Fuente: Diario La Nación, Sección Ensayos, poesía, narraciones, domingo 26 de julio de 1964, pág. 1.
En el curso de las sesiones del corriente año, la comisión de las Naciones Unidas que tiene a su cargo el estudio de la situación de los territorios no autónomos se dispone a considerar el problema de las islas Malvinas. El caso, sin embargo, es totalmente ajeno a la competencia de esa comisión. Las Malvinas no son territorio no autónomo del Imperio Británico. Son territorio argentino ocupado por Gran Bretaña desde el año 1834. Pero no vaya a creerse que son un territorio cuyo dominio sea litigioso o dudoso. Como se verá en el curso de esta exposición, antes del acto de fuerza en cuya virtud Gran Bretaña privó a la Argentina de la posesión de las islas (enero de 1833), jamás Gran Bretaña había poseído las islas Malvinas. Luego, pues: si existe en las Naciones Unidas alguna comisión competente para entender en la situación de un territorio jamás poseído por un Estado miembro, pero arrebatado por la fuerza a otro Estado miembro, esa comisión, y no la de los territorios no autónomos, es la que debe entender en el asunto.
La cuestión planteada en su verdad histórica
Uso términos precisos pero no excesivos. Antes de 1833, repito, jamás Gran Bretaña había poseído las islas Malvinas. La verdad, escuetamente dicha, es la siguiente: las Malvinas son un archipiélago compuesto por más de cien islas, dos de ellas de grandes dimensiones, la Gran Malvina, o Malvina del Oeste, y la isla de la Soledad, o Malvina del Este. Estas islas fueron y son consideradas adyacencias del Estrecho de Magallanes, que perteneció desde tiempo inmemorial a España. En el año 1766 los ingleses fundaron, no obstante, en la isleta llamada Saunders, frente a la Gran Malvina un establecimiento que denominaron Puerto Egmont. Después de las Incidencias que relataré en seguida, en el año 1774 lo abandonaron voluntariamente. El 2 de enero de 1833, casi sesenta años más tarde, volvieron a presentarse, no en Puerto Egmont, sino en Puerto Luis de la isla Soledad (Malvina del Este), donde jamás había estado en tiempo alguno inglés alguno, arriaron nuestro pabellón y expulsaron a la pequeña guarnición argentina que ejercía la soberanía sobre las islas. En 1834 ocuparon la totalidad del archipiélago.
Hay un primer aspecto del asunto que debe ser precisado. Un acto de fuerza, arbitrario y unilateral, como fue el violento despojo de las islas Malvinas en 1833 —nunca consentido por la República Argentina—, no puede en caso alguno generar o crear derechos. De donde el dilema es de hierro: o Gran Bretaña tenía derechos sobre las islas antes de 1833 o no los tuvo entonces ni tiene ninguno.
La investigación histórica está prácticamente agotada. Todos los hechos son conocidos, susceptibles de ser documentados, por lo demás, con relativa facilidad. Pero la controversia jurídica jamás ha sido dirimida. En el año 1833, cuando se produjo el despojo, el ministro plenipotenciario de la Argentina en Londres, don Manuel Moreno, presentó una extensa nota de protesta reivindicando los derechos de nuestro país a las islas. En enero de 1834, Lord Palmerston contestó al Sr. Moreno exponiendo las razones que habrían motivado el acto de violencia cometido por Gran Bretaña y enumerando los títulos de dominio que pretendió tener, en ese momento, sobre las islas. Moreno respondió con una magnifica nota, modelo de precisión y argumentación histórica y jurídica, destruyendo por entero las pretensiones británicas. El gobierno inglés no habló más sobre el asunto. Se trata, empero, de una cuestión reivindicatoria que sólo podrá ser resuelta, con equidad y justicia, con arreglo a derecho, mediante la confrontación de los respectivos títulos de dominio. Si Gran Bretaña sostiene que las Malvinas le pertenecen debe exhibir los suyos. La Argentina, por su parte, ha exhibido los que amparan su derecho. Gran Bretaña insiste en rehuir o plantear erróneamente el debate. Pero es sabido que, en materia reivindicatoria, cuando no se exhiben títulos, o se exhiben contradictorios o dudosos, triunfa quien tiene la posesión, o sea, en este caso, quien la tenía al tiempo en que el despojo fue consumado, incuestionablemente la República Argentina. Quien tiene la posesión tiene a su favor la presunción de ser el dueño. Por algo poseía la República Argentina las islas Malvinas en el año 1833.
Voy a ensayar una nueva confrontación de los títulos de dominio que, a mi juicio, puede invocar la Argentina con los que podría invocar Gran Bretaña, exactamente como si se tratase de un litigio reivindicatorio. Creo que será tarea útil para esclarecer la posición respectiva de las partes en la emergencia creada. Con respecto a los títulos de Gran Bretaña, tendré en cuenta los argumentos expuestos por Lord Palmerston en su nota de respuesta a Moreno (enero de 1834), única ocasión en que el gobierno británico se ha referido al asunto en forma polémica. Pero antes de entrar en materia haré una relación sucinta de los hechos, ceñida, claro está, a lo que interesa en el caso sub-examen.
España se enfrenta con Gran Bretaña
Las islas Malvinas fueron descubiertas o, por mejor decir, avistadas desde época muy temprana pero hasta bien avanzado el siglo XVIII sólo habían sido visitadas por marinos holandeses y maluinos (franceses de St. Malo), que no llegaron a fundar establecimiento alguno, aunque las frecuentaban en sus continuos viajes de exploración y pesca.
La cuestión relativa a quién vio o descubrió primero las islas Malvinas, desde cuándo y con qué nombre figuran en los mapas, etc. —muy interesante por cierto—, es, en rigor, ajena a los aspectos concretos del problema. Basta señalar que a mediados del siglo XVIII, a pesar de Davis, de Hawkins y de la fantástica descripción de Woodes Rogers, en Londres no se sabía siquiera si las Islas Malvinas existían o no. Tampoco se sabía si eran las mismas islas llamadas Pepys, que no existieron nunca en realidad. En el año 1716 se publicó en París la primera edición de la Relation del viaje de Frezier, que contiene un mapa en el que aparecen señaladas las Malvinas con el nombre de islas Nuevas. Frezier mencionó los viajes de los marinos maluinos a las islas y afirmó que se trataba de la tierra descubierta, debió decir avistada, por Hawkins. Con este antecedente, el comodoro George Anson, al regreso de su expedición a los mares del Sur, insistió en 1744 ante el Almirantazgo británico acerca de la conveniencia de completar el descubrimiento, ubicar y apoderarse de las islas, fuesen las Malvinas o las Pepys. En 1749 se preparó una expedición que tenía por misión “descubrir”, es la palabra utilizada por el duque de Bedford, subrayo, “descubrir” en 1749 las islas y poblarlas para Inglaterra. Enterada España de los preparativos, reclamó inmediatamente ante la Corte de Londres. Inglaterra aseguró entonces que no pensaba ocupar las islas que proyectaba “descubrir”. A lo que respondió con bastante gracia el ministro español Carvajal: “Entonces, ¿para qué quiere descubrirlas?” En cualquier caso, la escuadra británica no salió del río Támesis.
El escritor norteamericano Julio Goebel, que ha relacionado extensamente toda la documentación referente a este punto, señala que, en realidad, no se trató en ese momento acerca del derecho de Inglaterra de realizar la expedición ni del derecho de España a oponerse. Los dos países acababan de firmar la paz de Aquisgrán (18 de octubre de 1748) y tenían importantes intereses comerciales que cuidar. Pero lo cierto es que en 1749, o sea muchos años antes de cualquier ocupación de las islas Malvinas, Gran Bretaña quedó oficialmente enterada de que España sustentaba su derecho de soberanía y dominio sobre las islas, cuya existencia real no era dudosa después de las visitas holandesas y francesas y del mapa de Frezier. Lo cierto es que, a partir de 1749, si no antes Gran Bretaña no podía legítimamente considerar res nullius (tierra de nadie) a las Malvinas, susceptibles de apropiación por el primer ocupante, sino, en el mejor de los casos para ella, cosa litigiosa. Ya veremos la importancia de esta comprobación.
Byron y McBride y la ocupación de Bougainville
Quince años después —estamos ya en 1764—, aleccionado por la experiencia de 1749, Lord Anson, al frente entonces del Almirantazgo británico, resolvió enviar una nueva expedición a los mares del Sur, preparada con todo sigilo para evitar la reclamación española. El mando fue confiado a John Byron, abuelo del célebre poeta del mismo apellido. Byron salió de Inglaterra llevando instrucciones más precisas que las de 1749, pero sólo en apariencia. Ya no se hablaba de “descubrir” las islas, sino de hacer “mejores reconocimientos” que los que ya habían sido hechos (?) en las islas Falkland y en las islas Pepys, islas pertenecientes, según lo afirmaban las instrucciones, al rey de Inglaterra. La alusión a los anteriores reconocimientos era de falsedad manifiesta, como se encargó de demostrarlo el propio Byron, que buscó afanosamente por el Atlántico las famosas islas Pepys, las Islas que habían sido reconocidas por Inglaterra según las instrucciones, sin poderlas encontrar desde luego, como que jamás han existido. Después Byron buscó las Malvinas. A éstas si las encontró, porque Dios quiere que existan. Pero Dios quiso también que cuando Byron encontró las Malvinas, o sea cuando las “descubrió” para Inglaterra, en enero de 1765, las islas habían sido algo más que descubiertas. Estaban pobladas por el francés Louis Antoine de Bougainville desde un año antes, desde el 5 de abril de 1764. Bougainville estaba tranquilamente instalado en Port St. Louis. Claro es que Byron ignoró la existencia de la colonia francesa. Se limitó a explorar parcialmente las islas, sin ocuparlas, no vio a ningún francés, y envió un barco a Inglaterra para dar cuenta de su importante misión.
A fines de 1765 el gobierno británico dispuso el envío de una nueva expedición al mando del capitán John Mc Bride con el fin específico de ocupar las islas que finalmente había “descubierto”, pero en Londres ya se sabía que Bougainville había establecido la primera población de las islas. Las instrucciones que el secretario de Estado Conway dio a Mc Bride, que reproduce Goebel, fueron, por tanto, precisas: si se encuentra algún súbdito de nación amiga debe explicársele que las islas pertenecen a Inglaterra por derecho de descubrimiento y debe dársele un plazo de seis meses para el desalojo. Estas instrucciones regían tanto para las islas Malvinas como para las inexistentes islas Pepys, que Inglaterra persistía en sostener que había descubierto antes de que fuesen descubiertas. Tal es el texto de las Instrucciones. En 1765, adviértase bien, en 1765, el secretario de Estado Conway reconoció y declaró que el único título que Inglaterra tenía sobre las islas Malvinas era el supuesto descubrimiento que había de ser alegado frente a cualquier persona que se encontrase en ellas. Por su parte, Egmont, primer Lord del Almirantazgo, dejó documentada la verdadera razón de la posición de Inglaterra: “Las Malvinas son la llave de todo el Pacífico —escribió textualmente—. Esta isla debe dominar (“command”) los puertos y el comercio de Chile, Perú, Panamá y, en una palabra, todo el territorio español en el mar”. Pero ocurrió lo inesperado. Mc Bride llegó a las Malvinas el 8 de enero de 1766, casi dos años después de la ocupación de Bougainville. Pero no llegó a la Malvina del Este, donde estaba Bougainville, sino a la del Oeste, o Gran Malvina, que había descubierto Bougainville y explorado Byron. En una pequeña isleta, la isla Saunders, separada de la Malvina del Oeste por el estrecho de Byron, en el lugar llamado por Bougainville Port de la Croisade, Mc Bride fundó Puerto Egmont, y allí quedaron las dos colonias. Puerto Luis y Puerto Egmont, enarbolando una la bandera francesa y otra, la inglesa, ignorando en el primer momento una que existiera la otra y viceversa. Inútil que se encontrara el navío de Byron con el de Boungainville. Los colonos de las Malvinas ignoraron recíprocamente su existencia. Sólo en diciembre de 1766 Mc Bride encontró y reconoció la colonia francesa.
¿De dónde había salido Bougainville? En 1763, mientras España y Gran Bretaña discutían sobre galgos y podencos, el duque de Choiseul, ministro de Luis XV, comenzó a acariciar el proyecto de quedarse él con las islas Malvinas. La expedición fue organizada privadamente por Bougainville, pero a tiempo de fundar buen cuidado tuvo de dejar expresa constancia de que el establecimiento se instalaba bajo el amparo y la soberanía de Luis XV, rey de Francia, que pronto ratificó todo lo hecho por Bougainville.
España afirma, entretanto, su derecho
¿Qué hizo mientras tanto España? Como lo haré notar en su momento, desde el siglo XVI, o sea doscientos años antes de que a Inglaterra se le ocurriera “descubrir” las islas Malvinas, España ejercía sus derechos de soberanía y dominio sobre toda la parte sur del continente americano, hasta el Estrecho de Magallanes inclusive, considerando incluidas en las adyacencias del Estrecho todas las islas vecinas descubiertas y por descubrir. Los derechos de España habían sido reconocidos en forma expresa, por lo demás, contractualmente por Gran Bretaña al firmar el Tratado de Utrecht (1713). Enterada de la ocupación de la Malvina del Este por los franceses de Bougainville, España entabló inmediatamente una reclamación ante la Corte amiga de Francia. Enterada del viaje clandestino de Byron, después de largas discusiones diplomáticas, resolvió repelerlo por la fuerza. Pero España ignoraba dónde se encontraban los ingleses; en rigor, no sabía si era cierto que se hubiesen instalado o no. Tenía noticias de que estaban en el Sur, aunque en el primer momento no podía determinar si estaban en tierra firme o en alguna isla.
La cuestión entre España y Francia se resolvió en forma amigable. Francia no tuvo inconveniente en reconocer el derecho de dominio de España. Luis XV ordenó a Bougainville que entregase la colonia a su primo y amigo Carlos III, previo pago de todos los gastos ocurridos. El 2 de abril de 1767 Bougainville entregó solemnemente Puerto Luis. Pero España seguía sin poder establecer el lugar donde se encontraban los ingleses. Firmemente dispuesto a no consentir ninguna ocupación extranjera, el gobierno de Madrid ordenó entonces al gobernador de Buenos Aires que buscase a los ingleses en todo el territorio sometido a su jurisdicción. Ni corto ni perezoso, Bucarelli organizó una escuadra para expulsarlos por la fuerza. En enero de 1770 se logró, por fin, localizar a Puerto Egmont. El 10 de junio del mismo año los ingleses fueron obligados a desalojar la isla.
No debe extrañar la falta de información inicial de los españoles sobre la presencia de los ingleses en las Malvinas. En Londres se habían esparcido deliberadamente noticias confusas y contradictorias sobre las expediciones de Byron y de Mc Bride. Las distancias eran, por cierto, enormes; los medios de comunicación, precarios. Existía, por otra parte, el riesgo de que los ingleses se hubiesen instalado no solo en las Malvinas, sino en otros lugares de la Patagonia y del Estrecho de Magallanes. Angelis ha publicado los documentos que demuestran la prolijidad con que España realizó el patrullaje para desalojar al intruso donde fuese encontrado, antes y después de la localización de Puerto Egmont, hasta Tierra del Fuego y el Cabo de Hornos, sin mengua ninguna de su derecho de soberanía; antes bien, en pleno ejercicio del derecho de soberanía. Frente a la noticia, pues, de la ocupación francesa y del viaje de los ingleses, la actitud de España fue clara y categórica. No toleró ni consintió ni la una ni el otro. Mantuvo intactos todos sus derechos de soberanía y dominio y los afirmó con actos exteriores de posesión, públicos y notorios. Hizo retirar a los franceses por la vía diplomática y a los ingleses por la vía de la fuerza.
Las cosas no quedaron allí, sin embargo. El gobierno británico, enterado de la violenta acción española, protestó enérgicamente ante la Corte de Madrid. Menos que el desalojo de Puerto Egmont, que había comenzado a perder importancia estratégica, menos que la discusión sobre el dominio de las Malvinas, que los ingleses consideraban harto dudoso, a Inglaterra le dolía la forma violenta de la acción de España, la ofensa inferida a su pabellón y al honor nacional. La amenaza de la guerra volvió a estar presente. Después de largas tratativas se llegó a un acuerdo entre España y Gran Bretaña para reparar el agravio sufrido. La solución consistió en restituir las cosas al preciso estado en que se encontraban antes del desalojo de Puerto Egmont, o sea antes del acto de violencia cometido por España, sin que ello comportase reconocer el derecho de dominio del gobierno inglés, como quedó bien en claro en la categórica declaración del embajador español, príncipe de Masserano, aceptada sin reservas ni protestas por el duque de Rochford: “La restitución a Su Majestad Británica de la posesión del Puerto y Fuerte llamado Egmont —ni más ni menos dice la Declaración de Masserano— no puede ni debe de modo alguno afectar la cuestión de derecho anterior de soberanía de las islas Malvinas, por otro nombre ‘Falkland’”. (22 de enero de 1771). En esta Declaración de Masserano quedó, pues, debidamente establecido que la restitución de las cosas al statu quo ante se refería sólo a Puerto Egmont y no a las demás islas Malvinas. Se dejó también en claro que la restitución no afectaba para nada la cuestión de derecho anterior de la soberanía de las islas Malvinas, porque, sin la menor duda, tanto para los ingleses en 1771 como para los españoles, la cuestión de derecho sobre la totalidad de las islas era una cosa y la posesión del Puerto y la pretensión británica en ese momento era otra.
La “promesa secreta” y el abandono inglés
Los españoles sostienen que como contrapartida de la restitución de Puerto Egmont al statu quo ante, reparado el honor nacional “británico, el gobierno inglés se comprometió secretamente a desalojar la pequeña isla que Gran Bretaña había ocupado en las islas Malvinas. Los ingleses niegan terminantemente la existencia de la llamada promesa secreta. Parece innecesario entrar en este tema, largamente debatido por lo demás. Porque, sea de ello lo que fuere, el 22 de mayo de 1774, tres años después de la restitución, “los ingleses abandonaron efectivamente la isla Saunders”, llamada en ese entonces, en los documentos oficiales británicos, “Isla de Falkland”, no sé si por confusión con la Gran Malvina o Malvina del Oeste pero, en cualquier caso, siempre en singular. En la discusión de 1770 se aludió constantemente a una sola de las islas Malvinas, nunca al resto del archipiélago. Es cierto que al abandonar el lugar el comandante inglés, teniente Clayton, dejó una placa de plomo en la que declaraba que el Fuerte de Puerto Egmont en la isla Falkland pertenecía al rey Jorge III de Inglaterra, en fe de lo cual dejó flotando y arbolado el pabellón británico; pero sólo en Puerto Egmont, como claramente dijo la placa dejada por Clayton: “Be it Known to all Nations that Falkland’s Ysland with this Fort…” (“Sepan todas las naciones del mundo que la isla de Falkland con este Fuerte…”). El profesor español Gil Munilla ha hecho notar, a este respecto, el error de transcripción o traducción en que han incurrido casi todos los autores que se han referido a la inscripción de la placa. El texto inglés que se conserva en la Biblioteca de Buenos Aires dice por dos veces «Falkland’s Ysland?’, o sea Isla de Falkland, en singular y no en plural, directa alusión a la isla donde estaba instalado Puerto Egmont, como ya se ha dicho, y no a ninguna otra más.
Pero ni siquiera con respecto a Puerto Egmont la reserva del supuesto derecho inglés fue ratificada por los hechos. Un año después del abandono, el capitán español Juan Pablo Callejas encontró la placa, último vestigio del pretendido dominio británico, y la llevó a Buenos Aires. Veinte años después se produjo la primera invasión inglesa al Río de la Plata. El coronel Beresford, que encontró la placa en el archivo de la ciudad, la envió inmediatamente a Londres. Ninguna manifestación ni reserva hizo entonces (1806) el gobierno británico, como no la había hecho desde 1775, fecha en que la placa fue retirada. Hasta la idea de la posesión simbólica había sido olvidada. Sólo en 1829, cincuenta y cuatro años después del abandono de Puerto Egmont, veintitrés después de tener conocimiento fehaciente de que la placa había sido retirada, reapareció la insólita pretensión de Gran Bretaña sobre las islas Malvinas, pero esta vez no sólo sobre Puerto Egmont sino sobre todas las islas del archipiélago. Volveré sobre este punto.
Desaparecida en el año 1775 la ocupación inglesa de la isla Saunders, España, que venía ejerciendo su jurisdicción sobre todas las demás islas sin contradictor alguno, extendió de hecho su dominio sobre el ex establecimiento británico. No fue necesario dilucidar la cuestión de derecho aludida en la reserva del príncipe Masserano porque Gran Bretaña no insistió más en sus pretensiones. Los gobernadores españoles ejercieron el mando sobre todas las islas Malvinas, sucediéndose regular e ininterrumpidamente, hasta que en el año 1811 Gaspar Vigodet, desde Montevideo, dispuso el retiro de las fuerzas españolas que custodiaban el lugar. Se había iniciado ya la lucha por la independencia. Los frentes de batalla eran largos, alejados y dispersos. Por razones claramente comprensibles, las Malvinas estaban fuera de todo objetivo inmediato en la guerra desatada entre España y sus antiguas colonias de América.
La Argentina asume la sucesión de España
El 9 de julio de 1816 se proclamó la independencia argentina, pero la guerra continuó, como es sabido, hasta la batalla de Junín. La independencia sólo fue reconocida por Gran Bretaña en 1825. Varios años antes, empero, el gobierno de Buenos Aires había asumido el ejercicio de su soberanía sobre las islas Malvinas. Don David Jewett, comandante de la fragata Heroína, partió de Buenos Aires en los primeros meses de 1820, provisto de instrucciones especiales para tomar posesión de las islas, ahora pertenecientes a la Nación Argentina, como heredera de España, por virtud del principio uti possidetis, universalmente admitido. Puerto Luis, en la isla Soledad, estaba lleno de navíos de diversas nacionalidades, quince en total. En su presencia, sin oposición de ninguna especie, Jewett cumplió felizmente su cometido. Alguna vez se ha aludido a las precarias condiciones de las fuerzas de Jewett, diezmadas por la fiebre y la muerte. Cuanto más débiles hayan sido sus fuerzas, mayor es el valor moral del acto formalmente cumplido; cuantas más banderas de barcos extranjeros lo hayan presenciado, mayores son sus efectos jurídicos. La nota-notificación de Jewett fue, por lo demás, conocida y publicada en el extranjero, como lo ha señalado con toda oportunidad el profesor Caillet Bois.
Después de la toma de posesión de las islas por el gobierno argentino (noviembre de 1820), hecho notorio que Gran Bretaña no objetó en momento alguno, se dieron los primeros pasos para organizar la empresa de Luis Vernet y Jorge Pacheco, destinada no sólo a ejercer la soberanía política sobre las islas, sino a explotar comercialmente las posibilidades naturales del territorio (1823). Las aventuras y desventuras de Pacheco y de Vernet han sido muchas veces evocadas. Basta señalar, en lo que aquí interesa, que en el año 1823 Pacheco solicitó y obtuvo el nombramiento de don Paglo Areguati como gobernador de las Malvinas. Finalmente, el 10 de junio de 1829, el gobierno delegado de Martín Rodríguez, con la firma de su ministro Salvador María del Carril, dictó el decreto creando la Comandancia Política y Militar de las islas Malvinas, nombramiento que recayó en Vernet. Inmediatamente se produjo la protesta del gobierno británico. El encargado de negocios y cónsul general, Sir Woodbine Parish, se dirigió al gobierno argentino el 19 de noviembre de 1829, reclamando por la creación de la Comandancia Militar y por las concesiones de tierras hechas en favor de Vernet y Pacheco. La nota de Parish reivindicó, además, no sólo el supuesto dominio inglés sobre Puerto Egmont sino sobre todo el archipiélago de las Malvinas.
La agresión británica del 2 de enero de 1833
El profesor Caillet Bois ha dedicado un interesante capitulo al estudio de la llamada gestación del proyecto de ocupación británica, o sea mostrar cómo y por qué Gran Bretaña cambió tan insólitamente de actitud. Si bien en el siglo XVIII vagamente había pensado en ocupar en forma total las islas, nunca había llevado a la práctica ese pensamiento. En realidad, apenas durante ocho años, desde 1766, ocupó la isla Saunders, que abandonó voluntariamente en 1775. Gran Bretaña nunca objetó la ocupación francesa, ni la española, de las demás islas. En la larga discusión de 1770 no pretendió que los españoles renunciasen a su derecho de dominio sobre ellas. Desde 1820 hasta 1829 consintió la ocupación argentina. Pero en 1829 la vieja tierra rocosa de las islas perdidas en el océano, barridas por los vientos, volvió a tener importancia estratégica. «En estos días de desenvolvimiento de Sud América, las islas tienen gran valor para Inglaterra como base naval», escribió Lord Aberdeen a Sir Woodbine Parish cuando le agradeció la idea que había tenido de despojarnos de las Malvinas, porque sin duda Parish, figura tan querida en la Argentina, por otros motivos, desde luego, fue el promotor de la desdichada iniciativa. No sólo con la nota inicial sugiriendo la protesta de 1829. Las fechas son por demás sospechosas. En 1832 Parish regresó a Inglaterra. La violenta e inconsulta actitud norteamericana había preparado el terreno. El 2 de enero de 1833 los ingleses desalojaron por la fuerza a los argentinos de las islas Malvinas.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar
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