Mariano Mores nació en Buenos Aires el 18 de febrero de 1922. Pianista, compositor y director de orquesta, integró la orquesta de Francisco Canaro. Compartimos aquí una breve biografía.
Fuente: Música y letra, agosto-septiembre de 1988.
Su abuelo, en España, supo dirigir una banda. Su padre era un melómano que se afincó aquí y se convirtió en habitué del Teatro Colón, pero además, cultivó una verdadera pasión por el tango, que bailaba con cortes. Él, que nació como Mariano Martínez, se aproximó por primera vez a un piano cuando tenía siete años, en Tres Arroyos. La familia después se mudó a Buenos Aires y recaló en Flores; el padre, que con la madre formaba una formidable pareja tanguera, se entusiasmó con la precocidad del chico y lo anotó en un conservatorio. Un profesor envarado lo hizo desistir, pronosticando que al alumno la música no le interesaba. El chico se quedó con la espina. En el almacén donde se proveían descubrió a una profesora, hermana del dueño, y sin que sus padres se enteraran, se sumó a la corte de sus discípulos. Cuando la familia volvió a trashumar, esta vez hacia Lanús, confesó el secreto, y el padre se avino a inscribirlo otra vez en un conservatorio. Fue tanto el entusiasmo que en un año, cuando tenía diez, se llevó bajo el brazo el diploma de solfeo, teoría y armonía. Después su padre desandó el camino y en 1933 tuvo que regresar a España por razones profesionales. Allí consiguió una beca para Mariano, que se perfeccionó en Salamanca. De visita en Barcelona, los dos caminaban por la rambla cuando desde una vitrola brotó Melodía de arrabal. El chico nunca iba a olvidar que a su padre se le llenaron los ojos de lágrimas, acaso porque intuía que ya nunca iba a volver. Poco después moría, y como primogénito, a Mariano se le segó la precocidad: quedó a cargo de su madre y siete hermanos.
Su abuelo, en España, supo dirigir una banda. Su padre era un melómano que se afincó aquí y se convirtió en habitué del Teatro Colón, pero además, cultivó una verdadera pasión por el tango, que bailaba con cortes. Él, que nació como Mariano Martínez, se aproximó por primera vez a un piano cuando tenía siete años, en Tres Arroyos. La familia después se mudó a Buenos Aires y recaló en Flores; el padre, que con la madre formaba una formidable pareja tanguera, se entusiasmó con la precocidad del chico y lo anotó en un conservatorio. Un profesor envarado lo hizo desistir, pronosticando que al alumno la música no le interesaba. El chico se quedó con la espina. En el almacén donde se proveían descubrió a una profesora, hermana del dueño, y sin que sus padres se enteraran, se sumó a la corte de sus discípulos. Cuando la familia volvió a trashumar, esta vez hacia Lanús, confesó el secreto, y el padre se avino a inscribirlo otra vez en un conservatorio. Fue tanto el entusiasmo que en un año, cuando tenía diez, se llevó bajo el brazo el diploma de solfeo, teoría y armonía. Después su padre desandó el camino y en 1933 tuvo que regresar a España por razones profesionales. Allí consiguió una beca para Mariano, que se perfeccionó en Salamanca. De visita en Barcelona, los dos caminaban por la rambla cuando desde una vitrola brotó Melodía de arrabal. El chico nunca iba a olvidar que a su padre se le llenaron los ojos de lágrimas, acaso porque intuía que ya nunca iba a volver. Poco después moría, y como primogénito, a Mariano se le segó la precocidad: quedó a cargo de su madre y siete hermanos.
La Guerra Civil los empujó a regresar. Aquí, cuando todavía no tenía catorce, el chico empezó a animar veladas fantasmagóricas en el bar Vicente, y más de una vez fue a parar a la comisaría por el edicto que veda el trabajo a los menores en lugares nocturnos, hasta que un rufián piadoso le adulteró el documento y se le acabaron los contratiempos. No mucho después, Luis Rubinstein puso sus ojos en él y lo conchabó en su academia como maestro de interpretación, con un sueldo suculento para la época: 210 pesos mensuales. Rubinstein, uno de los letristas más prestigiosos de entonces, iba a ponerle versos a su primera composición, Gitana, cuyo registro, grabado por Alberto Gómez, menta en la etiqueta, como autor de la música, a Mariano Martínez. Una tarde llegaron a la academia, custodiadas por su madre, en un automóvil con chofer, las hermanas Mirna y Margot Mores. Mariano se prendió de la primera, que no le pasaba bola; quién sabe por qué la que se alborotaba por él era la otra. Su táctica de aproximación directa fue sugerirle a la madre clases particulares. Fue una victoria a lo Pirro: Rubinstein, convencido que le birlaba los alumnos, lo echó. Entonces, sacó otro conejo de la galera: alumbró el Trío Mores (Mariano, Mirna, que cantaba, y Margot), que pronto debutó en radio. En seguida le llegó a Mariano la convocatoria de Francisco Canaro para que alternara como pianista de su orquesta con Lucio Demare. La relación, que supo ser tormentosa, empezó en 1937 y se interrumpió en los carnavales de 1948, cuando Mariano, que por entonces estaba habilitado en los ingresos de Pirincho por mitades, decidió cortarse solo.
Pero antes habían pasado otras cosas. Su primer éxito arrasador como compositor, en 1940, con Cuartito azul, un aguafuerte magistral de las penurias de su propia adolescencia que Ignacio Corsini grabó casi de inmediato. La demolición de las defensas de Mirna, con quien iba a casarse poco después. La amistad con Aníbal Troilo y las madrugadas interminables en La Cartuja (Diagonal Norte entre Libertad y Cerrito), donde la dueña, una española inquietante que había hecho repicar más de un tablao, era para Pichuco una suerte de atracción fatal. En el Marabú, Maipú casi Corrientes, un cabaret donde hasta que lo cerraron, hace veinte años, las últimas copetineras amparadas por la ley del despido tejían su vejez ocultas detrás de las columnas, Mariano conoció a Enrique Santos Discépolo, una noche en que Carlos Di Sarli no se animó a acompañar a Tania y él sí. La madrugada se hizo de día en la casa de Discépolo. Mariano le tocó un tema suyo, y así nació Uno. Corría 1943. En esa década, Mores compuso En esta tarde gris, Cada vez que me recuerdes, Cristal, Déjame, Adiós Pampa mía (que le estrenó a Troilo en La Cartuja), Sin Palabras, Patio de La Morocha, Cafetín de Buenos Aires, Tanguera, Taquito militar, Grisel. Sus poetas fueron Discépolo, Cátulo Castillo, José María Contursi, Ivo Pelay. Con todos empleó el mismo sistema: primero componía la música, luego llegaba la letra. La única excepción fueron dos tangos de sus comienzos, A quién le puede importar y Copas, amigos y besos, que con versos de Enrique Cadícamo fueron paridos a la inversa.
Cuando se separó de Canaro, una suerte de padre espiritual para él, la insidia ajena iba a determinar que en realidad floreciera entre ambos un abismo que tardó años en cerrarse. En ese momento Mores formó su propia orquesta, donde en distintos períodos tuvo como vocalistas a Hugo del Carril, Tania, Carlos Acuña, Aldo Campoamor, Enrique Lucero (su hermano), Virginia Luque, Osvaldo Ribó, Nelly Vásquez, Enrique Dumas, Néstor Fabián y Hugo Marcel, además de Nito, su hijo, que murió en 1983. También su hija, Silvia, incursionó como cantante. En 1948, acaso en el pico de su ciclo creativo, fue actor, autor y productor de una comedia musical de gran porte, El otro yo de Marcela, de Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari, con un elenco en el que se agolpaban Delia Garcés, Juan Carlos Thorry, Blackie y Benita Puértolas, a quienes se sumaba el ballet de Ángel Elata. Después produjo Bésame Petronila, también con Garcés y dirección de Alberto de Zavalía, y hasta incursionó como galán cinematográfico, por caso en La voz de mi ciudad, de Ulises Petit de Murat, Fernando Ayala y Tulio Demichelli. Pichuco seguía prefiriendo los tangos de Mores –quien a su vez lo idolatraba, algo que Canaro nunca pudo digerir– lo mismo que sus grandes cantores, como Francisco Fiorentino, Alberto Marino, Roberto Goyeneche y Edmundo Rivero, que antes de debutar profesionalmente integró con su hermana el coro de aquel lejano Trío Mores. En la década del cincuenta, Mores compuso, entre los temas más memorables de esa etapa suya, La calesita y Por qué lo quise tanto; más acá, en 1964, surgía su último gran éxito, Frente al mar, pero su producción no se detuvo. Su estilo evolucionó hacia lo que él llama orquesta lírico popular, con nuevos timbres que le permitieron un tratamiento melódico y armónico más pleno, también más ampuloso por momentos. Su objetivo era internacionalizar su producción y lo logró. Llevó sus espectáculos a Europa y los Estados Unidos. La Organización de Estados Americanos, en 1987, le otorgó su premio Músicos Eruditos, que antes había recaído en Alberto Ginastera, y últimamente fue suceso en los Estados Unidos con su espectáculo O.K. Mr. Tango, que consolidó el boom del Tango Argentino. Peroniano pero no peronista, según su propia definición, Mores –que en 1983 votó por Alfonsín– es un pianista arrebatado y eximio, además de un compositor excelso. Un crítico, en Italia, escribió que el bandoneón de Piazzolla, obsesivo, amargo, hace temblar, mientras que en las antípodas, el tango de Mores, aunque le haya puesto sordina a la nostalgia, hace bailar. Puede que sea cierto. Pero falta algo: acaso porque el que toca nunca baila, además, su música, la que le sale de las entrañas, emociona. Y la emoción, ya se sabe es inmortal.
La Guerra Civil los empujó a regresar. Aquí, cuando todavía no tenía catorce, el chico empezó a animar veladas fantasmagóricas en el bar Vicente, y más de una vez fue a parar a la comisaría por el edicto que veda el trabajo a los menores en lugares nocturnos, hasta que un rufián piadoso le adulteró el documento y se le acabaron los contratiempos. No muchos después, Luis Rubinstein puso sus ojos en él y lo conchabó en su academia como maestro de interpretación, con un sueldo suculento para la época: 210 pesos mensuales. Rubinstein, uno de los letristas más prestigiosos de entonces, iba a ponerle versos a su primera composición, Gitana, cuyo registro, grabado por Alberto Gómez, menta en la etiqueta, como autor de la música, a Mariano Martínez. Una tarde llegaron a la academia, custodiadas por su madre, en un automóvil con chofer, las hermanas Mirna y Margot Mores. Mariano se prendió de la primera, que no le pasaba bola; quién sabe por qué la que se alborotaba por él era la otra. Su táctica de aproximación directa fue sugerirle a la madre clases particulares. Fue una victoria a lo Pirro: Rubinstein, convencido que le birlaba los alumnos, lo echó. Entonces, sacó otro conejo de la galera: alumbró el Trío Mores (Mariano, Mirna, que cantaba, y Margot), que pronto debutó en radio. En seguida le llegó a Mariano la convocatoria de Francisco Canaro para que alternara como pianista de su orquesta con Lucio Demare. La relación, que supo ser tormentosa, empezó en 1937 y se interrumpió en los carnavales de 1948, cuando Mariano, que por entonces estaba habilitado en los ingresos de Pirincho por mitades, decidió cortarse solo.
Pero antes había pasado otras cosas. Su primer éxito arrasador como compositor, en 1940, con Cuartito azul, un aguafuerte magistral de las penurias de su propia adolescencia que Ignacio Corsini grabó casi de inmediato. La demolición de las defensas de Mirna, con quien iba a casarse poco después. La amistad con Aníbal Troilo y las madrugadas interminables en La Cartuja (Diagonal Norte entre Libertad y Cerrito), donde la dueña, una española inquietante que había hecho repicar más de un tablao, era para Pichuco una suerte de atracción fatal. En el Marabú, Maipú casi Corrientes, un cabaret donde hasta que lo cerraron, hace veinte años, las últimas copetineras amparadas por la ley del despido tejían su vejez ocultas detrás de las columnas, Mariano conoció a Enrique Santos Discépolo, una noche en que Carlos Di Sarli no se animó a acompañar a Tania y él sí. La madrugada se hizo de día en la casa de Discépolo. Mariano le tocó un tema suyo, y así nació Uno. Corría 1943. En esa década, Mores compuso En esta tarde gris, Cada vez que me recuerdes, Cristal, Déjame, Adiós Pampa mía (que le estrenó a Troilo en La Cartuja), Sin Palabras, Patio de La Morocha, Cafetín de Buenos Aires, Tanguera, Taquito militar, Grisel. Sus poetas fueron Discépolo, Cátulo Castillo, José María Contursi, Ivo Pelay. Con todos empleó el mismo sistema: primero componía la música, luego llegaba la letra. La única excepción fueron dos tangos de sus comienzos, A quién le puede importar y Copas, amigos y besos, que con versos de Enrique Cadícamo fueron paridos a la inversa.
Cuando se separó de Canaro, una suerte de padre espiritual para él, la insidia ajena iba a determinar que en realidad floreciera entre ambos un abismo que tardó años en cerrarse. En ese momento Mores formó su propia orquesta, donde en distintos períodos tuvo como vocalistas a Hugo del Carril, Tania, Carlos Acuña, Aldo Campoamor, Enrique Lucero (su hermano), Virginia Luque, Osvaldo Ribó, Nelly Vásquez, Enrique Dumas, Néstor Fabián y Hugo Marcel, además de Nito, su hijo, que murió en 1983. También su hija, Silvia, incursionó como cantante. En 1948, acaso en el pico de su ciclo creativo, fue actor, autor y productor de una comedia musical de gran porte, El otro yo de Marcela, de Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari, con un elenco en el que se agolpaban Delia Garcés, Juan Carlos Thorry, Blackie y Benita Puértolas, a quienes se sumaba el ballet de Ángel Elata. Después produjo Bésame Petronila, también con Garcés y dirección de Alberto de Zavalía, y hasta incursionó como galán cinematográfico, por caso en La voz de mi ciudad, de Ulises Petit de Murat, Fernando Ayala y Tulio Demichelli. Pichuco seguía prefiriendo los tangos de Mores –quien a su vez lo idolatraba, algo que Canaro nunca pudo digerir– lo mismo que sus grandes cantores, como Francisco Fiorentino, Alberto Marino, Roberto Goyeneche y Edmundo Rivero, que antes de debutar profesionalmente integró con su hermana el coro de aquel lejano Trío Mores. En la década del cincuenta, Mores compuso, entre los temas más memorables de esa etapa suya, La calesita y Por qué lo quise tanto; más acá, en 1964, surgía su último gran éxito, Frente al mar, pero su producción no se detuvo. Su estilo evolucionó hacia lo que él llama orquesta lírico popular, con nuevos timbres que le permitieron un tratamiento melódico y armónico más pleno, también más ampuloso por momentos. Su objetivo era internacionalizar su producción y lo logró. Llevó sus espectáculos a Europa y los Estados Unidos. La Organización de Estados Americanos, en 1987, le otorgó su premio Músico Eruditos, que antes había recaído en Alberto Ginastera, y últimamente fue suceso en los Estados Unidos con su espectáculo O.K. Mr. Tango, que consolidó el boom del Tango Argentino. Peroniano pero no peronista, según su propia definición, Mores –que en 1983 votó por Alfonsín– es un pianista arrebatado y eximio, además de un compositor excelso. Un crítico, en Italia, escribió que el bandoneón de Piazzolla, obsesivo, amargo, hace temblar, mientras que en las antípodas, el tango de Mores, aunque le haya puesto sordina a la nostalgia, hace bailar. Puede que sea cierto. Pero falta algo: acaso porque el que toca nunca baila, además, su música, la que le sale de las entrañas, emociona. Y la emoción, ya se sabe es inmortal.