La otra libertad, por Gabriel di Meglio (Fragmento del libro 1816, la trama de la independencia)


Las invasiones Inglesas sacudieron el ritmo aldeano de Buenos Aires. El fracaso de las autoridades españolas para defender los territorios fortaleció el espíritu de los criollos y de algunos españoles que veían con recelo la implementación de las reformas borbónicas a finales del siglo XVIII. Sería el comienzo de grandes cambios que afectarían para siempre a los habitantes de la capital virreinal. En 1808, a la crisis de legitimidad de la monarquía española, tras la prisión de Fernando VII, se sumaron las protestas de larga data tanto por la pérdida de derechos como por los abusos de algunos funcionarios reales.

Desde 1810, con la caída de España en poder de los franceses, Buenos Aires se había dado gobierno propio, la célebre Primera Junta, que intentó sin éxito conservar bajo su égida los antiguos territorios del Virreinato del Río de la Plata.

La Revolución de Mayo se hizo en nombre de Fernando VII, pero tras su liberación,  restauración en el trono y decisión de recuperar a sangre y fuego sus antiguos dominios, los rebeldes americanos debieron tomar una decisión. No fue fácil; la restauración monárquica se expandía como pólvora por Europa, las tropas realistas habían triunfado sobre las rebeldes en casi toda América y los enfrentamientos entre los revolucionarios constituían serios escollos para el éxito de la independencia. Los congresales reunidos en Tucumán avanzaban hacia un abismo. Finalmente, el 9 de julio de 1816 declararon a la faz del mundo la independencia de España y de toda otra dominación extranjera.

1816 fue un año decisivo para todos los habitantes de América del Sur. Así se evidencia en el libro 1816. La trama de la independencia, de Gabriel di Meglio, que recorre el complejo entramado de aquel año dramático a partir de los diversos protagonistas. San Martín, Belgrano, Artigas, Güemes, Pueyrredón, Andresito, Juana Azurduy, Rivadavia, Brown, Dorrego, Paz, Francia, Estanislao López, Mariquita Sánchez, etc. dan anclaje a aspectos clave de aquella gesta fundacional, como los problemas económicos, los juegos diplomáticos, las disputas políticas y las dificultades que debieron enfrentar.

A continuación compartimos el capítulo “La otra libertad”, que aborda las contradicciones que debieron enfrentar los líderes políticos de la Revolución de Mayo que en nombre de la libertad llevaron a cabo una revolución que conservaba la esclavitud.

Fuente: Gabriel di Meglio, 1816. La trama de la independencia, Buenos Aires, Planeta, 2016, págs. 229-237.

El 22 de octubre de 1816 María de la Peña elevó una solicitud a las autoridades. Se presentó como “negra esclava, mujer del soldado del n° 6 Juan Soto” y reclamó, una vez más, por su libertad. Ya había pedido que se la otorgaran en enero: el Estado le debía 21 meses de sueldo, de 6 pesos cada uno —no dice por qué, pero puede que fuese el ingreso del marido soldado, que estaba en el Ejército Auxiliar del Perú— y quería que esos 126 pesos adeudados le fueran entregados a su amo, Bernardo O’Higgins, quien estaba a punto de partir de Buenos Aires para Mendoza. María estaba tasada en un precio más alto, 154 pesos, pero sugería que O’Higgins dejara “en esta ciudad un apoderado para recibir sucesivamente, conforme vaya devengando los 28 pesos que faltan al completo”. El gobierno pasó la decisión al coronel chileno, aunque no figura su resolución. Cuando María volvió a la carga diez meses más tarde, el Estado le debía 180 pesos y aparentemente tenía otro propietario —de apellido Cuitiño—, con lo cual es probable que O’Higgins la vendiera. Ella pedía que el Estado le pagara la deuda a su dueño, “otorgándole el documento que acredite su libertad”. En noviembre, el gobierno accedió.1

La búsqueda de la libertad de María era algo lógicamente muy compartido por los esclavos, que solían perseguirla sistemáticamente. Algunos se fugaban, lo cual implicaba riesgos, pero lo más corriente era lo que intentó ella: comprársela a sus amos, o conseguirla a través de la justicia (o una combinación de ambas). Aunque se los vendía como mercancía, los esclavos eran considerados personas, estaban evangelizados y por lo tanto poseían alma. Por eso contaban con algunos derechos y uno de ellos era la capacidad de litigar. Desde muy temprano empezaron a usar esa herra­mienta del sistema colonial contra sus amos, con suerte dispar pero en ocasiones favorable. A veces presionaban ante la justicia para que sus amos aceptasen venderles su libertad, dado que muchos rehusaban hacerlo, o que lo hicieran en un «precio justo» (es decir, sin usura, que se percibía como un pecado). Otras acusaciones habituales de los esclavos eran que los amos no les permitían cumplir con el culto, ya que no los dejaban ir a misa o los hacían trabajar los domingos. No era raro que ganaran los pleitos si esa era la causa presentada, y en ocasiones triunfaban en las denuncias por malos tratos. Generalmente tenían menos suerte con situaciones más dramáticas, como cuando los propietarios querían vender a sus hijos u otros parientes a lugares distantes e intentaban impedirlo ante un juez.2

Los que lograban reunir dinero eran quienes trabajaban en establecimientos productivos rurales, como las haciendas y estancias, y obtenían algunos ingresos magros (en general, eran la mano de obra estable en esas explotaciones, mientras que los asalariados eran contratados en las épocas del año en que había mucha demanda de brazos). En las ciudades podían conseguir algún dinero quienes estaban empleados en fábricas de ladrillos o panaderías. Algunos esclavos eran alquilados por sus dueños como jornaleros, algo frecuente entre las propietarias viudas o mujeres solas; ganaban un salario y se lo entregaban a sus amos, pero se les permitía quedarse con una parte menor. Otros esclavos eran artesanos, ya que a los maestros de los oficios les era más rentable enseñar el arte a alguien que luego no podía irse de su lado, a quien además podían requerirle una mayor cantidad de trabajo. Las esclavas podían ser lavanderas, planchadoras, “achuradoras” que trabajaban en los mataderos, “dulceras”, nodrizas e incluso prostitutas si sus amos las obligaban. Pero una enorme cantidad de esclavos se desempeñaba en actividades domésticas, en particular en Buenos Aires, en parte porque la élite porteña los tenía como marcas de prestigio social. Las casas más acomodadas contaban con un mínimo de cinco: uno o una a cargo de la limpieza, una para llevar agua y fregar, una cocinera, un lacayo y un cochero.

La vida de los esclavos, especialmente en ciudades como Buenos Aires, no estaba segregada de la del resto de la población. Compartían cotidianidad, experiencias, costumbres y espacios con el bajo pueblo libre. Los que llegaban desde África —sobre todo de Mozambique y de los puertos de Congo y Angola, como Loango, Cabinda, Luanda y Benguela— aprendían el español y muchas veces lo hablaban de una manera particular, llamada “bozal” por los blancos, en la cual la letra erre era pronunciada como una ele. Habitualmente, al ser comprados adquirían el apellido de su primer amo, que sumaban a un nombre cristiano que les daban previamente. En el trato diario, muchos propietarios privilegiaban el paternalismo sobre la violencia, pero acudían a ella si les parecía necesario. A pesar de que en términos relativos la situación fuera mejor para los esclavos en el Río de la Plata que en las plantaciones brasileñas o antillanas, no gozaban de vidas sencillas, sino que sufrían por excesos de explotación. Es difícil precisar la cantidad de esclavos para 1816. Las importaciones al Virreinato del Río de la Plata fueron muy grandes entre 1777 y 1812, ya que unos 70.000 fueron desembarcados legalmente en ese período en Montevideo y Buenos Aires; algunos más entraban por tierra desde Río Grande do Sul. Alrededor de la cuarta parte de la población de la Capital estaba formada por esclavos.3

Los cambios de 1810 abrieron una masiva expectativa de libertad para ellos. Los líderes políticos eran plenamente conscientes de la contradicción de una revolución hecha en su nombre y que conservaba la esclavitud. Puestos a elegir entre el derecho a la libertad y el derecho de propiedad optaron por el segundo, porque más allá de convicciones ideológicas de algunos, temían la reacción de los amos y también desconfiaban de los posibles efectos de una emancipación repentina de los esclavos, con el argumento de que al haber sido educados en la servidumbre la usarían para hacerse daño. La dirigencia revolucionaria optó por una solución gradualista; en abril de 1812 el Triunvirato prohibió el tráfico de esclavos: la carga de cualquier barco negrero debía ser confiscada y sus integrantes eran libres al pisar el suelo rioplatense. La medida del tráfico fue com­plementada en febrero de 1813, cuando la Asamblea sancionó la ley de libertad de vientres, por la cual los hijos de las esclavas nacidos desde entonces eran libres. Por lo tanto, si no se podía comprar nuevos esclavos ni nacían otros, la esclavitud quedaba condenada a desaparecer cuando murieran los últimos esclavos de entonces. Claro que esto no era del agrado de los esclavos, que la querían en ese mismo momento, y muchos creyeron que la abolición estaba cerca, pero no fue así.4

Muchos propietarios buscaron artilugios para evitar la legislación y hubo esclavos que litigaron al respecto en la justicia. También se involucraron en la política de la época. Dos meses después de la prohibición del tráfico en 1812, un esclavo llamado Ventura denunció en Buenos Aires que un grupo importante de peninsulares dirigido por Martín de Álzaga conspiraba contra el gobierno, a raíz de lo cual todos fueron juzgados y fusilados o desterrados (a Ventura se lo recompensó con la libertad y con un brazalete que decía “Por fiel a la Patria”). Al plegarse a la causa revolucionaria muchos encontraron un espacio para una mayor integración en clave de identidad americana contra la europea, en una sociedad en la que ocupaban el lugar más bajo. Durante la conmoción de la “conspiración de Álzaga”, se le preguntó a un esclavo llamado Valerio “de qué partido era” y él respondió que “estaba con los criollos porque el rey indio y el rey negro eran la misma cosa”. Casi en el mismo momento, en Mendoza un grupo de esclavos fue apresado, acusado de haber planeado apoderarse de armas para exigirle al gobierno “un decreto que les diera la libertad a todos”. Creían que en Buenos Aires se había abolido la esclavitud pero que en Mendoza no daban a conocer la noticia. Su objetivo era garantizar su libertad y luego alistarse como soldados. Pero se acusó a uno de los cabecillas de ir más lejos y decir “que era necesario hacer en esta Ciudad lo que los negros de las Islas de Santo Domingo, matando a los blancos para hacerse libres”.5

La preocupación sobre una rebelión de esclavos al estilo haitiano estaba siempre en la mente de los dirigentes. Por eso, aunque los pardos y morenos libres eran parte de la milicia desde la última etapa colonial, había muchas dudas con armar esclavos. Pero cuando se alargó la guerra y la necesidad de brazos se hizo cada vez más intensa, comenzaron los “rescates”. Hubo cesiones que hicieron amos patriotas, pero otros se negaban a donar o a vender a bajo precio porque sostenían que dependían del trabajo de sus esclavos. La presión de las autoridades fue en aumento con los años. En 1813 la Asamblea requirió en Buenos Aires que cada propietario entregara, para enviar al ejército, a uno de cada tres esclavos domésticos que tuviera, uno de cada cinco de los empleados en panaderías y talleres, y uno de cada ocho de los que trabajaban en la labranza. Los españoles tuvieron menos suerte, ya que para 1815 se les habían requisado todos sus esclavos. En las provincias hubo poca predisposición a entregar esclavos y las autoridades no consiguieron avanzar mucho al respecto.6

San Martín realizó una estratagema en Cuyo. Al asumir como gobernador intendente había tenido una mala experiencia en San Juan: solicitó que le entregaran los esclavos pertenecientes a europeos pero consiguió tan solo 23. Más tarde se creó una comisión con el objetivo de rescatar un número importante para el Ejército de los Andes. Con el fin de contribuir al éxito de la tarea, el general aprovechó su reunión con Pueyrredón en Córdoba de julio de 1816 para dar a conocer que se rumoreaba la llegada de la abo­lición y consiguió que varios dueños optaran por venderle al Estado a un bajo precio, antes de quedarse sin nada si se concretaba el fin de la esclavitud. En mayo de ese año, San Martín había comentado que “el mejor soldado de infantería que tenemos es el negro y el mulato; los de estas provincias no son aptos sino para caballería (quiero decir los blancos); por esta razón y la de la necesidad de formar un ejército en el pie y fuerza que he dicho, no hay más arbitrio que el de echar mano de los esclavos”. 7

El aliciente para ellos era que se volvían legalmente libres desde que entraban a la tropa, pero para gozar de esa condición debían cumplir un servicio de cinco años o más indefinidamente, hasta que se acabara el conflicto. La situación jurídica de los “libertos”, entonces, era ambigua. Sin embargo, les daba a los hombres una posibilidad concreta de libertad y de hecho muchos querían ir al ejército, presionando a sus amos o tomando acciones por su cuenta. Por ejemplo, en octubre de 1816 una propietaria reclamó que se le había fugado un esclavo “mulato” (pardo) que aparecía en las listas militares como soldado del Regimiento 8, que como vimos era de libertos; ella reclamaba que se lo abonaran al precio en que lo hubiese vendido. Un mes más tarde otro propietario avisó que tenía un esclavo de veintidós años llamado Mateo que se hallaba “con vivos deseos de seguir la carrera militar”, por lo cual pedía que lo tasaran, lo ubicaran y le pagaran a él lo que correspondiera.8

Las mujeres no tenían esa oportunidad que daba la vía militar, pero algunas podían utilizar el poco dinero que ganaban sus parientes soldados, ahora libertos, para procurar conseguir su propia emancipación, como hizo María de la Peña en el caso que abre este capítulo. Para quienes sufrían la esclavitud, la idea de independencia no tenía sentido si no iba acompañada de libertad.

Referencias:

1 AGN, sala X, legajo 09-02-04, Solicitudes Civiles.
2 Lyman Johnson, “La manumisión en el Buenos Aires virreinal: un análisis ampliado”, Desarrollo Económico, vol. 17, n° 68, 1978; Gladys Perri, “Los esclavos frente a la justicia. Resistencia y adaptación en Buenos Aires, 1780-1830”, en Raúl Fradkin (comp.), La ley es tela de araña. Ley, justicia y sociedad rural en Buenos Aires, 1780-1830, Buenos Aires, Prometeo, 2009.
3 Las cifras y procedencias en Alex Borucki, From Shipmates to Soldiers. Emerging Black Identities in the Río de la Plata, Albuquerque, The University of New México Press, 2015. Desde Buenos Aires eran enviados a diferentes destinos.
4Liliana Crespi, “Ni esclavo ni libre. El status del liberto en el Río de la Plata desde el período indiano al republicano”, en Silvia Mallo e Ignacio Telesca (eds.), “Negros de la Patria”. Los afrodescendientes en las luchas por la independencia en el antiguo Virreinato del Río de la Piala, Buenos Aires, SB, 2010. Presenté información sobre estos temas en Gabriel Di Meglio, Historia de las clases populares en la Argentina desde 1516 hasta 1880, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.
5 Véanse Di Meglio, ¡Viva el bajo pueblo!, La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el rosismo, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2006, Mariana Pérez, «¡Viva España y mueran los criollos! La conspiración de Alzaga de 1812», en Mónica Alabart, María Alejandra Fernández y Mariana Pérez (comps.)Buenos Aires una sociedad que se transforma. Entre la colonia y la Revolución de MayoBuenos Aires, Prometeo/UNGS, 2011 (ahí está la cita de Valerio) y Beatriz Bragoni, «Esclavos, libertos y soldados: la cultura política plebeya en Cuyo durante la Revolución», ver en Fradkin (ed.), ¿Y el pueblo dónde está?, Contribuciones para una historia popular de la revolución de independencia en el Rio de la Plata, Buenos Aires, 2008(la cita del esclavo Bernardo, en p. 120).
6 Véanse George Reid Andrews, Los afroargentinos de Buenos Aires, Buenos Aires, De la Flor, 1989, y Marta Goldberg, “Afrosoldados de Buenos Aires en armas para defender a sus amos”, en Mallo y Telesca, “Negros de la Patria”, op. cit. También Peter Blanchard, Under the Flags of Freedom: Slave Soldiers and the Wars of Independence  in Spanish South America, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 2008.
7 San Martín a Godoy Cruz, el 12 de mayo de 1816, en Documentos del Archivo de San Martín, op. cit., p. 538. Sobre la estratagema véase Bragoni, San Martín. De soldado del Rey a héroe de la Nación, Buenos Aires, Sudamericana, 2010.
8 Los casos son las solicitudes de Mauricia Arguibel y de José Ortiz, ambos en AGN, sala X, legajo 09-02-04, Solicitudes Civiles. Sobre los libertos véase Seth Meisel, “Manumisión militar en las Provincias Unidas de Río de la Plata”, en Juan Ortiz Escamilla (comp.), Fuerzas militares en Iberoamérica, siglos XVIII y XIX. México, El Colegio de México-El Colegio de Michoacán-Universidad Veracruzana, 2005; y Crespi, “Ni esclavo ni libre”, op. cit.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar