He aquí un homenaje nostálgico a los patios del Buenos Aires aldea, esos rincones amplios, frescos y recoletos, que son como remansos, donde “el tiempo está demorado” y “nos parece la vida más dichosa”.
Fuente: José González Carbalho, Estampas de Buenos Aires, Buenos Aires, CEAL, 1971, págs. 45-47.
Todavía quedan en nuestra ciudad algunos de esos viejos patios que son como remansos. El tiempo está en ellos demorado y como dictando su mensaje benévolo. Las gentes de antes tenían el alma modelada por su inocencia y en su palabra honrada había también una planta de cedrón, perfumando. Como yo, muchos habrán vivido su infancia en estos patios amplios y recoletos y habrán visto escenas de felicidad sobre las que se cernía la luz simple de su paz anchurosa.
En zonas insospechadas de la ciudad, en pleno centro a veces, y en barrios de los alrededores, abren su clara pupila que abarca tanto cielo. Cuadrados, algunos con la subterránea resonancia del aljibe seco, siempre con abundancia de macetas y hasta algún arbolito de tronco añoso, pero que florece todavía en la juventud de la primavera. Tienen por lo común embaldosado rojo, ya multiplicado por la vejez y que se alegra con los chubascos. El agua refresca su color deslucido. Y en las jaulas revolotean los canarios, picoteando la hojita de lechuga o el terrón de azúcar con que los regala el mimo de la patrona. Yendo por las calles, de pronto nos sorprende el zaguán estrecho, que parecería proteger la claridad del patio para que no se pierda su intimidad. Lo vemos a través del encaje de una puerta de hierro casi aérea y que tiene todo el encanto de una perdida artesanía. Detrás de ese arabesco está el valle del patio, como un mediodía allí descendido, verde de geranios, helechos, aljabas. Alguna enredadera desmorona sus largas guías, que suelen vestirse con la cándida blancura de las campanillas o de los jazmines del país. Y nos detenemos.
Sí; nos detenemos dominados por una visión evocativa, por el efluvio de recuerdos que nos sofoca, por el encanto de ese rincón fresco donde nos parece la vida más dichosa.
Es como un reparador anacronismo ese descubrimiento del patio, en medio de la ciudad del presente, siempre elevándose y con la corriente del tránsito encendiendo el aire con sus rumores de ruedas y bocinas. Ellos, los patios porteños, sólo conocían de la calle el pregón de los vendedores ambulantes y el golpeteo de las manos cuando venían visitas. De adentro se gritaba: “¡Adelante!”, sin saber quién era. Bastaba que alguien llamase para suponer que era buena gente la que así se anunciaba. Y luego se escuchaba el alborozo del recibimiento, el “tanto bueno por aquí” y otras expresiones cordiales. La vida de la casa trascendía toda hacia el patio. De vez en cuando, la vida amistosa se congregaba en él, porque las reuniones los llenaban de acordes y, entre mate y mate, y también copitas de licor casero, las parejas bailaban entre el círculo de sillas donde se apostaban las señoras y los señores de más años.
Pero en los días comunes, perfumados por el picante olor a clavel, del penetrante aroma de magnolia foscata, era cuando se percibía más hondo su benéfica soledad de horas apacibles. Entonces en el atardecer veraniego, se sacaban las hamacas al patio, y en el balanceo acudían pensamientos que infundían bonanza al martilleo del corazón. Buenos Aires urbe mantiene, salpicados por su extenso mapa bordeado por un río, estos patios de memoria del Buenos Aires aldea, tan claros y dadivosos de ventura como la palma de la mano, y que se alargan, como ella, en la bienvenida.
Ahora estos patios no escuchan la cadencia expresiva del “güenas tardes, amigo”, sino que los actuales inquilinos hablan con acentos de todas las tierras, que están amparados por la dulcedumbre que les ofrecen los patios. Bueno es decirles que son semejantes a la bondad criolla, que se da sin ambages y nada pide, y que tiene el señorío de su humildad benevolente. Mejor que nadie lo supo decir Carriego, y a él nos dirigimos en espíritu mientras hablamos de patios y humildades. Cabe recordar también aquel moreno que se llamó Ezeiza, no por su persona ilustre en particular, sino por devolvernos a la época, en que el patio era el escenario para la admiración de payadores lugareños. Cómo serían de importantes los patios, que en ellos nació su fama.
Ahora que la primavera se derrama en el aire y la luz es tan pura que parece recién nacida, sentimos la nostalgia de los viejos patios porteños, de lo que en Palermo y Belgrano quedan todavía, y también en San Telmo y en todos los barrios con historia de nuestra ciudad. Y les rendimos el homenaje de estas pocas palabras nostálgicas, con las que queremos hacerles justicia por el mucho bien que han hecho al alma del hombre con la protección de su regazo de plantas y pájaros y su lección de recogimiento y paz.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar