
Autor: Mariano Fain
Adam Smith nació un 5 de junio de 1723 en Kirkcaldy, Escocia, en el seno de una familia modesta pero culta. Desde pequeño, Adam demostró una inteligencia y curiosidad fuera de lo común, rasgos que lo acompañarían a lo largo de toda su vida. Se cuenta que a la temprana edad de tres años, el pequeño Adam ya era capaz de leer y recitar largos pasajes de la Biblia, dejando boquiabiertos a los asombrados visitantes de la familia.
Tras realizar sus estudios iniciales en su ciudad natal, Adam ingresó a la Universidad de Glasgow, donde se destacó rápidamente por su brillantez y su capacidad de análisis. Fue allí donde empezó a gestar sus ideas revolucionarias sobre economía y el funcionamiento de los mercados, ideas que décadas más tarde plasmaría en su famosa obra La riqueza de las naciones.
Pero Adam Smith no era solo un erudito encerrado en una torre de marfil. De hecho, era un hombre con una personalidad encantadora y una profunda curiosidad por el mundo que lo rodeaba. Se cuenta que en una ocasión, mientras paseaba distraídamente por las calles de Londres, se topó con una multitud alrededor de un vendedor callejero. Lejos de pasar de largo, Adam se detuvo a observar con detenimiento la dinámica de la transacción, tomando notas mentales sobre los principios económicos que subyacían en esa simple interacción.
Otro episodio que ilustra la faceta más humana de Adam Smith ocurrió durante uno de sus viajes por Europa. Estando en París, el filósofo se percató de que un joven mendigo que solía pedir limosna en una esquina había desaparecido. Preocupado, Smith emprendió una búsqueda exhaustiva hasta que finalmente lo encontró enfermo en un humilde albergue. Sin dudarlo, Smith se hizo cargo de los gastos médicos del muchacho y veló por su recuperación, demostrando así su profunda compasión y su compromiso con el bienestar de sus semejantes.
Pero quizás una de las anécdotas más curiosas sobre Adam Smith tiene que ver con su distraída personalidad. Se cuenta que en una ocasión, mientras caminaba absorto en sus pensamientos por las calles de Edimburgo, se quitó la peluca y la dejó olvidada sobre un muro. Horas más tarde, cuando se percató de su ausencia, regresó presuroso al lugar, solo para encontrar a un niño jugando con ella. Lejos de enfadarse, Smith sonrió y le pidió al pequeño que se la devolviera.
Se cuenta que en fiestas universitarias solía discutir con otros intelectuales sobre temas filosóficos, impresionando a propios y extraños por su vasta erudición.
En 1751 Smith se mudó a Edimburgo para dedicar más tiempo al estudio independiente. Allí frecuentó los salones literarios que albergaba la vibrante ciudad, como el Círculo del Viernes. En este ámbito conoció a grandes figuras como David Hume.
Fue invitado a Francia en 1764 por una familia noble de los que era preceptor uno de sus ex alumnos. Allí fascinó a la intelligentsia parisina con su elocuencia e ingenio. Compartió tertulias con personalidades del momento como Turgot y Voltaire.
De regreso a Gran Bretaña en 1766, Smith comenzó a trabajar en su obra magna: La riqueza de las naciones, publicada en 1776. En este libro se sientan las bases de la economía clásica y el libre mercado.
Smith falleció de un ataque al corazón el 17 de julio de 1790. Aunque no alcanzó a ver su obra difundida por toda Europa, La riqueza de las naciones causaría una revolución conceptual que transformaría las naciones modernas.