Raíces históricas del prejuicio racial


Autor: Diario La Opinión Cultural, domingo 15 de octubre de 1972.

La declaración formulada por la UNESCO en 1967 sobre racismo y prejuicios raciales, contiene tres puntos fundamentales: a) Todos los hombres que viven en nuestro tiempo pertenecen a la misma especie y descienden del mismo tronco; b) La división de la especie humana en “razas” es convencional y no implica ninguna jerarquía en ningún orden; c) En el estado actual de los conocimientos biológicos, no podemos atribuir las realizaciones culturales de los pueblos a diferencias de potencial genético: éstas se explican totalmente por su historia cultural. Basta invertir estos términos para obtener una radiografía del racismo.

El hombre occidental, presumiblemente no admite al que es diferente. Ese odio es tan profundo, y arbitrario, que los estudios han hecho una asombrosa comprobación: el racismo existe más allá de si hay diferencias raciales o no. El prejuicio se ejerce contra el inmigrante, el colonizado, el Otro, en una palabra, que aviva sentimientos aparentemente ingobernables.

Precisamente, Racismo y Sociedad (un trabajo colectivo realizado bajo la dirección de Claude Duchet y Patrice De Comarmond) que Ediciones de la Flor dará a conocer a fines de este mes, intenta dilucidar en forma exhaustiva esta situación. Lo hace abarcando las distintas formas del racismo en Occidente, no porque esta región de mundo tenga el monopolio del prejuicio, sino porque es “en la civilización occidental donde el fenómeno tomó las formas más virulentas y ‘refinadas’; donde no sólo se mató, linchó y torturó en nombre de la raza, sino que se justificaron esos crímenes con ‘teorías’ de apariencia científica”. Racismo y Sociedad analiza, en su primera parte, las estructuras socioeconómicas que sostienen este fenómeno; en la segunda, narra el origen y desarrollo de sus dos manifestaciones clásicas: antisemitismo y racismo colonial. Los últimos dos sectores del libro indaga el aspecto psicológico y la manifestación cultural de prejuicio. A continuación, se reproduce un recuento histórico del racismo en la sociedad occidental, correspondiente a la segunda parte de este ensayo.

“Los egipcios trataban de bárbaros a todos los pueblos que no hablaban su lengua”. Maliciosamente, Herodoto de Halicarnaso, ese patricio griego de la primera mitad del siglo V, consagró todo un capítulo de su Historia, todo un “logos”, a mostrar cómo los griegos recibieron de Egipto sus dioses y sus antepasados, su ciencia y su sabiduría; devuelve a los griegos ese término de “bárbaros” que éstos aplicaban justamente a todos los que no hablaban su lengua. Por muy orgulloso que esté de ser helénico, el “padre de la historia” evita así ante nuestros ojos hasta la apariencia de un racismo.

¿La ciudad antigua conocía ya ciertas formas? Los griegos estaban por cierto, muy seguros de su superioridad sobre los no griegos, y de la superioridad de civilización y de lengua se puede pasar cómodamente a la de “raza”. Este paso no se dio. Aun convencidos del valor más alto y de la originalidad de su modo de vida, de su cultura, no veían en eso la prueba de una superioridad eterna, “esencial”. Tucídides, en las treinta páginas que abren La guerra del Peloponeso (se las llama “La arqueología”) reúne varios ejemplos de los que se puede sacar en conclusión que los bárbaros son pueblos con retraso ciertos, pero en vías de desarrollo.

No se puede hablar de un racismo heleno. En el siglo IV, sin embargo, la elaboración de la teoría de los pueblos esclavos en La Política de Ariosto presenta aspectos inquietantes. Los textos recientemente comentados por H. C. Baldry están ligados a la estructura despótica del Imperio persa que los griegos acaban de conquistar. Griegos y persas aparecen como pueblos superiores entre los que Alejandro, por otra parte, preconizará una fusión prioritaria. Los otros son pueblos-esclavos, dignos de ser tratados, dirá más tarde en De Alexandra magni fortuna et virtute, como animales o plantas.

Es que con las monarquías helenísticas, después en el tiempo de la dominación romana, las cosas van a complicarse de manera contradictoria. Por una parte, el proceso de helenización de Oriente, emprendido por Alejandro y proseguido de manera sistemática en Asia por los Selúcidas facilita el movimiento de los grupos humanos; en el mismo sentido jugaron bajo el Imperio la multiplicación de los contactos de todo tipo, la extensión de intercambios, la generalización de la religión imperial, la atribución de la ciudadanía romana a todos los hombres libres del inmenso imperio: “Roma mezcla y funda, en su población cosmopolita, las razas heterogéneas del mundo que conquistó –dice A Aymard en Roma y su imperio-. La posteridad de los vencedores confunde con la de los vencidos. Y esta étnica se acompaña inevitablemente con una fusión moral. Menos espectacular y menos precipitado, pero tal vez más eficaz aún porque no está limitado sólo a la capital, un fenómeno análogo se produce en las provincias”.

Pero por otra parte todos los reinos helenísticos no practicaron la helenización sistemática que caracteriza a los Selúcidas. En Egipto, los Lagidas  intentaron, por el contrario, por razones en gran parte financieras, de limitarla, y los griegos que se instalaron allí se mostraron muy celosos de sus privilegios. En Alejandría es donde se ven mejor las consecuencias de esta doble política. La prohibición de casamientos entre griegos e indígenas, la división de la población en grupos con status jurídicos desiguales fundados sobre el origen étnico, facilitan, en esta ciudad en plena expansión demográfica y comercial serias confusiones. Culminan en los primeros siglos de nuestra era en motines que opusieron diferentes comunidades y en particular, los judíos a las otras. ¿Hay que generalizar el modelo alejandrino y se asiste al nacimiento en el Imperio Romano de un antijudaísmo generalizado, punto de partida de la forma aparentemente más durable del racismo en nuestros países?

“El problema fue debatido durante mucho tiempo –dice L. Poliakov, en De Cristo a los judíos de La Corte– pero si ha sido objeto de cantidad de búsquedas, sobre todo en el curso de estos últimos años, los textos antiguos sobre los que reposan estos trabajos no son demasiado numerosos La ‘cuestión judía’ parece no haber tenido, para los hombres de ese tiempo, sino una importancia muy secundaria; por otra parte, es aún difícil hacerse una idea justa sobre la base de algunos escritos que sólo llegaron a juzgar el antisemitismo contemporáneo con los libros de Eduardo Drumont, Mein Kampf y algunos tratados de historia general por todo bagaje”.

De la gruesa obra de Jean Juster, Les Juifs dans L’Empire Romaní, que apareció en vísperas de la Primera Guerra Mundial, de la admirable Verus Israel de Marcel Simón y de los trabajos de León Paliakov se desprenden, por otra parte, conclusiones muy cercanas. Cualquiera haya sido la violencia de las “guerras judías” que opuso Roma, a los judíos indomables de Palestina, cualquiera haya sido la desconfianza provocada por el monoteísmo judío y sobre todo con respecto de las masas, por algunos de sus ritos, el Imperio Romano no conoció antisemitismo, constante, sistemático. Ninguna discriminación legal se ejerció con respecto de los judíos sino muy brevemente después de la última y sangrante “guerra judía” en 135. Ninguna profesión les fue prohibida. Por otra parte, no estaban especializados en ninguna. Los judíos de la Diáspora (su dispersión empezó en el siglo VIII antes de J.C.) se asimilaron muy rápidamente; adoptaban la lengua, el traje del medio donde vivían; romanizaron o helenizaron sus nombres. Y su fe, que en un sentido los excluía (es “despreciar los dioses y no adorar sino un solo dios”), pero que era admitida, suscitaba a menudo interés. El proselitismo judío es considerable durante los primeros siglos del Imperio; se convertían muchos y a menudo muchos que dudaban en rechazar enteramente los dioses, observan al menos el sabbat. “Prosélitos de la puerta”, “temerosos de Dios”, ven a sus hijos ir hasta el fin de un compromiso que ellos mismos no habían asumido plenamente.

En su conjunto, el mundo antiguo en tiempos del paganismo, no conoció racismo en el sentido que éste es definido en su libro. Sus creencias religiosas, generalmente acogedoras, allí lo son en demasía; aún el particularismo judío si perturbó a menudo, atrajo también a veces; el extranjero no era automáticamente condenado. Por otra parte la esclavitud antigua no dio nacimiento a ninguna teorización racial. Reclutando sus víctimas en todos los grupos étnicos y religiosos, al azar de las guerras, se prestaba mal a las formas de alienación que se expandieron en los primeros imperios coloniales. Las rebeliones de esclavos suscitaron una angustia social, un odio de clase cuasi puro que los propietarios y el Estado no experimentaron en absoluto la necesidad de disfrazar bajo cualquier fabulación racial.

El antisemitismo va a nacer del antagonismo judeocristiano. Pero durante cerca de cuatro siglos el conflicto entre las dos religiones siguió siendo esencialmente teológico; en un contexto social poco favorable, no se apoya en un vasto movimiento popular; hasta el siglo IV, por otra parte el cristianismo no es dueño del brazo secular.

El gobierno imperial y parte de la opinión pública que seguía de lejos el debate, pusieron algún tiempo en distinguir judíos y cristianos. Suetonio nos dice en La vida de los doce Césares que Claudio (41-54) “Echó de Roma a los judíos que habían armado barullo a causa de Chrestus”. Se diferenciaban en efecto bastante mal; la vitalidad de las sectas judías todavía era suficiente en el siglo I como para que el cristianismo pudiera aparecer durante algún tiempo como unido a él y hasta en Jerusalén, y hasta la caída del Templo en 70, después en la Diáspora, había judeo-cristianos que adorando a Jesús seguían sometidos a la comunidad judía y a su ley.

Muy rápido, el judaísmo los rechazó, al mismo tiempo que al llamado de Paulo los cristianos empezaron a dirigirse directamente a los gentiles y dispensaban a los prosélitos mandatos de la ley y de la circuncisión. El cristianismo dejó de aparecer desde entonces como una secta judía más o menos crítica con respecto de la sinagoga. Se transformó en una religión-hija del judaísmo. Apelando a los mismos libros sagrados para entrar en competencia con su madre en las empresas de conversión de las masas paganas. De esta rivalidad en la propaganda misionera resultaron irreductibles animosidades y la cristalización de dos teologías diferentes. Nada se odia tanto como lo que nos es cercano.

A medida que se precisan las diferencias y enseguida las oposiciones, la suerte de los cristianos se presenta más molesta que la de los judíos: las comunidades religiosas judías eran reconocidas por la ley que facilitaba la práctica del sabbat, la de los cristianos no lo era. Cuando la persecución oficial se precipitó durante la gran crisis que atravesó el Imperio en el siglo III, los cristianos fueron las víctimas, no los judíos. En fin, hasta en la polémica religiosa, los doctores judíos de la fe disponían de un conocimiento de la Biblia, arsenal común, muy superior al de los cristianos. Su inferioridad material y cultural explica sin duda, en gran parte, que hayan dado estado en la controversia, desde el siglo III a acusaciones más graves (la de la deicida formulada por Orígenes en su Contra Celse) y que se lanzaran diatribas que cuestionaban no sólo la fe de los judíos sino el conjunto de su comportamiento: “Viviendo para su vientre, la boca siempre abierta, los judíos no se conducen mejor que los puercos y los machos cabríos, en su lúbrica grosería y el exceso de glotonería. Sólo saben hacer una cosa: engullir y hartarse”.

Sin embargo se imponen dos cosas. La primera es de orden geográfico: mucho más que en Occidente, esos ataques virulentos causan estragos en las grandes ciudades orientales del Imperio Romano, Antioquia, Alejandría, Constantinopla, donde vivieron justamente Orígenes y Juan Crisóstomo; la competencia económica era aguda allí, compartimentación adecuada en Asia del pasado helenístico que había dejado huellas. La segunda es cronológica: hay que esperar la conversión de Constantino en 312 y que la fortuna de la Iglesia haga el infortunio de los templos paganos y de la sinagoga para que los Padres de la Iglesia elaboren las grandes líneas de la “enseñanza del desprecio” y se apoyen en argumentos teológicos para envilecer a los judíos.

¿En qué medida esta “educación” fue sostenida por el aparato del Estado? En todo caso la crisis decisiva que atraviesa el Imperio en el siglo V no le dejó tiempo de operar en profundidad, al menos en Occidente. Una actitud colectiva racista no tuvo posibilidad de desarrollarse al final del mundo antiguo.

Se puede hablar de racismo menos netamente todavía durante la alta Edad Media que durante el Imperio Romano. Nadie toma en serio hoy las teorías elaboradas en los siglos XVII y XVIII por ciertos representantes de la alta nobleza francesa para reclamar antepasados francos y ver en el estado llano al descendiente de los galo-romanos vencidos. A pesar de las supervivencias a menudo tardías del régimen jurídico de la personalidad de las leyes, se pasó bastante rápido de la coexistencia entre bárbaros y “romanos” a una fusión más o menos completa. La victoria de los bárbaros a menudo preparada por una instalación ya antigua en el Imperio y que iba a la par con una gran admiración por Roma, no dio nacimiento a comportamientos racistas. Y si la compartimentación profesional y social rígida que tendía a instaurarse desde el Bajo Imperio, fue portadora de profundos cambios en la mentalidad colectiva, donde triunfó bien pronto un ideal de estabilidad y el modelo del “villano” no implicó entre uno y otro sector profesional rechazo sistemático.

Poderoso factor de unificación después de la victoria de la Iglesia contra la herejía en los reinos bárbaros, la religión católica, al ritmo de la que se desarrollaba en la vida cotidiana, no legó sin embargo a absorber a los judíos y no buscó durante unos seis siglos, hacerlos desaparecer. Los recientes trabajos de Bernhard Blumenkranz permiten mirar de cerca el problema del antijudaísmo religioso en este período. Es necesario evidentemente poner entre paréntesis el caso de España, donde la conquista musulmana elimina casi el cristianismo desde el siglo VIII y abre la puerta a la colaboración estrecha de los judíos y musulmanes: será la edad de oro de la civilización judeo-árabe. Además, en todo Occidente, de un análisis minucioso que concierne a los dominios más variados de la búsqueda histórica resulta que las relaciones entre judíos y cristianos son esencialmente vecinas. Están íntimamente mezclados en toda Europa antes de las cruzadas. Como bajo el Imperio, nada favorece un proceso de diferenciación: ni la lengua, ni los nombres propios, ni las profesiones que ejercen, ni los lugares donde viven. Hay que esperar hasta fines del siglo X para que se atestigüe en Austria, en Viena, la existencia del primer barrio judío por otra parte totalmente diferente de los futuros ghettos, ya que sólo agrupa a una parte de los judíos de la ciudad. En cuanto a las profesiones que ejercen los judíos, hay que renunciar definitivamente a las especulaciones, por otra parte interesantes, de A. León en La concepción materialista de la cuestión judía, sobre la existencia en esa época del “pueblo-clase”: muchos judíos son comerciantes, pero muchos también trabajan la tierra; esto está probado en Italia desde fines del siglo VI y en Francia del siglo IX al XI. El servicio militar es obligatorio para los judíos como para los que no lo son. Los intercambios intelectuales son frecuente y de una gran dignidad, aun en casos de controversia revolucionadas, es la discusión que a fines del siglo XI enfrenta el abad de Westminister, Crispin, y a un judío legado de Maguncia. Muchos cristianos, en fin, continúan “judaizando”, como lo prueba una carta de Carlomagno a Alcuin en la que el emperador dice que no hay que ayunar el día del sabbat si se quiere evitar que los cristianos sabaticen con los judíos.

Tampoco se debe exagerar la amplitud de las medidas de segregación que la Iglesia ya había obtenido al final del Imperio y que se mantuvieron aún reforzadas: los judíos están generalmente separados de la facultad de adquirir y vender esclavos cristianos; los matrimonios mixtos están severamente prohibidos; a menudo también –por ejemplo en el Breviario de Alarico-  se les cierra el acceso a las funciones públicas. Pero muy a menudo la práctica desmiente la teoría: los judíos son numerosos en la sociedad de los altos personajes de ese tiempo, en particular de los carolingios; múltiples cristianos, hasta en las familias más nobles, desposan judíos. La legislación anti-judía, inspirada por la Iglesia, se revela con mucha anticipación a la evolución de los espíritus. Lejos de consagrar un antisemitismo de hecho, lo facilita para el momento –lo acerca- en que las condiciones económicas y sociales nuevas le permitan entrar en las costumbres.

León Paliakov puso en evidencia, pero no fue el primero, el giro que constituyen las cruzadas, verdadera “crisis de pubertad” de la cristiandad, en la historia del racismo antisemita: de fines del siglo XI y del siglo XII data la expansión brutal y triunfante del antisemitismo cristiano. Pero si señaló fuertemente la importancia y las consecuencias, la explicación que dio, con la voluntad de romper con esquemas socio-económicos sumarios, parece un poco pequeña. Las relaciones entre judíos y cristianos no constituyen una categoría aislada. No se las puede comprender aisladas del contexto más vasto en el que se insertan.

El “fatídico verano de 1096”, en el que se ponen en camino para la reconquista de Jerusalén las cruzadas de Occidente, ve flamear, entre mayo y julio, los primeros progresos generalizados de nuestra historia después de los graves incidentes inspirados por los terrores del Año Mil. No son los ejércitos organizados de los barones, ni las masas populares que arrastra Pedro el Ermitaño, las que toman la iniciativa de las matanzas (ambos juzgan más juicioso asegurarse el vivir a expensas de los judíos) y tampoco es la Iglesia la que apela públicamente a eso. El progrom sistemático que por otra parte no excluye el rescate previo y que no omite el proponer a los judíos el bautismo a cambio de la vida es problema de las bandas de nobles menores formadas por algunos señores franceses y alemanes y alentados no por el conjunto de los habitantes de las ciudades sino por la escoria de la población. Los nombres de las ciudades del valle del Mosela, del Rin y del Danubio abren entonces el martirologio judío: Spire, Works, Maguncia, Colinia, Metz, Ratisbonne.

Cada predicación de cruzada se acompañará en el porvenir con parecidas matanzas que ciertos personajes muy altos de la Iglesia (como en 1146 el abad Pierre de Cluny) aprobarán: “¿Para que irse al final del mundo con gran pérdida de hombres y de dinero para combatir a los sarracenos, cuando dejamos vivir entre nosotros otros infieles que son mil veces más culpables hacia Cristo que los mahometanos?”. Aquí está a plena luz el aspecto religioso de esas matanzas, en el curso de las cuales el odio contra los judíos se estimula cada vez más. ¿Cómo no detestar a los que lo mataron? En la misma época reaparecerá en Alemania y en Inglaterra la terrible acusación de asesinato ritual: los judíos son acusados, el viernes santo, de asesinar a un niño cristiano cuya sangre se incorpora al pan ácimo para profanar las santas hostias. Así se encuentra concretada y eternizada la acusación de deicida y fundada con respecto de los judíos una actitud mezcla de pánico y odio que hoy sabemos es inseparable del racismo.

Si se tratan de comprender las razones por las cuales el antisemitismo hace eclosión en esa época, no basta sin embargo, invocar la llama cristiana de las cruzadas. Las persecuciones se anuncian desde comienzos del siglo XI: Raúl Glaber formuló entonces por primera vez la acusación de colusión con los musulmanes; se la puede considerar significativa de una desconfianza que tendía a generalizar la costumbre tolonesa.

Es la evolución económica y la constitución casi paralela a partir del final del siglo X de la sociedad feudal y de las ciudades que dan cuenta en lo esencial de la actualización del racismo, largo tiempo latente y a veces en retroceso. Las prohibiciones limitadas, de origen religioso, que pesaban sobre los judíos en el interior de nuevas estructuras sociales, van a revestir tal amplitud que la condición judía será allí cambiada y el antisemitismo surgirá, armado.

Feudalización y movimiento urbano, son, en efecto, como lo explica Jacques Le Golf “dos aspectos de una misma evolución que organiza al mismo tiempo el espacio y la sociedad”. En la sociedad feudal, ligazones personales, verticales, unen entre sí a los señores y a los vasallos cuando  la concesión del feudo, mientras que en las ciudades las solidaridades, horizontales, unen a burgueses iguales en esto. Tanto en uno como en otro sistema los judíos, inaptos de jurar fidelidad sobre los libros sagrados del cristianismo se encuentran excluidos: precisa en 1173 el cánon 12 del Concilio de Westminister; en adelante no puede unirse a él por juramento.

Son así rápidamente privados de la posesión de la tierra; a partir del final del siglo X los actos que hasta entonces mostraban a los judíos como adquirentes de tierras, los señalan como vendedores; un vasto movimiento de migración que termina en el siglo XII los lleva hacia las ciudades donde no pueden adherir a los oficios “jurados”. Les queda el negocio bajo formas más o menos confesadas, y como no pueden reinvertir sus ganancias en la producción, las prestan a interés, la usura que la Iglesia condena pero que los poderosos utilizan. Tampoco hubo necesidad de prohibir a los judíos la compra de tierra o la práctica de los oficios para arrojarlos a las actividades marginales, conflictuales, justas para alimentar el antisemitismo de los cristianos. El movimiento comercial que se amplía en tiempo de las cruzadas, por otra parte va a permitir a los comerciantes católicos imponerse e intensificar aun en ese sector la eliminación del judío “competidor poco deseado”.

Desde entonces se acentúan los signos exteriores de la segregación. En 1215, el Concilio de Letrán decide el principio en materia de vestimenta y asimila a los judíos a los otros excluidos de la sociedad, sarracenos, leprosos, mujeres públicas: “En los países donde los cristianos no se distinguen de los judíos y de los sarracenos por su vestimenta tienen lugar relaciones entre cristianos y judíos o sarracenos o viceversa. Para que tales anormalidades no puedan ser en el futuro disculpadas por el error, se decide que en adelante los judíos de los dos sexos se distinguirán de los otros pueblos por sus vestimentas; por otra parte, así fue prescripto por Moisés”. En Francia, la insignia distintiva, impuesta después del concilio, tiene la forma de una pieza de moneda amarilla y deben llevar sobre el pecho la rueda. En Alemania el sombrero cónico ya se consideraba desde hacía muchos años como símbolo del judío, como se lo ve por ejemplo en las estatuas de bronce de la catedral de Halberstadt: se generaliza.

Segregación en la profesión, el traje ¿y en la vivienda? Las poblaciones cristianas no se deciden a esto tan rápidamente. Para franquear ese nuevo paso, será necesario no solamente que se multipliquen los cambistas y los banqueros no judíos y que los servicios de los judíos parezcan menos necesarios, sino además que la imaginación popular pueda acusarlos de ser colectivamente la causa de los terribles flagelos que devastan el triste siglo XIV y sobre todo la peste negra de 1348.

En esos “siglos del diablo” en los que se difunden las representaciones de los Misterios de la Pasión, la imagen del judío que mató a Jesús se confunde con la de los judíos de la ciudad; hay ciudades donde las autoridades, cuidadosas del orden, terminan por prohibir “Los juegos” al que sigue casi regularmente el saqueo del ghetto…; “si es de buen cristiano detestar a los judíos, dirá más tarde Erasmo, entonces somos todos buenos cristianos”.

Desde 1290, los judíos son definitivamente expulsados de Inglaterra, pero en conjunto en el siglo XV es cuando culmina en Occidente el racismo antijudío. El edicto de 1394 los expulsa del reino de Francia, pero obtienen en el Delfinado, en Provenza, en Saboya, plazos que prolongan su presencia hasta fines del siglo XV: a partir de esta fecha, solo subsistirá un islote en el condado Veneciano, los “Judíos del Papa”. El racismo ha excluido a su víctima. En Alemania, donde la autoridad está muy dividida, como para que sea posible una expulsión general, donde además los judíos son más numerosos, se multiplican los ghettos urbanos en los que la sociedad judía se repliega sobre sí misma y se debilita. Una ola continua de judíos parte hacia Polonia y transfiere al este de Europa el judaísmo occidental. Aun cuando el racismo conservó una parte de sus víctimas, fue para fosilizarlas. En España la apostasía masiva de 1413-1414, impuesta por la reconquista católica, no impidió durante todo el siglo XV la caza de los “marranos”, esos judíos convertidos, sospechosos de continuar judaizando. Así se refuerza en la conciencia colectiva la idea de que el judío es traidor por esencia –“porque judío”, como se dirá en tiempos del caso Dreyfus- y se manifiesta con estrépito en ese final de la Edad Media la transferencia del odio religioso al odio racial. También la significación del tema de la pureza de la sangre (“limpieza de sangre”) que aparece a propósito de los mismos marranos, como lo demostró Lavosky en Antisemitismo et mystère d’Israël.

Fuente: Diario La Opinión Cultural, domingo 15 de octubre de 1972.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar