Sarmiento. Cuando la Argentina planificó la ciencia, por Julio Orione


Muchas veces en estas páginas nos hemos referido al Sarmiento educador, también al periodista, al escritor, al polemista, al militar, al político o al estadista.

En esta oportunidad, queremos destacar una faceta menos transitada de Sarmiento: sus desvelos por promover la ciencia en nuestro país como una forma fundamental del progreso.

Compartimos aquí un texto de Julio Orione sobre algunos de los más destacados logros del sanjuanino en la promoción de la ciencia.

Fuente: El ciudadano, Nº 0, 4 de octubre de 1988.

Corre 1871, el tercer año de la presidencia de Sarmiento. En Córdoba se inaugura el Observatorio Astronómico Argentino, que organizó el norteamericano Benjamín Gould. Sarmiento habla y responde a las críticas que motivó la instalación de esa estación científica: “Es anticipado o superfluo, se dice, un observatorio en pueblos nacientes y con un erario o exhausto o recargado. Y bien, yo digo que debemos renunciar al rango de nación, o al título de pueblo civilizado, si no tomamos nuestra parte en el progreso y en el movimiento de las ciencias naturales”.

Muchas décadas más tarde, Nehru diría casi lo mismo: “cuando más pobre es un país, menos puede darse el lujo de despreciar la ciencia”.

En cuatro palabras, Sarmiento saltaba por encima de las críticas y proponía un programa, que antes y después de su gobierno mantuvo su integridad y potencia constructiva. Algunos ejemplos:

  • En 1862 trae a Buenos Aires a Germán Burmeister, consagrado naturalista alemán, para que se haga cargo del Museo porteño.
  • En 1865 inicia contactos con el astrónomo Gould. La guerra con el Paraguay impide concretar el proyecto de una expedición astronómica al hemisferio sur.
  • En 1870, ya presidente, logra que el Congreso apruebe la instalación del Observatorio Astronómico en Córdoba.
  • En 1874 funda en Córdoba la Academia de Ciencias y contrata a numerosos naturalistas europeos.

Si fuera cuestión de limitarse a una reseña de actos institucionales, la enumeración bastaría para certificar lo que dijo la historiadora de la ciencia Leticia Halperin Donghi: la acción de Sarmiento es la más notable “que nos brinda la Argentina del siglo pasado en materia de política científica planteada”.

Pero la relación del sanjuanino con la ciencia fue mucho más lejos que eso.

Darwin, síntesis del pensamiento moderno

En 1882 murió Charles Darwin. El 30 de mayo, en el teatro Nacional de Buenos Aires, el Círculo Médico Argentino organizó un homenaje donde hablaron Eduardo L. Holmberg y Sarmiento.

En el extenso discurso afloran punto por punto las ideas características del progreso decimonónico. Después de sintetizar animadamente las concepciones del evolucionismo y el papel de Darwin en su afianzamiento, se explaya sobre la transformación de las ideas desde la antigüedad hasta el presente: “la evolución del pensamiento, cuya última expresión es Darwin”.

En el remate final, rinde homenaje a quienes “han levantado en esta América una punta del velo de la misteriosa Isis de la verdad científica”, y menciona a Franklin, “nuestro compatriota”, a Burmeister, a Gould, al norteamericano Louis Agassiz y a Florentino Ameghino.

Para finalizar con una exhortación. “Estímulo y gloria –dice– a los trabajadores de toda nuestra América, para ayudar al progreso de la ciencia humana, hasta que por el Mississipi, el Amazonas y el Plata, como el triunvirato del activo movimiento moderno, descienda al viejo Océano una nueva raza americana, armada de máquinas para suplir su falta orgánica de garras, y vibrando el rayo que ha hecho suyo, devuelva a la vieja Tierra, su madre, en instituciones libres, en pasmosas aplicaciones de las ciencias al trabajo, los rudimentos que elaboraron egipcios, griegos, romanos y sajones para nosotros y nos trajeron puritanos y castellanos”.

Desde las infinitas estrellas en el espacio hasta las profundidades de la historia geológica, Sarmiento se admira de cómo la ciencia penetra en los misterios del universo. Sin embargo, no es una admiración ingenua. Por el contrario, destaca el encadenamiento entre conocimiento puro y aplicaciones; no tiene dudas en zanjar una cuestión que todavía ocupa y conmueve a quienes analizan el lugar de la ciencia en la sociedad.

Esas “pasmosas aplicaciones de la ciencia al trabajo” con los incentivos mayores para desarrollar la investigación se unen, en sus visiones del progreso y la modernidad, a un combate por industrializar la Argentina. Mientras tanto, la implantación de la educación generalizada haría posible la ampliación del mercado interno y conformar una ciudadanía capaz de producir y consumir en términos de las nuevas técnicas en rápido desarrollo.

¿Quién convence a las mujeres?

En la Argentina de 1882, la ciencia era un valor aceptado con entusiasmo por la intelectualidad liberal que pugnaba por desprender al país de los resabios coloniales (“Es una cruel ilusión del espíritu creernos y llamarnos pueblos nuevos –decía Sarmiento en la inauguración del Observatorio cordobés–. Es de vejez que pecamos. Los pueblos modernos son los que resumen en sí todos los progresos que en las ciencias y en las artes ha hecho la humanidad, aplicándolas a la más general satisfacción de las necesidades del mayor número”).

La resistencia al cambio era percibida por Sarmiento como un freno que había de ser quebrado. Esa noche del homenaje a Darwin enfocó sus dardos hacia quienes, en doméstica visión ideológica, lideraban el viejo orden: las mujeres.

De entrada, pinta a Darwin hogareño y familiar: “Puedo estar seguro de la indulgencia de los que me hacen el honor de escucharme y de las simpatías de las señoras, si agrego que Darwin ha terminado su larga y laboriosa carrera rodeado de su familia, criada como él en la simplicidad de la vida de campo inglesa…”.

En otro párrafo, cuando alude a los hallazgos de Ameghino en torno a presuntos fósiles prehumanos en la provincia de Buenos Aires, dice que no hay que “tener mucha vergüenza de creer que hemos sido todos los presentes monos y monas… ¡muy monas!” Y más adelante: “Tampoco querrán ustedes, señoras, descender de los negritos de Fidji, que se comen a sus madres y se adornan la cabeza con peinados elaborados que el peluquero pone tres días en levantar el majestuoso edificio”.

Al dedicarle éstas y otras atenciones al auditorio femenino, Sarmiento hacía política. Poco antes, había terminado las sesiones del Congreso pedagógico Americano –reunido en el marco de la Exposición Continental que había organizado el Club Industrial–, y allí se habían discutido esas cosas del progreso, la ciencia y las transformaciones sociales, tan temidos demonios para los seguidores del Syllabus.

En las mujeres, más apegadas a las costumbres del pasado, menos dispuestas que sus maridos a levantar los estandartes del liberalismo, veía a las opositoras más acérrimas de un proyecto nacional modernizador. El laicismo, la secularización, no se llevaban demasiado bien con “la religión de mi mujer”, como dijo en polémica con Avellaneda.

La sombra de la cruz

Cuando hoy Mario Bunge afirma que la raíz del descuido por la ciencia en el mundo hispanoamericano es ideológica, ya que “toda esta región ha estado viviendo durante siglos a la sombra de la cruz y de la espada”, resuena la voz de Sarmiento, consciente de la necesidad de hacer ciencia para poder producir y de que la ciencia no está desvinculada de la ideología dominante. De allí su insistencia constante por implementar la educación común, promover la investigación y desarrollar la industria; todo  bajo el signo del progreso iluminista y del laicismo.

Sin embargo, tampoco basta esto para mostrar a Sarmiento en su vinculación con el pensamiento y la práctica científicos. Hay una dimensión mayor, la que perfila a Sarmiento capaz de pensar los problemas del desarrollo nacional, de la historia, de sus características sociales, con método científico.

Así como hay un Sarmiento maestro, político, militar o estadista, también hay un Sarmiento científico. Capaz de entender la necesidad de elaborar una política científica para el país porque entendía desde dentro qué era la ciencia. No sólo, como se ha pretendido, su utilidad.

Es cierto que, como él mismo lo dice, carecía de “autoridad para emitir opinión sobre materias que salen, o no entraron, en el campo de la vida pública que ha sido mi provincia especial”. Pero no es menos cierto que aunque no haya sido un hombre de ciencia en el sentido que hoy se da al término, el método científico fue aplicado por él en sus abordajes de cuestiones sociológicas, históricas y antropológicas.

Y en todos los casos, cuando afrontó un tema, encaró un problema o desarrolló una postura, el partido tomado era una posición de punta, de frontera, para su época.

El historiador Marcelo Montserrat mostró en sus trabajos cómo la elección de Sarmiento en favor de las observaciones astronómicas no sólo apuntaba a una necesidad de desarrollo científico en estas latitudes. La astronomía representaba en esos años la apuesta por el progreso; era la que “marcha al frente de las ciencias naturales” (en palabras de Avellaneda, durante el debate parlamentario sobre la creación del Observatorio).

Y así como en la década de 1860 Sarmiento había acercado a Buenos Aires la jerarquía científica de Burmeister para que se ocupase de las ciencias naturales, años más tarde tomaría partido en la gran discusión de la época –creacionismo versus transformismo-, del lado opuesto al de “mi ilustre amigo el sabio Burmeister”.

Sería evolucionista y apoyaría a Ameghino. Como siempre, tomaría partido por lo nuevo, por la ciencia, en una época caracterizada por “observaciones profundas y extensas meditaciones, afanándose el hombre en dar expresión a las leyes en virtud de las cuales la naturaleza, la sociedad y la vida misma funcionan y existen”.