Maquiavelo, por Jean-Yves Boriaud


“Los hombres son tan simples; están tan sometidos a las necesidades del momento, que quien engaña encontrará siempre a alguien que se deje engañar.”
Nicolás Maquiavelo

Nicolás Maquiavelo nació en Florencia el 3 de mayo de 1469. Fue uno de los teóricos políticos más destacados del Renacimiento. Es considerado el padre de la Ciencia Política moderna. Su juventud coincidió con el apogeo de su Florencia natal, bajo el gobierno de Lorenzo de Médici, gran patrón de las artes, que apoyó a artistas como Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci y Sandro Botticelli.

Lorenzo de Médici murió en 1492. Lo sucedió su hijo Pedro II, cuyo gobierno colapsó en 1494 cuando el rey Carlos VII de Francia cruzó los Alpes con un ejército para tomar el reino de Nápoles, y Piero claudicó ante todas sus exigencias. Tras la caída en desgracia la familia Médici, que debió marchar al exilio, se restauró en Florencia el gobierno republicano y Maquiavelo comenzó su actividad diplomática. Entre 1494 y 1512 estuvo a cargo de importantes misiones en Francia, Alemania, Venecia, Milán y Roma, en las que entabló relaciones con los más encumbrados gobernantes de entonces, como Catalina Sforza, César Borgia, Luis XII, el emperador Maximiliano I, y Ludovico el Moro.

Tras la caída de la república en Florencia y el regreso de los Médici al poder en 1512, Maquiavelo fue encarcelado y torturado, y debió exiliarse en San Casciano, cerca de Florencia, donde se volcó a la literatura. Su actividad diplomática previa fue clave para la formación de su pensamiento político. De aquel período de exilio y sufrimiento surgieron sus obras más destacadas: El príncipeDiscursos de la primera década de Tito LivioDiscursos sobre el Arte de la Guerra y La mandrágora son algunas de ellas.
El príncipe, escrito en 1513 e inspirado en parte en César Borgia, es considerado un tratado de doctrina política.

Maquiavelo murió en el olvido el 21 de junio 1527, ignorado por sus contemporáneos. Sus obras, prohibidas por la Iglesia, recién alcanzaron reconocimiento más de dos siglos después.

En su libro Nicolás Maquiavelo, Jean-Yves Boriaud, especialista en el Renacimiento y en la figura de Maquiavelo, recorre la vida del célebre estadista, su familia, su trayectoria diplomática, su relación con César Borgia, el regreso de los Médici y sus grandes obras. Reproducimos aquí un fragmento sobre el contexto de aquella Florencia dividida en la que vivió Maquiavelo, amenazada por las grandes potencias de Europa y sobre la historia de la influyente familia Médici, entre cuyos miembros se destacaron tres papas, dos reinas de Francia y varios dirigentes florentinos.

Fuente: Jean-Yves Boriaud, Nicolás Maquiavelo, Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 2016, pág. 41-47.

Una historia tormentosa 
La Florencia de Maquiavelo era lo que se llamaba una comuna, un Estado libre que, una vez liberado de la tutela imperial (en los años 1100), fue gobernado por “cónsules” nobles, seguramente reclutados por cooptación. En la época de Maquiavelo, era oficialmente una “República”, pero no una democracia, ya que de sus 100.000 habitantes (¿o tal vez solo 70.000?, ¿o incluso 50.000?), apenas 3000 estaban involucrados en la vida política. Esa vida política estaba dividida desde hacía mucho tiempo, como en la mayoría de las ciudades de Italia del Norte: dos partidos enemigos, los güelfos y los gibelinos, unos, partidarios del Papa, los otros, del emperador germánico. Esos dos partidos se habían constituido en 1125, en el momento de la muerte, sin herederos, del emperador alemán Enrique V. Cuando debieron tratar su sucesión, se formaron dos bandos en la Italia medieval aún bajo el dominio germánico: el de los partidarios del candidato (Conrad) de los Hohenstaufen de Suabia, castellanos de Weiblingen, y el clan de los bávaros de Welf. Apoyados por el Papa, esos “güelfos” querían, para sus ciudades, una forma de autonomía frente al emperador, alrededor de un Papa elegido solo por los cardenales, sin control imperial, que se convertía en el garante de los privilegios particulares de la aristocracia italiana. Frente a ellos, los clanes “gibelinos” eran favorables a la lealtad a la figura del emperador, que supuestamente garantizaba sus ventajas ancestrales.

No imaginemos una contienda electoral pacífica entre esos partidos, al estilo de las que rigen, en principio, el funcionamiento de nuestras democracias modernas. En las grandes ciudades de Italia, como Génova o Florencia, se trataba de un enfrentamiento mortal, con riñas y luchas callejeras: por otra parte, no se hablaba de “partidos” sino de brigate que, una vez en el poder, no dudaban en deportar, o algo peor, a los líderes de la facción opuesta. Los que estaban en el gobierno no les perdonaban nada a los de “enfrente”, que incluso eran despojados a menudo de sus bienes. Tampoco debemos imaginar dos partidos con programas y propuestas políticas. Todos hablaban de justicia y de libertad, pero eran simplemente facciones, con jefes, seguidores y matones. Todos querían conseguir cargos, uffici, con los privilegios y las prebendas que implicaban.

Las fronteras entre esos clanes eran variables, y cuando uno de ellos tomaba el poder, no tardaba en fisurarse. En Florencia, a fines del siglo XIII, los güelfos se escindieron en dos facciones: los “blancos”, cercanos al popolo, y los “negros”, a la aristocracia local.

La República de Florencia no era un régimen apacible: en los siglos XIII y XIV, la arquitectura de la ciudad reflejaba la aspereza de las luchas políticas que la agitaban. En general, se presentaba bajo la forma de una yuxtaposición de fortalezas erizadas de torres y separadas por estrechas callejuelas y piazzette. Y durante la mayor parte del tiempo, esas nobles fortalezas estaban en guerra unas contra otras. Una guerra terrible, sin merced. Cada fortaleza tomada era sistemáticamente destruida, y sus habitantes eran violados, masacrados o deportados. No debía quedar piedra sobre piedra de la ciudadela enemiga, y se consideraba maldito su emplazamiento. En la ciudad, había grandes espacios vacíos, los guasti, terrenos baldíos, de los que la comuna se apropiaba al cabo de cierto tiempo para construir allí, varios siglos antes que en ciudades como París, edificios municipales: muchos de ellos subsisten en la actualidad.

Por esas luchas permanentes, Florencia había estado varias veces al borde del aniquilamiento. Como lo relata el propio Maquiavelo en su Historia de Florencia, en 1257, los gibelinos vencedores, apoyados por las tropas imperiales, simplemente quisieron destruirla en su totalidad. Afortunadamente, uno de ellos, Farinata degli Uberti, se opuso: dijo que, en todo caso, él hubiera hecho la guerra para poder “habitar en su patria”, y no para convertirla en un desierto. Lo escucharon y se “limitaron” a destruir 103 palacios güelfos, 85 torres y 580 casas. En la mitad de los barrios, solo quedaron en pie las iglesias y los edificios de la comuna. Los castillos y las aldeas de los alrededores que se consideraban güelfos sufrieron el mismo destino…

Fue necesario reconstruir, y las murallas florentinas comenzadas en 1284 debían abrir, en principio, un espacio nuevo para el urbanismo nobiliario. Pero la guerra seguía marcando el imaginario y las principales familias se resistían a alejarse del centro y de sus fortalezas ancestrales, cuya inserción en un verdadero laberinto de callejuelas de difícil acceso constituía una garantía contra incursiones externas: dejar esas incómodas construcciones significaba abandonar también a todos sus adictos, porque los “palacios” no solo estaban ocupados por las familias aristocrá­ticas propiamente dichas, sino también por muchas otras, “populares”, que alquilaban en ellos apartamentos y tiendas. En esos espacios despejados se establecieron entonces algunas familias de menor nivel, como la de los Médicis, que se instalaron, durante el siglo XIII, con parientes y aliados, en el barrio de la iglesia San Lorenzo, ya que la familia rural solo entraba de día al barrio de los grandes bancos, alquilando algunos “bancos” desmontables cerca del Ponte Vecchio para contar el dinero que les prestaba allí a los particulares.

El sistema Médicis 
Al principio, los Médicis eran usureros, pero usureros muy inteligentes, que habían sabido invertir su dinero en el comercio más lucrativo de la época: el de la lana. La banca y el comercio hicieron la fortuna de esta familia, una riqueza difícil de calcular con exactitud: se sabe que, en el siglo XIV, poseían dos tiendas de lana en la ciudad misma, y que sus tejedores residían en su “feudo”, Mugello, bella región del nordeste de Florencia, donde abundaban, y pueden verse aún hoy, los Castelli Medicei. Muy pronto la familia adquirió importancia en la Florencia política, ya que aparece en esa época en varias de las circunstancias dramáticas que atravesó la vida política de la ciudad: en 1343, figuró en el complot que depuso y expulsó a Gutierre VI de Brienne, el famoso duque de Atenas, tirano de Florencia durante un año, y, sobre todo, en la innoble masacre de sus partidarios, que describió Maquiavelo al relatar la ejecución de Guglielmo d’Ascesi y su hijo: “Guglielmo y su hijo, que aún no tenía dieciocho años, fueron exhibidos en medio de miles de enemigos. La edad de ese joven, su belleza y su inocencia, no pudieron salvarlo de los furores de la multitud. Los que no pudieron golpear al padre y al hijo vivos, los golpearon muertos, y no se limitaron a hacerlo con sus armas, sino que los desgarraron con las manos y los dientes”.

Para Maquiavelo, el duque de Atenas tenía todas las características de un tirano: “Ese duque fue, como lo demuestra su gobierno, avaro y cruel, de trato difícil y lleno de arrogancia. Prefería ser temido antes que amado, les pedía a los demás servidumbre, y no afecto. Era tan odioso por su aspecto como por sus modales, porque era bajo, moreno, tenía la barba larga y extraña, de modo que inspiraba repugnancia en todo sentido. En una palabra, su conducta le hizo perder en diez meses una soberanía que solo los pérfidos consejos de ciertos hombres le habían otorgado”.

También estuvieron en la famosa conjura de los ciompi: en 1378, Salvestro de Médicis, confaloniero de justicia, encabezó esa revuelta de los ciompi, pequeños artesanos acomodados: tintoreros, fabricantes de peines o tejedores, todos pertenecientes al popolominuto que se veía marginado de las esferas de decisión. Ese “tumulto” sangriento fue inmediatamente reprimido, pero Salvestro escapó a la represión. Esa revuelta marcó fuertemente a los florentinos, que debieron incorporar a sus mentalidades políticas la idea de que su ciudad podía ser destrozada por “discordias civiles”, como diría más tarde Maquiavelo en sus Historias, superando la lucha “normal” entre las facciones tradicionales. Una rama de la familia persistió en la vía insurreccional: en 1402, Antonio de Médicis, probado conspirador, fue ejecutado, y los Médicis perdieron así el favor de los nobles. Pero aprendieron la lección: prevalecieron los “prudentes” de la familia y, a partir de ese momento, los Médicis actuarían con más circunspección en la conquista del poder.

El verdadero fundador de la prosperidad de los Médicis fue uno de esos “prudentes”: Juan de Médicis, apodado “di Bicci” (1360-1429): él fundó, en 1397, el banco que prosperaría gracias a los préstamos otorgados a reyes y papas, al tiempo que abría, para sus actividades comerciales centradas en la exportación de “paños” (lana y seda), dos filiales en Italia (Venecia y Roma), que, en el apogeo de la expansión de la actividad, sumarían otras siete (Nápoles, Milán, Pisa, Aviñón, Lyon, Brujas y Londres). Poco a poco, esas filiales superarían en importancia a la casa matriz y, al final de la vida de Juan di Bicci, el 90% de los ingresos familiares provenían del banco y solo el 10% del comercio. Fue una consagración: en 1421, fue nombrado confaloniero de Florencia y esto lo convirtió en el personaje más importante de la República…

Su hijo, Cosme de Médicis, continuó su política prudente y el ascenso de la familia hacia el poder. Su actitud no le agradó a todo el mundo, y este humanista, francófono, germanófono, latinista y helenista, además de experto en prácticas comerciales, ya que su padre le había confiado la dirección de uno de sus talleres de lana, fue arrestado en 1433. Lo envió a prisión el jefe de la oligarquía que estaba en ese momento en el poder en Florencia, Rinaldo degli Albizzi, y al ser conmutada su pena por un exilio de diez años, logró dirigir sus negocios desde Venecia: desde allí asfixió la economía de Florencia al reclamar que esta reembolsara de inmediato todos los préstamos de su banco. Regresó triunfalmente a Florencia en 1434, desterró –justa devolución– a su rival e inmediatamente fue promovido, como su padre, a confaloniero de Florencia. Este erudito comprendió rápidamente el interés que podía tener, para su notoriedad personal, rodearse de intelectuales de primer nivel y reunir y orientar sus actividades. Para eso, nada mejor que una academia. Por eso creó, en 1459, su Academia Platónica: la dirigió el maestro indiscutido de (neo) platonismo, Marsilio Ficino, rodeado por Pico della Mirandola, Ángelo Poliziano y… Lorenzo, el propio hijo de Cosme, que pronto sería conocido con el nombre de “el Magnífico”. En sus Historias, Maquiavelo elogia a ese “príncipe”: “De todos los hombres famosos que no fueron capitanes, fue el más ilustre y el más renombrado que haya existido jamás, no solo en Florencia, sino también en todas las demás Repúblicas. Superó a sus contemporáneos, no solamente por su poder y sus riquezas, sino también por su prudencia, su generosidad y su magnificencia, cualidades que rivalizaban con sus demás virtudes para convertirlo en cierto modo en el príncipe de su patria”.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar