Autor: Felipe Pigna
De la Guerra de los Siete Años, concluida en 1763, Gran Bretaña emergió como la gran vencedora, obteniendo inmensos territorios en Asia, África y América. La flema británica veía con orgullo flamear su bandera alrededor del mundo, sin advertir que la extensión del imperio se convertiría en un verdadero talón de Aquiles. La guerra dejó al gobierno británico al borde de la bancarrota, con una deuda de 130 millones de libras, mientras la administración de las nuevas posesiones obtenidas multiplicaría los gastos por cinco, pasando de 70.000 a cerca de 350.000 libras anuales. Alguien –y según la imperial costumbre, no Londres– tenía que levantar el muerto.
Al primer ministro George Grenville se le ocurrió aplicar “un plan de ajuste”, pero, como decíamos, no en Gran Bretaña sino en las colonias americanas. Para ello, propuso que el gobierno fortaleciera el control económico y político sobre sus posesiones imperiales norteamericanas. El gobierno inglés, pionero en un truco perdurable, intentó disfrazar el ajuste, con la Ley de Ingresos de 1764, conocida como Ley del Azúcar, que reducía a la mitad el arancel a las importaciones de melazas extranjeras, mientras gravaba nuevos productos como lino, seda, añil, café, limón y vinos extranjeros. Además se ampliaba la lista de mercancías “enumeradas”, aquellas que sólo podían exportarse a Inglaterra. Londres se convertía así en intermediaria de los productos coloniales, elevando su precio y quedándose con jugosas ganancias.
Nuevas medidas contribuyeron a agitar el sentimiento antibritánico como la prohibición de imprimir papel moneda en las colonias y la obligación de mantener, a expensas de los colonos, un ejército inglés de 10.000 hombres, cuya obvia misión era la represión de quienes debían sostenerlo. Pero la gota que colmó el vaso fue la Ley de Timbres, aprobada por el Parlamento en marzo de 1765. El impuesto consistía en un sello –que debía imprimirse en testamentos, licencias, pólizas de seguro, etc.–, sin el cual todo documento carecía de validez legal. El gravamen recaía también sobre periódicos, panfletos, volantes y hasta naipes.
La Ley de Timbres se convirtió en un boomerang que en su regreso golpearía directamente al gobierno británico. Lejos de contribuir a ensanchar las arcas de la corona, la medida significó el comienzo de la unificación de unas colonias que se habían creado y prosperado en un singular aislamiento. Representantes de nueve de las trece colonias se reunieron en octubre de 1765 y lograron que la medida fuera derogada.
El conflicto resurgió en 1773, cuando el Parlamento aprobó la Ley del Té, que otorgaba a la Compañía Británica de las Indias Orientales el monopolio de la venta de ese producto en las colonias, desplazando a los comerciantes locales. Las protestas no tardaron en llegar. En Boston, cuando el gobernador intentó forzar la descarga de un embarque, un grupo de colonos disfrazados de “indios” tomó los barcos y arrojó la mercancía por la borda. Gran Bretaña vio en este episodio –que pasó a la historia como el “Boston Tea Party”– un desafío inadmisible para el orgulloso espíritu imperial y decidió dar un castigo ejemplar, aislando a la colonia rebelde.
Pero una vez más el tiro le saldría por la culata. En solidaridad con Massachusetts, las colonias establecieron el boicot a los productos ingleses y crearon un ejército continental, al mando de George Washington, para enfrentar a las tropas del rey. Inglaterra envió a mercenarios alemanes, además de las fuerzas regulares, para combatir a los sublevados, aumentando el resentimiento de los colonos.
Los filósofos de la Ilustración, especialmente Rousseau, Locke y Montesquieu, impregnaron tanto la propaganda rebelde como la Declaración de la Independencia y la Constitución, documentos fundacionales de la nación.
A principios de 1776, Paine publicó un incendiario panfleto, Sentido Común, que contribuiría a exacerbar los ánimos contra los británicos: sostenía que un hombre honrado valía por “todos los rufianes coronados que hayan vivido”. Se apreciaba, además, su escaso afecto por el rey Jorge III al que llamaba “la Real Bestia de la Gran Bretaña” 1 y señalaba el absurdo de que un continente fuese gobernado por una isla.
Parece increíble que el país que avasalló a lo largo de su historia imperial los derechos humanos de medio mundo, base su sistema democrático en aquella romántica Declaración de la Independencia aprobada el 4 de julio de 1776, que contiene conceptos como: “las leyes de la naturaleza”, que defiende los “derechos inalienables” como “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” y el derecho del pueblo a “abolir o reformar” un gobierno que atente contra esos derechos.
Once años más tarde, la Constitución norteamericana haría suyo el principio de separación de poderes propuesto por Montesquieu. El poder estaría dividido en tres: un ejecutivo, ejercido por un presidente; un legislativo, compuesto por dos cámaras, y un poder judicial.
Tras la victoria de los colonos en la batalla de Saratoga, Francia firmaría la alianza con los rebeldes en febrero de 1778 y entraría en guerra contra Gran Bretaña. España se sumaría a los franceses poco después. Uno de los combatientes franceses, el marqués de Lafayette reconoció en la revolución norteamericana el comienzo de una nueva era: “La era de la revolución norteamericana, que puede considerarse como el principio de un nuevo orden social para el mundo entero, es propiamente hablando la era de la declaración de los derechos” 2. Jacques Pierre Brissot, uno de los líderes de la Gironda, profetizará: “La revolución americana ha producido la Revolución Francesa: ésta será el foco sagrado de donde partirá la chispa que incendiará a las naciones cuyos amos se atrevan a acercársela”. 3
Referencias:
1 Morison, Samuel Eliot y Steele Commager, Henry, Breve historia de los Estados Unidos, Fondo de Cultura Económica, México, 1987, pág. 111.
2 Jean Pierre Brissot, Memorias, tomo IV, citado por Lewin, Boleslao, Los movimientos de emancipación en Hispanoamérica y la independencia de Estados Unidos, Raigal, Buenos Aires, 1952, pág. 122.
3 Monitor del 14 de julio de 1797, citado según Laurent, La historia de la humanidad, tomo IV, pág. 635, traducción de Nicolás Salmerón y Alonso, Ángel Fernández de los Ríos y Tomás Rodríguez Pinilla, Madrid, 1880; en Lewin, op. cit.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar