeto reordenar el mapa del viejo continente.

Desde ese momento, el complicado sistema de alianzas que comenzó a aplicarse; el fortalecimiento de los ejércitos y del ideal «nacional»,  y la disputa por los mercados y la competencia imperialista, prepararon el terreno para la gran guerra.

Durante el segundo Imperio de Napoleón III a mediados de los ‘60, se inició la guerra Franco-Prusiana que terminó en un desastre para Francia. Esa situación provocó una insurrección popular que al grito de “la patria está en peligro” convocó en París a elecciones comunales el 18 de marzo de 1871. En ellas triunfaron los sectores más radicalizados, y en sus 54 días de vida, La Comuna emprendió reformas políticas inéditas como la desaparición del ejército permanente y su reemplazo por el pueblo directamente armado, llamadas milicias populares, el establecimiento de la revocabilidad de mandato como  principio democrático que  posibilitaba la  destitución de todo funcionario que no cumpliese su tarea  así como que el mismo  cobre un sueldo igual al del obrero. En el campo social suprimió el trabajo nocturno en las panaderías y el sistema de multas a los trabajadores. En lo económico decidió que todos  los talleres abandonados o paralizados por los empresarios se entregaran a cooperativas de obreros para que reanudaran la producción. En lo educativo amplió la educación gratuita y laica.

La respuesta de la burguesía no se hizo esperar: las tropas gubernamentales arrasaron París y la represión produjo 45 mil detenidos, y miles de deportados,  exiliados o condenados a trabajos forzosos.