«¡Juro a la patria, y a mis compañeros, que si a las tres de la tarde del día inmediato el virrey no hubiese sido derrocado, a fe de caballero, yo le derribaré con mis armas!” Con estas palabras, el 24 de mayo de 1810, Manuel Belgrano, entonces mayor del regimiento de Patricios, mostraba su determinación de no permitir que se burlara la voluntad popular. Tras el Cabildo abierto del 22 de mayo, triunfó el voto a favor de la deposición del virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros, pero en una maniobra contrarrevolucionaria el Cabildo intentó nombrar presidente de la Junta de Gobierno al virrey depuesto.
Belgrano se mantuvo firme e inquebrantable, como lo había hecho antes, en 1806, cuando se negó a jurar fidelidad a las autoridades inglesas que tomaron Buenos Aires por la fuerza y gobernaron durante 46 días, y como lo haría más tarde, cuando desobedeció abiertamente las órdenes de Rivadavia, que lo había conminado a retroceder hasta Córdoba, cediéndole al enemigo todas las provincias del norte. Aquella genial desobediencia concluyó con los triunfos de Tucumán y Salta.
Resulta paradójico que su homenaje principal en las efemérides patrias que recuerdan cada 20 de junio la fecha de su muerte, aquel día del año 1820, lo reduzcan a “creador de la bandera nacional”, un hecho que le valió amargas reprimendas por parte de las autoridades de entonces, que se expresaban por medio de Bernardino Rivadavia, secretario del Triunvirato.
En su nuevo libro Manuel Belgrano. Vida y pensamiento de un revolucionario, Felipe Pigna, rescata estos y otros momentos destacados de la vida de uno de los más lúcidos revolucionarios de nuestro pasado, cuyas decisiones incidieron sobre el devenir de nuestra historia.
Manuel Belgrano. Vida y pensamiento de un revolucionario constituye un estudio integral de la trayectoria y pensamiento de Belgrano y pone en relieve los aspectos más destacados de su vida pública y privada: su familia, sus amores, sus hijos, sus estudios en Europa, su desempeño como secretario del Consulado, sus pasos por el periodismo, su papel durante las históricas jornadas de mayo de 1810, su rol como militar, los conflictos con los poderes de turno, su honestidad y valores a toda prueba, su ideario progresista a favor de la distribución de la tierra, la industria local, la igualdad de género, el medio ambiente y de la educación, y su muerte en la pobreza más absoluta.
Compartimos aquí algunos fragmentos del libro que rescatan sus concepciones en torno a aspectos que Belgrano consideraba clave para el desarrollo de nuestro país, como el fomento de la industria, la educación y el trabajo.
Fuente: Felipe Pigna, Manuel Belgrano. Vida y pensamiento de un revolucionario, Buenos Aires, Editorial Planeta, 2020, págs. 85-87 y 95-100.
El primer proyecto de enseñanza estatal, gratuita y obligatoria
Belgrano venía asombrando y escandalizando, cuando cada año leía –o hacía leer por Castelli– sus memorias, que marchaban en sentido claramente contrario a las ideas de su auditorio, compuesto por el virrey de turno, burócratas coloniales y comerciantes monopolistas.
Ya había ocurrido en 1796 cuando señaló: “Nadie duda de que un Estado que posea con la mayor perfección el verdadero cultivo de su terreno; en el que las artes se hallan en manos de hombres industriosos con principios, y en el que el comercio se haga con frutos y géneros suyos es el verdadero país de la felicidad, pues en él se encontrará la verdadera riqueza, será bien poblado y tendrá los medios de subsistencia y aun otros que le servirán de pura comodidad […]. Qué más digno objeto de la atención del hombre que la felicidad de sus semejantes; que esta se adquiere en un país cuando se atiende a sus circunstancias y se examinan bien los medios de hacerlo prosperar, poniendo en ejecución las ideas más bien especuladas, nadie duda”.1
Dos años después, en 1798, redactó lo que podemos considerar el primer proyecto de enseñanza estatal, gratuita y obligatoria presentado en lo que hoy es la Argentina. En él planteaba que era imposible mejorar las costumbres y «ahuyentar los vicios» sin educación, y proponía que los cabildos creasen y mantuviesen con sus fondos escuelas «en todas las parroquias de sus respectivas jurisdicciones, y muy particularmente en la campaña». Y al hacerlo sostenía que era «de justicia» retribuir de este modo la contribución que, con sus impuestos, hacía la población para el sostenimiento del Estado. Años después, dos meses antes del inicio de la Revolución de Mayo, lo expresaría en estos términos: “¿Cómo se quiere que los hombres tengan amor al trabajo, que las costumbres sean arregladas, que haya copia de ciudadanos honrados, que las virtudes ahuyenten los vicios, y que el Gobierno reciba el fruto de sus cuidados, si no hay enseñanza, y si la ignorancia va pasando de generación en generación con mayores y más grandes aumentos? Hubo un tiempo de desgracia para la humanidad en que se creía que debía mantenerse al Pueblo en la ignorancia, y por consiguiente en la pobreza, para conservarlo en el mayor grado de sujeción; pero esa máxima injuriosa al género humano se proscribió como una producción de la barbarie más cruel, y nuestra sabia legislación jamás, jamás la conoció […]. Pónganse escuelas de primeras letras costeadas de los propios y arbitrios2 de las Ciudades y Villas, en todas las Parroquias de sus respectivas jurisdicciones, y muy particularmente en la Campaña, donde, a la verdad, residen los principales contribuyentes a aquellos ramos y a quienes de justicia se les debe una retribución tan necesaria. Obliguen los Jueces a los Padres a que manden sus hijos a la escuela, por todos los medios que la prudencia es capaz de dictar.3
(…)
El primer defensor de la industria
Entre otras medidas, el secretario del Consulado proponía subvencionar a las artesanías e industrias locales, mediante «un fondo con destino al labrador ya al tiempo de las siembras, como al de la recolección de los frutos». Según señalaba, «la importación de mercancías que impiden el consumo de las del país o que perjudican al progreso de sus manufacturas, lleva tras sí necesariamente la ruina de una nación». A su entender, esta era la única forma de evitar «los grandes monopolios que se ejecutan en esta capital, por aquellos hombres que, desprendidos de todo amor hacia sus semejantes, sólo aspiran a su interés particular, o nada les importa el que la clase más útil al Estado, o como dicen los economistas, la clase productiva de la sociedad, viva en la miseria y desnudez que es consiguiente a estos procedimientos tan repugnantes a la naturaleza, y que la misma religión y las leyes detestan».4
Hasta el momento nadie había descripto mejor a la clase dirigente porteña y su total desinterés por el progreso del país y sus habitantes. El «industrialismo» de Belgrano tiene uno de sus mayores alegatos en la Memoriapresentada al Consulado en 1802. En ella afirmaba: “Todas las naciones cultas se esmeran en que sus materias primas no salgan de sus Estados a manufacturarse y todo su empeño es conseguir no sólo darles nueva forma, sino aun extraer del extranjero productos para ejecutar los mismos y después venderlos. Nadie ignora que la transformación que se da a la materia prima, le da un valor excedente al que tiene aquella en bruto, el cual puede quedar en poder de la Nación que la manufactura y mantener a las infinitas clases del Estado, lo que no se conseguirá si nos contentamos con vender, cambiar o permutar las materias primeras por las manufacturadas”.5
Fue el primero en privilegiar la industria por sobre las actividades tradicionales: “Ni la agricultura ni el comercio serían casi en ningún caso suficientes a establecer la felicidad de un pueblo si no entrase a su socorro la oficiosa industria; porque ni todos los individuos de un país son a propósito para aquellas dos primeras profesiones, ni ellas pueden sólidamente establecerse, ni presentar ventajas conocidas, si este ramo vivificador no entra a dar valor a las rudas producciones de la una, y materia y pábulo a la perenne rotación del otro; cosas ambas que cuando se hallan regularmente combinadas, no dejarán jamás de acarrear la abundancia y la riqueza al pueblo que las desempeñe felizmente”.6
Consciente del marco que le imponía la dependencia colonial, escribió: “Constituyéndonos labradores y que la Península sea la industriosa; pero no por esto se crea que debemos abandonar aquellas artes y fábricas que se hallan ya establecidas en los países que están bajo nuestro conocimiento, antes bien es forzoso dispensarles toda la protección posible, y que igualmente se las auxilie en todo y se les proporcione cuantos adelantamientos puedan tener, para animarlas y ponerlas en estado más floreciente”.7
Creía imprescindible convertir nuestras materias primas en productos elaborados y veía en ello un medio para sacar a la gente de la miseria.
Belgrano dejaba un hermoso mensaje, como una botella al mar, para que alguien lo recibiera e hiciera algo con él: “No vivamos en la persuasión de que jamás será esto otra cosa, y de que la abundancia es castigo que el Todopoderoso ha dado a este país, así como a otros la escasez, pues el hombre por su naturaleza aspira a lo mejor”.8
Contra la concentración de la propiedad en pocas manos
Hay escritos de Belgrano que llaman la atención por su profunda sensibilidad social. Mientras Schiller publicaba Sobre la educación estética de la humanidad, Manuel leía su Memoria consular de 1795 en la que señalaba: “He visto con dolor, sin salir de esta capital, una infinidad de hombres ociosos en quienes no se ve otra cosa que la miseria y desnudez; una infinidad de familias que sólo deben su subsistencia a la feracidad del país, que está por todas partes denotando la riqueza que encierra, esto es, la abundancia; y apenas se encuentra alguna familia que esté destinada a un oficio útil, que ejerza un arte o que se emplee de modo que tenga alguna más comodidad en su vida. Esos miserables ranchos donde ve uno la multitud de criaturas que llegan a la edad de pubertad sin haber ejercido otra cosa que la ociosidad, deben ser atendidos hasta el último punto”.
Lo notable en Belgrano es su capacidad para acompañar cada crítica con una propuesta superadora. Insistía en que uno de los principales medios para mejorar las condiciones de vida de los sectores más postergados era crear escuelas gratuitas, «adonde pudiesen los infelices mandar a sus hijos sin tener que pagar cosa alguna por la instrucción», política que debía incluir «escuelas gratuitas para las niñas».
Si en esa primera Memoria el enfoque sobre la condición de «esas infelices gentes» tenía los matices del racionalismo iluminista, combinados con los de la caridad cristiana, en los años siguientes adquiriría un tono más realista y crítico. Así, para 1810, al analizar las causas de la «pobreza de los labradores» rioplatenses (un tema recurrente en la época) y los bajos rendimientos de sus cosechas, iba al fondo de la cuestión. Tras recorrer cada uno de los argumentos que se daban para esa pobreza –el modo de cultivo y de cosecha, la falta de créditos, las trabas y obstáculos de los malos caminos, las «extorsiones que les causan […] los autores del poder», entre otras–, señalaba que «no obstante, todavía no juzgamos que ésta sea la causa de su pobreza, porque […] la retribución de la tierra es grande, y no sólo pudiera sacar sus capitales empleados, sino también los productos netos». El verdadero problema, para él, estaba en la propiedad de la tierra: “Es muy sabido que no ha habido quien piense en la felicidad del género humano, que no haya traído a consideración la importancia de que todo hombre sea un propietario, para que se valga a sí mismo y a la sociedad, por eso se ha declamado tan altamente a fin de que las propiedades no recaigan en pocas manos, y para evitar que sea infinito el número de propietarios: ésta ha sido materia de las meditaciones de los sabios economistas en todas las naciones ilustradas, y a cuyas reflexiones han atendido los gobiernos, conociendo que es uno de los fundamentos principales, sino el primero de la felicidad de los Estados”.9
Combatiendo la desigualdad
El 1º de setiembre de 1813, la Gacetapublicó un artículo que Belgrano había escrito unos años antes y que no pudo pasar la censura del período colonial.10 Es un documento de un valor extraordinario donde aparece expresada una conciencia política de marcada influencia rousseauniana. Allí señalaba: “La indigencia en medio de las sociedades políticas deriva de las leyes de propiedad; leyes inherentes al orden público, leyes que fueron el origen de esas mismas sociedades, y que son hoy la causa fecunda del trabajo, y de los progresos de la industria. Pero de esas leyes resulta, que en medio del aumento y decadencia sucesiva de todas las propiedades, y de las variaciones continuas de fortuna, que han sido un efecto necesario de aquellas vicisitudes, se han elevado entre los hombres dos clases muy distintas; la una, dispone de los frutos de la tierra; la otra, es llamada solamente a ayudar por su trabajo la reproducción anual de estos frutos y riquezas, o a desplegar su industria para ofrecer a sus propietarios comodidades, y objetos de lujo en cambio de lo que les sobra. Estos contratos universales, estas transacciones de todos los instantes, componen el movimiento social, y las leyes de la justicia no lo dejan degenerar en enemistades, en guerra, y confusión. Una de las consecuencias inevitables de estas relaciones entre los diversos habitantes de la tierra es, que en medio de la circulación general de los trabajos, y las producciones de los bienes, y de los placeres, existe una lucha continua entre diversos contratantes: pero como ellos no son de una fuerza igual, los unos se someten invariablemente a las Leyes impuestas por los otros. Los socorros que la clase de Propietarios saca del trabajo de los hombres sin propiedad, le parecen tan necesarios como el suelo mismo que poseen; pero favorecida por su concurrencia, y por la urgencia de sus necesidades, viene a hacerse el árbitro del precio de sus salarios, y mientras que esta recompensa, es proporcionada a las necesidades diarias de una vida frugal, ninguna insurrección combinada viene a turbar el ejercicio de una semejante autoridad. El imperio pues de la propiedad es el que reduce a la mayor parte de los hombres a lo más estrechamente necesario. Esta ley de dependencia existe de una manera casi igual bajo los diversos géneros de autoridades políticas; y en todas partes el salario de las obras, que no exigen educación, está siempre sometido a unas mismas proporciones. El pequeño número de variaciones a que está sujeta esta regla, viene a ser una confirmación de ella; porque se derivan esencialmente del valor comercial de las subsistencias, o de la escala de las necesidades absolutas; graduación introducida por la diversidad de los climas, o de las habitudes”.11
Pensaba que debían fomentarse las vocaciones y darle a la gente la posibilidad de elegir su ocupación, para lo cual insistía en incrementar los establecimientos educativos: “Aparte de ser una abominable tiranía el querer sujetar el talento de los hombres a la marcha tarda y perezosa que prescribirían unos reglamentos uniformes, siendo por otra parte tan diversas las circunstancias, ¿no es el colmo de la preocupación y de la costumbre envejecida el prescribir reglas, dictar fórmulas, establecer preceptos sobre la conveniencia universal, sobre el interés siempre activo y vivo del hombre de trabajar para su propio sustento y conservación? Pero en mí no puede la autoridad sino el raciocinio. ¿Se oponen semejantes reglamentos a la libertad del hombre en elegir el género de ocupación que sea más conforme a sus designios? ¿Se ataca directamente en él a la primera y más principal obligación de trabajar que le impuso el autor de la Naturaleza? Se contrarían sus benéficas miras en cohibir y estrechar la industria y el talento de los hombres por medio de unas trabas que le sofocan y adormecen. Sí, señores: todo esto sucede, naturalmente, cuando por el deseo de lo que se llama orden se pisa y atropella la primera y más sagrada obligación que se conoce: la de trabajar”.12
Referencias:
1 En Manuel Belgrano, Escritos económicos, Hyspamérica, Buenos Aires, 1988, pág. 7 y 8.
2 Se refiere a los ingresos con que contaban los cabildos; los propios eran los recursos corrientes, producto de la renta de bienes que pertenecían al ayuntamiento (por ejemplo, alquiler de edificios o concesiones respecto de bienes o servicios públicos); los arbitrios, en principio, eran recursos extraordinarios, mediante contribuciones, multas y derechos que, se suponía, eran de aplicación transitoria ante una emergencia o afectada a un fin especial (por ejemplo, las derramas o prorrateos entre los vecinos del costo de determinadas obras), aunque muchos, en la práctica, se convirtieron en permanentes.
3 En Correo de Comercio, números 3 y 4, tomo I, sábado 17 de marzo de 1810 y sábado 24 de marzo de 1810.
4 «Medios generales de fomentar la agricultura, animar la industria y proteger el comercio en un país agricultor», cit
5 «Sobre el establecimiento de fábricas de curtiembre en el Virreinato», Memoria de 1802.
6 «Industria», en Correo de Comercio, 17 de marzo de 1810.
7 «Medios generales de fomentar la agricultura, animar la industria y proteger el comercio en un país agricultor», cit.
8 «Traducción de los Principios de la ciencia económico-política», Memoria consular de 1796.
9 «Agricultura», en Correo de Comercio, 23 de junio de 1810.
10 José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, estados: orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), Biblioteca del Pensamiento Argentino, tomo I, Buenos Aires, Ariel Historia, 1997.
11 «Reflexiones sobre la causa de la desigualdad de las fortunas, y sobre la importancia de las ideas religiosas para mantener el orden público», Gaceta de Buenos Aires, tomo III, Nº 70, 1º de septiembre de 1813.
12 Carlos Smith, La personalidad moral de Belgrano. Enseñanzas que nos ha legado, Círculo Militar, Buenos Aires, 1928, pág. 57-58.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar