Sarmiento: Asunción de mando y la violenta ruptura con el nacionalismo mitrista, Miguel Ángel de Marco

(Fragmento del libro Sarmiento. Maestro de América, constructor de la Nación, por Miguel Ángel de Marco)


El 11 de septiembre de 1888 moría en Paraguay Domingo Faustino Sarmiento. En su recuerdo, se conmemora en esta fecha el día del maestro por el gran impulso que el sanjuanino dio a la educación durante toda su vida. Cuando Sarmiento asumió la gobernación de San Juan dictó una Ley Orgánica de Educación Pública que imponía la enseñanza primaria obligatoria y creaba escuelas para los diferentes niveles, entre ellas el Colegio Preparatorio, con capacidad para mil alumnos. Desde la presidencia siguió impulsando la instrucción fundando centenares de escuelas, la Facultad de Ciencias Exactas, el Observatorio Nacional de Córdoba y los institutos militares (Liceo Naval y Colegio Militar). También fomentó las llamadas escuelas normales de formación de maestras, de las cuales la de Paraná fue una de las más importantes y trajo al país maestras norteamericanas para aplicar el sistema educativo vigente en los EE.UU. Al terminar su presidencia 100.000 niños cursaban la escuela primaria.

En 1875, Sarmiento asumió como Director General de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires. Más tarde, durante la presidencia de Roca ejerció el cargo de Superintendente General de Escuelas del Consejo Nacional de Educación y logró la sanción de la Ley 1420, que establecía la enseñanza primaria, gratuita, obligatoria, gradual y laica.

Además, durante su presidencia, fundó el Colegio Militar de la Nación; consciente del problema que significaba la inmensa extensión del país, se desarrollaron durante su gestión la infraestructura ferroviaria, la red telegráfica y numerosos puentes y caminos, modernización de la cual se sirvió al momento de aplacar las sublevaciones montoneras en las provincias. El tranvía, los puertos, el correo y la banca (incluido el Banco Nacional), también fueron parte de la herencia sarmientina que enorgullecía al apóstol laico de la educación.

Pero Sarmiento fue ante todo un hombre de su tiempo, marcado por profundas contradicciones y una enorme sinceridad que lo llevaba a ser siempre políticamente incorrecto. Insultó a la oligarquía de entonces y pidió no ahorrar sangre de los mismos gauchos a los que llamaba “el soberano” y se obsesionaba por educar. Se enfrentó, en diferentes momentos, a figuras poderosas de su época, como Quiroga, Rosas, Urquiza, Mitre, Peñaloza, Alberdi y Roca.

Lo recordamos en esta oportunidad con un fragmento del libro  Sarmiento. Maestro de América, constructor de la Nación, de Miguel Ángel de Marco, sobre el momento de asunción de mando, aquel 12 de octubre de 1868, en medio de una creciente tensión con Bartolomé Mitré, el presidente saliente, que pronto se convirtió en una violenta ruptura.

El libro reconstruye la trayectoria política de Sarmiento, sin descuidar su costado humano, su vida amorosa, sus inquietudes, y el contexto político y social en el que estuvo inmerso.

Fuente: Miguel Ángel de Marco, Sarmiento. Maestro de América, constructor de la nación, Buenos Aires, 2016, págs. 304-316.

El 12 [de octubre de 1868], una multitud que colmaba el recinto y las dependencias del Congreso y se derramaba en la Plaza de la Victoria esperaba el discurso del nuevo mandatario y se aprestaba a acompañar a Mitre hasta su casa.

Este, vestido de frac, aguardaba en el Fuerte mientras Sarmiento leía su mensaje a los legisladores. El presidente electo manifestó que procuraría mantener el crédito de la Nación y que velaría incansablemente por la moralidad administrativa. Se refirió a los conflictos que agitaban al país y garantizó que sostendría los esfuerzos que requería la guerra con el Paraguay. También se comprometió a promover el desarrollo material y educativo de la república: “El sentimiento nacional que nos lleva sin preferencias locales, a interesarnos por todo lo que afecta a la patria común, ha tomado en estos últimos años mayor intensidad. La Nación se consolida cada día; y gracias al progresivo desarrollo de ese noble sentimiento que hace de un conjunto de individuos un ser social animado con las generosas pasiones del heroísmo y de la justicia, llegaremos pronto a asociar en la memoria de los hombres al nombre argentino las cualidades en moral, inteligencia y progreso que caracterizan a los pueblos adelantados y libres. La obra solidaria del progreso humano viene también a ayudarnos en nuestro camino. No se derrama en vano la sangre de los hombres por la conquista de un principio; y este, una vez conquistado, no queda como patrimonio exclusivo del pueblo redentor. La abolición del tormento, la desaparición de la esclavitud, la libertad de conciencia, la declaración de los derechos que hemos inscripto en la Constitución, no son una conquista nuestra, sino un legado que debemos conservar incólume. Pertenece hoy a esta categoría la indisolubilidad de las naciones federales. Un millón de hombres muertos en los campos de batalla de la gran República ha sellado para nosotros y para todas las repúblicas federales este gran principio: de hoy más no hay nulificadores ni separatistas, sino traidores y criminales. Podemos a lo menos por este lado descansar tranquilos. Nuestras agitaciones políticas se mantendrán siempre dentro de los límites de la nacionalidad que tanta sangre costó a nuestros padres, y de la Constitución que hemos cimentado nosotros después de tantos esfuerzos”.

En un pasaje de su discurso hizo velada alusión a los errores de su antecesor, hecho que provocó murmullos de desaprobación en la barra. El sanjuanino no estaba acostumbrado a tales interrupciones de modo que dejó de hablar, miró hacia arriba y dijo en tono amenazante: “¡Cállense!”.

Pidió el concurso de los que lo habían votado y garantizó a los que no lo habían hecho el pleno respeto a que lo obligaba la Constitución, sin olvidar su consuetudinaria cita del ejemplo norteamericano: “Una mayoría me ha traído al poder sin que lo haya yo solicitado; y tengo por lo tanto derecho para pedirle, al sentarme en la dura silla que me ha deparado, que se mantenga unida, y que no eche en adelante sobre mí sólo las responsabilidades de su propio gobierno. Debo también pedirle que atraiga a esta obra a todos los que pueden figurar decorosamente en sus filas por sus propósitos patrióticos y sus ideas liberales. En cuanto a los que han combatido mi elección, quiero hablarles como Jefferson hablaba a sus opositores, diciéndoles que ellos tienen como ciudadanos de este país una posición y derechos propios que yo no he recibido de la Constitución poder para cambiar y concluiré recordándoles, con Lincoln, que la urna electoral es el sucesor legítimo de las balas, y que cuando el sufragio ha decidido libre y constitucionalmente, no puede apelarse de su fallo sino interrogando nuevamente el escrutinio en una votación posterior. Protegido por el auxilio de la Providencia, en la que confío, con la activa cooperación de mis conciudadanos, dirigido por vuestras prudentes leyes, honorables senadores y diputados, ilustrado por el saber de mis consejeros, teniendo por guía la Constitución, y como auxiliar la fuerza que ella pone en mis manos, alcanzaré a realizar algunas de las esperanzas que he bosquejado, entregando al que me suceda en este puesto íntegra la República, prósperas las rentas, un número mayor de hombres felices y educados, la ley respetada, y acaso, aunque no lo espero, bendecido el gobierno”[1].

Luego cubrió a pie los escasos metros que separaban el Parlamento de la Casa de Gobierno, acompañado por sus ministros y edecanes. A los gritos de entusiasmo de sus amigos el público respondía “¡Viva Mitre!”. Nuevas manifestaciones de aplauso al general se produjeron cuando Sarmiento penetró en el Fuerte, donde no cabía un alma. Los presentes eran casi todos mitristas, dispuestos a amargarle el día.

Manuel Gálvez relata con vivaz prosa aquel crucial instante: “Llega a la puerta del salón en donde Mitre le entregará el bastón de mando. En ese lugar de moderado tamaño, en el que no caben más de cien personas, se ha metido un millar. Las hay de todas las clases: desde los diplomáticos hasta sujetos de las orillas. No faltan muchachones soeces, que se han subido a los sillones, a las mesas y a las chimeneas. Hablan y gritan. A cada rato óyese el estrépito de vidrios rotos, que algunos festejan con risotadas, aplausos o dicharachos. Ni guardias ni policías. Sarmiento debe llegar hasta Mitre, que lo espera en el extremo del salón. Compacto muro separa a los presidentes. ¿Cómo atravesarlo? Inútiles las órdenes, los ruegos, las amenazas. Mitre se halla junto a la mesa, en pie, apretado por sus admiradores. Se defiende con los codos del peligro de caer o de ser ahogado. Ruega dar paso al presidente Sarmiento. Por fin, después de mucho bregar, de recibir pisotones, codazos y empujones, logra Sarmiento acercarse a Mitre. Y realízase la transmisión del mando, que debió ser acto solemne y no populachero ni demagógico”[2].

En su discurso, luego de otras consideraciones, Mitre le manifestó a su antiguo compañero del exilio: “Después de llenar el deber de depositar en vuestras manos la autoridad que me había sido confiada, me cabe el honor de ser el primer ciudadano argentino que os felicita por la confianza que habéis merecido, y desde las filas del pueblo, os presenta el homenaje de su profundo respeto y obediencia, como al elegido por la Nación y al representante de la ley en mi país”[3].

Sarmiento respondió con conceptuosas palabras: “Al despojaros de las insignias del poder mis labios se resisten a dejar de llamaros el Presidente. Volveré, sin embargo, a nuestra antigua costumbre de llamaros el general y aun por afección el coronel Mitre. Lleváis a vuestro retiro grandes servicios que valen más que el poder, y las afecciones y gratitud de vuestros conciu­dadanos. Tengo que apelar a mis recuerdos para caracterizar este momento. Al inaugurar un modesto edificio público, lo recomendaba a mis compatriotas, no por su magnitud y valor, sino por ser el primero en aquella provincia que desde los tiempos de la Independencia había sido llevado a término. En escala más grande este es un día de fasto para la República, no porque yo subo al poder, sino porque esta vez es la primera que en el orden constitucional las insignias del mando pasan de un funcionario a otro sin violencia y por el libre uso de los derechos del pueblo. Vuestro deseo, general, de que lo trasmita con la misma fidelidad, dentro de seis años, será una de las pruebas, al realizarse, de que hemos marchado y tocamos al fin de nuestra completa organización. Cuento con vuestra amistad y vuestro concurso para el desempeño con cumplido éxito de mis arduas tareas»[4].

Ambos se dieron la mano con aparente cordialidad, pero ya estaba rota la buena relación y la confianza de otras épocas.

Finalmente Sarmiento dirigió en el mismo ámbito discursos a la Corte Suprema, al cuerpo diplomático, al gobernador de la provincia de Buenos Aires, y en particular al ministro plenipotenciario de Bolivia.

Mitre salió del Fuerte a pie, camino a su casa, acompañado por más de dos mil personas, y el nuevo presidente permaneció para tomar juramento a sus ministros.

 

Discrepancias con Mitre

El 20 de octubre Sarmiento concurrió al hogar de Mitre para conversar sobre distintas cuestiones de gobierno y acerca de la conducción de las tropas argentinas en el Paraguay. Al día siguiente La Tribuna, partidaria del primer magistrado, informó sobre la entrevista y afirmó que Mitre había rechazado el ofrecimiento de comandar el ejército en operaciones pues deseaba descansar de sus fatigas. El aludido reaccionó rápidamente y envió una carta al diario para decir que no estaba cansado de servir a la patria con las armas en la mano siempre que fuera necesario. “Correspondiendo con mis deberes de ciudadano y de soldado no habría podido dar la contestación que se me atribuye sin deshonrarme ante mis propios ojos”[5].

Los redactores del diario le hicieron conocer la carta a Sarmiento antes de publicarla, y este le solicitó a Mitre que formulara las aclaraciones del caso, “a fin de no comprometernos ante el público en discusiones sin motivo”, pues de sus palabras se deducía que nunca se le había ofrecido el mando, lo cual era inexacto. El ex generalísimo aliado le respondió que deseaba contestar con cierto detenimiento, por lo que sugirió que se suspendiese la publicación en La Tribuna[6].

Se deduce por su larga misiva a Sarmiento que ni este fue lo sufi­cientemente explícito en su ofrecimiento ni Mitre debidamente claro en su aceptación o rechazo, cosa que al parecer indujo al presidente a poner fin a la conversación diciendo que nombraría para el cargo de comandante en jefe a Gelly y Obes.

Pero Mitre aclaró en su nota que si la propuesta hubiese sido llana y franca “le habría dado una respuesta categórica y fundada”, en el sentido de “mirar o como innecesaria o conveniente mi designación, rogándole me dispensara de una contestación oficial, porque esto me colocaría en el caso de renunciar a mi empleo, único modo como un general puede excusarse de llenar un servicio militar para el que es nombrado”. Manifestó que le habría dicho al presidente que su presencia era innecesaria cuando la guerra estaba por acabar y que había generales que llenaban las necesidades del momento, entre ellos Gelly y Obes. También le hubiese señalado que “si fuera necesario, si hubiera nuevos peligros a que hacer frente, si se creyera seriamente que mi persona en el ejército era exigida por el interés público, estaba dispuesto a prescindir de todo y concurrir con mis esfuerzos al servicio del país”[7].

El intercambio de correspondencia no pudo suavizar el creciente distanciamiento entre ambos, y una nueva carta conciliadora de Sarmiento tampoco pudo restañar la herida que había comenzado a abrirse durante las elecciones.

[…]

«Las cosas hay que hacerlas…»

El febril ritmo que se imponía Sarmiento parecía encontrar obstáculos en una admnistración acostumbrada a la parsimonia de su predecesor. Mitre trabajaba mucho pero acompasaba su ritmo al de los demás. En cambio, el sanjuanino no aceptaba excusas ni pretextos.

Desechaba con rapidez al que no le seguía el ritmo. Por considerar que resultaba muy abultada la lista de empleados públicos procedió al saneamiento de los cuadros administrativos, medida que los opositores consideraron como un acto de venganza. También eliminó de inmediato los nombres de 1600 efectivos que figuraban como integrantes del ejército en operaciones en el Paraguay sin haber estado nunca en el frente de batalla; cortó de raíz algunos nombramientos de jefes y oficiales que cobraban sueldos sin cumplir funciones e instruyó a sus ministros para que adoptaran medidas de economía en las respectivas carteras.

Su despacho era un reflejo de la actividad del presidente. En la gran mesa de trabajo, en las sillas y sillones se acumulaban papeles libros, expedientes, planos y cuantos elementos le permitiesen atender varios asuntos a la vez.

Sarmiento se retiraba casi siempre muy entrada la noche para trasladarse a la redacción de El Nacional, escribir algunos artículos con su firma, redactar otros de carácter anónimo y proveer a los cronistas y colaboradores de novedades.

El presidente, decía con razón José Posse, no conocía demasiado las provincias ni sus círculos gobernantes presididos por caudillos omnímodos: “Que no se equivoque Sarmiento, repito; es necesario que tome posiciones pensando en que sus enemigos no se han de parar en medios y que han de hacer alianzas hasta con el gran diablo para combatirlo. No espere que sus enemigos le hagan justicia aunque obre milagros; ni crea tampoco que ha de desarmarlos con su programa norteamericano; ya ve lo que le está pasando, que toman en ridículo sus palabras, que cuando dice blanco ellos dicen negro, y que por fin lo tratan como no se trata a ninguna autoridad en la tierra. Dejando las cosas como están, armados los caudillos engrandecidos por Elizalde, con una prensa de difamación hasta la licencia más inaudita, viene la idea de debilidad para el nuevo gobierno en el exterior y en el interior. Los hombres poco pensadores, que son los más, vacilan, dudan, temen de prestar apoyo a un gobierno combatido con tanta audacia, y que lejos de tener fuerza visible, por el contrario la tienen sus adversarios en los poderes militares que han creado para servicio suyo contra ese gobierno. Las palabras de Jefferson citadas por Sarmiento en su discurso son muy buenas para el pueblo norteamericano, para nosotros no es más que una teología de buen sabor para Elizalde. Esa especie de amnistía pronunciada en favor de sus enemigos no crea que los atrae, los robustece porque lo atribuyen a impotencia. Los hombres que ha elevado Elizalde en el Interior no son colaboradores de ningún gobierno regular; han de pertenecer siempre al hombre que les ha tolerado execrables abusos, y que será siempre una promesa para continuarlos después, porque indudablemente esperan verlo en el gobierno más o menos tarde”[8].

Más allá de la acerba crítica al ex ministro de Mitre, Posse –quien le pidió a su interlocutor que hiciera conocer a Sarmiento el contenido de su carta— quería advertirle que penetraba en una realidad hostil a sus ideas transformadoras, pues por lo general los mandatarios locales y sus adláteres priorizaban sus conveniencias y momentáneas necesidades sin importarles las políticas que mirasen al desarrollo del todo.

Por de pronto, al asumir se encontró con el estado de subversión en que se hallaba la provincia de Corrientes. Rápido de reflejos, envió a Vélez Sarsfield, quien a fines de octubre de 1868 pudo pacificarla. No pasarían ni dos meses cuando el presidente se vería obligado a intervenir San Juan, sacudida por enfrentamientos entre la legislatura y el gobernador. La aplicación del “remedio federal” por decreto del Poder Ejecutivo, a raíz del receso del Congreso, provocaría seis arduas sesiones que concluyeron dando razón al presidente sobre la no reposición del gobernador. Además, Sarmiento había adoptado una decisión peligrosa pero necesaria: contener la acción de los hermanos Taboada en Santiago del Estero, cuya influencia mantenía en vilo a todo el Noroeste. Luego de agotar los medios conciliatorios, estableció tropas en Tucumán al mando del general Ignacio Rivas y envió al teniente coronel Julio A. Roca para hacerles frente en sus incursiones en aquella provincia.

En octubre de 1870 dispondría la intervención de Jujuy, agitada por una revolución, y en febrero de 1873 comisionaría a Estanislao Tello y luego a Uladislao Frías para que devolvieran el mando al gobernador Benjamín Bates, que se había refugiado en Mendoza.

Con el correr de los primeros meses de gobierno, Sarmiento comprendió que tendría que lidiar con un Parlamento proclive a discutir en profundidad cada iniciativa del Poder Ejecutivo y supo que debía acostumbrarse a recibir rechazos. Como era un hombre de autoridad, le indignaba que sus proyectos fueran objeto de frecuentes objeciones. Pero como también era un demócrata, sabía aceptar las reglas de juego que imponía la Constitución y se contentaba con manifestar, a veces con furia, su disenso desde la prensa.

Sin embargo, el balance de las relaciones con ambas cámaras sería positivo: durante su mandato fueron aprobadas más de cuatrocientas leyes.

Apenas afianzado, Sarmiento pudo poner en marcha en 1869 una norma que permitió la reorganización de las aduanas y de su sistema de contabilidad, lo cual produjo un rápido incremento de los ingresos fiscales. También obtuvo ese año la sanción de la ley que dispuso la realización de un censo, el primero desde la Revolución de Mayo, que tuvo «el valor de una radiografía nacional». Los resultados de tan complejo esfuerzo se conocieron unos años más tarde y arrojaron cifras que demostraban que Buenos Aires era ya la “Cabeza de Golial”, como la definiría décadas más tarde Ezequiel Martínez Estrada. El 28 por ciento de la población total vivía en la provincia de Buenos Aires La urbe de ese nombre contaba con 177.700 pobladores. Apenas dos ciudades pasaban los 20.000 habitantes: Córdoba y Rosario.

Además, su pedido al Congreso de que se sancionara el Código Civil en el que Vélez Sarsfield trabajaba desde varios años atrás por impulso de su predecesor, Mitre, permitió la aprobación a libro cerrado de aquel monumento jurídico indispensable para el país, pese a las fundadas críticas del senador Nicasio Oroño que quería discutir artículo por artículo.

Cerraba 1869 cuando Sarmiento dispuso la creación del Observatorio Astronómico de Córdoba, a cuyo frente puso al sabio Benjamín Gould, cuyos notables hallazgos proyectaron el nombre de la Argentina hacia todos los ámbitos científicos del mundo.

Violenta ruptura con el nacionalismo mitrista

Concluía diciembre cuando se confirmó el regreso a sus hogares de la mayor parte de los veteranos del Paraguay. Volvían las unidades de la Guardia Nacional de Buenos Aires y de las provincias, mientras quedaban en la zona de guerra, donde permanecerían mucho tiempo más, seis batallones de infantería de línea, un regimiento de caballería, algunos médicos y un capellán.

Las disidencias entre Sarmiento y la Municipalidad de Buenos Aires, que se negó a habilitarle unos salones para que se ubicasen las autoridades e invitados, hizo que las tropas desembarcaran el 31 de diciembre, casi a medianoche, y que en vez de ser recibidas por todo el pueblo preparado para ello, marcharan cabizbajas y tristes a los cuarteles. Ante el desaire municipal, el primer mandatario hizo construir un palco en la Plaza de Mayo y desde allí contempló el 2 de enero el paso de las tropas mandadas por Emilio Mitre, sin responder a los saludos con las espadas por parte de los jefes y oficiales, descortesía que la prensa criticó. Cuando las fuerzas se enfrentaron al balcón en que se encontraba Bartolomé Mitre, el coronel Somoza, jefe del batallón San Nicolás, ordenó alto y vivó al antiguo generalísimo aliado. De inmediato Gainza mandó un ayudante con la orden de que se presentara arrestado.

En el coche presidencial contemplaban el desfile unas señoras a las que días más tarde el cronista de La Nación, diario fundado por Mitre el 4 de enero de 1870, llamaría despectivamente “chimangas de su familia”. Sarmiento se encargó de aclarar desde El Nacional que las damas no eran de su familia sino de la del general Emilio Mitre, comandante en jefe de las fuerzas y hermano del director de la hoja opositora[9].

El Nacional había dado cuenta, al efectuar una escueta crónica del desfile, de hechos notables: por primera vez la Guardia Nacional de las provincias había sido reunida y revistada en la capital de la República, y también premiada y pagada, cosa que, señalaba la hoja oficialista, no había ocurrido al concluir las guerras de la independencia y del Brasil ni tras las campañas de Cepeda y Pavón.

Las tropas tardaron en ser licenciadas, circunstancia que también fue motivo de acerbas críticas por parte de los adversarios del gobierno. Sarmiento, luego de permitir que la Guardia Nacional de Buenos Aires pusiera por fin sus armas en pabellón y volviera a sus hogares, se embarcó hacia Rosario y Concepción del Uruguay para presidir las respectivas despedidas.

A los pocos días de aparecer La Nación, Sarmiento se quejó desde  El Nacional, en un artículo firmado con sus iniciales, de la extrema modestia con que se había manejado el gobierno de su predecesor.

El diario de Mitre reprobó que hiciese comparaciones opuestas a la austeridad republicana: “Cuando renovó el mobiliario del salón del gobierno con los muebles comprados con la sangre de los vencedores del Paraguay, dijo en El Nacional que la anterior administración sólo le había dejado por herencia unos muebles fritos en grasa. Hoy, al hablar de los demás artículos que constituyen el inventario del palacio y sus adherencias, dice que recibió una casa pobre, un coche de alquiler y una pequeña escolta impaga de algunos meses”.

Todos se había hecho de prestado, se aclaraba, pero sin embargo, “sobre esta base se organizó la renta y el tesoro nacional, que ha dado lo bastante para reorganizar la República, hacer ferrocarriles y telégrafos, fundar escuelas y asegurar la victoria dentro y fuera; pero que no alcanza para renovar las sillas y sofás de Pavón”[10].

Referencias:

[1] Obras completas, tomo XXI, Santiago de Chile, Imprenta Gutenberg, 1885, págs. 270 y siguientes.
[2] Allison Williams Bunkley, Vida de Sarmiento, Buenos Aires, Eudeba, 1966, pág. 424.
[3] Bartolomé Mitre, Arengas, tomo I, Buenos Aires, Biblioteca de La Nación, 1902, pág. 250.
[4] Obras completas, tomo XXI, Santiago de Chile, Imprenta Gutenberg, 1885, págs. 270 y siguientes.
[5] Sarmiento-Mitre. Correspondencia. 1846-1868, Buenos Aires, Museo Mitre, 1911,  pág. 375.
[6] Ibídiem, pág. 377.
[7] Augusto G. Rodríguez, Sarmiento militar, Buenos Aires, Ediciones Peuser, 1950, pág. 244.
[8] Epistolario entre Sarmiento y Posse, pág. 190. Al doctor Pedro Rueda. Tucumán, 30 de octubre de 1869.
[9] De Marco, La Guerra del Paraguay, Buenos Aires, Planeta, 1995, pág. 329.
[10] Buenos Aires, 3 de enero de 1870. Cfr. De Marco, Bartolomé Mitre. Biografía, Buenos Aires, Planeta, 1998, pág. 373.

 

Fuente: www.elhistoriador.com.ar