Por la Nación


Autor: Mariano Grondona, en Revista Primera Plana, 30 de junio de 1966.

En las jornadas de septiembre de 1962 surgió algo más que un programa, una situación militar o una intención política: surgió un caudillo. Fenómeno es éste de tanta importancia, que no se repite en la misma generación. A partir de entonces, el problema del país fue uno solo: cómo homologar el mando profundo, la autoridad secreta y sutil del nuevo protagonista. Se intentó primero la vía electoral. Pero cuando quedó bloqueada, el proceso político siguió una vida ficticia y sin sentido: exactamente como la legalidad que se edificó sobre su derrumbe. Al jurar la presidencia en octubre de 1963, Arturo Illia no comprendió el hondo fenómeno que acompañaba a su encumbramiento: que las Fuerzas Armadas, dándole el Gobierno, retenían el poder. El poder seguía allí, en torno de un hombre solitario y silencioso. Ese era un hecho que estaba más allá de las formas institucionales y de las ideas de los doctrinarios: un hecho mudo e irracional, inexplicable y milagroso. Siempre ha ocurrido así: con el poder de Urquiza o de Roca, de Justo o de Perón. Alguien, por alguna razón que escapa a los observadores, queda a cargo del destino nacional. Y hasta que el sistema político no se reconcilia con esa primacía, no encuentra sosiego. La Nación y el caudillo se buscan entre mil crisis, hasta que, para bien o para mal, celebran su misterioso matrimonio. En el camino quedan los que no comprendieron: los Derqui y los Juárez Celman, los Castillo y los Illia.

No queremos comparar aquí a Juan Carlos Onganía con nuestros caudillos de ayer: sea cual fuere el juicio que ellos nos merezcan, su destino está cristalizado, es inmutable. Onganía, en cambio, es pura esperanza, arco inconcluso y abierto a la gloria o a la derrota. Queremos, en cambio, comparar su situación con la de sus antecesores. Y esa situación es idéntica y definida: el advenimiento del caudillo es la apertura de una nueva etapa, la apuesta vital de una nación en dirección de su horizonte.

El gran error radical fue, entonces, producto de su óptica partidaria. Illia no comprendió que su misión era, en definitiva, viabilizar el encuentro del caudillo con la Nación. Lo pudo hacer si hubiera puesto el ideal de la Nación por encima del ideal del partido. Pero el radicalismo identificó su propia suerte con la del país. Illia, dueño del Gobierno, se creyó poseedor, también, del poder. Y de este equívoco fundamental surgió todo lo demás. Comenzó la anécdota. La polaridad y las pequeñas ofensivas ante militares. El retiro del Comandante en Jefe. Y, con él, la pérdida de la «pax» militar de septiembre y, paradójicamente, la puesta en evidencia de la necesidad de autoridad. El absurdo de un gobierno sin poder quedó, por así decirlo, manifiesto y demostrado. Y, con la revolución, todo volvió a su quicio. Es que hoy muere un caudillo y nace su sucesor.
Estas son las cosas profundas, que están más allá de las formas legales o retóricas. La Argentina se encuentra consigo misma a través del principio de autoridad. El Gobierno y el poder se reconcilian, y la Nación, recobra su destino.

Quiere decir, entonces, que los tres poderes de Alberdi -el civil, el militar y el bonaerense- están de nuevo reunidos en una sola mano. A partir de aquí, se puede errar o acertar. Pero lo que importa señalar en esta hora, en que la revolución es pura conjetura y posibilidad, es que hay una mano, una plena autoridad. Sin ella, con el poder global quebrado y sin dueño, no había ninguna posibilidad de progreso; porque la comunidad sin mando es la algarabía de millones de voluntades divergentes. Con ella, en cambio, hay otra vez Nación. Para ganar el futuro o para perderlo. Pero, al menos, para dar la batalla.

Las naciones se miden por su impaciencia. Francia, así, demostró su magnitud cuando no resistió la navegación a la deriva de la Cuarta República. España, cuando rechazó el desquicio de las postrimerías de su propia República. Inglaterra, cuando no soportó la idea de una Europa alemana. La Argentina, en estos años cruciales, tenía que poner a prueba su vocación de grandeza. El mantenimiento de la situación establecida tenía sus ventajas: la vida apacible, las garantías institucionales, un cierto bienestar. Era la agonía a muy largo plazo: la vida para nosotros, la muerte para nuestros hijos. La Argentina tenía una tremenda capacidad para optar por la mediocridad: alimentos, buen nivel de vida en comparación con otros pueblos, facilidad de los recursos naturales. Todo la llevaba, aparentemente, a la holganza y a la lenta declinación. Era la tentación de una Argentina victoriana, que, usufructuaría de la grandeza del fin de siglo, se preparaba para bien morir, huérfana del desafío, del reto histórico que a otras naciones lanzan la guerra o la geografía. La Argentina tenía, en su lentísima desaparición, un solo elemento de reacción: su propio orgullo.

La etapa que se cierra era segura y sin riesgos: la vida tranquila y declinante de una Nación en retiro. La etapa que comienza está abierta al peligro y a la esperanza: es la vida de una gran Nación cuya vacación termina.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar