Pocas figuras de la intelectualidad argentina pueden lograr un reconocimiento tan amplio como Raúl Scalabrini Ortiz. Es cierto, no le han faltado detractores ni detractados, pero concentra como pocos las simpatías de un amplio espectro político-social por su irrestricta defensa de los intereses del país y de ahí que se le haya dado el mote de “profeta nacional”.
Raúl Scalabrini Ortiz nació en Corrientes, un 14 de febrero de 1898. Hijo de un reconocido científico naturalista, “un juntador de huesos” -diría Raúl- y de una mujer de “abolengo patricio”, de chico se interesó por la historia del país, pero aceptando el legado de la corriente mitrista, al tiempo que las amistades de la infancia lo acercaban a las costumbres aristocratizantes. También le interesaba en gran manera la literatura, especialmente las novelas o cuentos rusos de Tolstoi y Dostoievsky.
La primera guerra sacudió al mundo y el conocimiento de obras rusas lo hicieron simpatizar con la revolución bolchevique y el marxismo. Nunca olvidará por ello la importancia de las variables económicas a la hora de analizar la realidad. Entonces, Raúl asistía a la Facultad de Ingeniería y pronto se graduaría de Agrimensor. Era un solitario, pero uno de los que escribe, porque era un sagaz observador. De esta inspiración nació su primer libro, La Manga en 1923.
Con 26 años, Raúl viajó a París, hecho que le permitió revalorizar “al hombre de nuestra tierra”. A su regreso se conectó con sectores del nacionalismo tradicionalista, como Ernesto Palacio y los hermanos Irazusta. Siguió escribiendo y se le abrieron incluso las páginas del diario La Nación. Por entonces, a diferencia de Jauretche, su futuro gran compañero, apoyó el golpe contra Yrigoyen; pero pronto reaccionó y, nutrido ya de un importante sentimiento antibritánico, comenzó a dar un giro definitivo a sus ideas. Abandonó el diario La Nación y se abocó definitivamente a descubrir aquello grandioso que ofrece lo autóctono. El hombre que está solo y espera es fruto de este repensar. También, el inicio de un exhaustivo análisis de las estructuras económicas de la dependencia del país. Por ese entonces comenzará a repetir con frecuencia que “la República Argentina está en poder del capital británico”.
Ya alcanzados los 35 años, Scalabrini comenzó una intensa campaña personal en defensa de la soberanía integral del país. Desde el periódico Última Hora, pero también con las armas en la mano en la insurrección de Pasos de los Libres de 1933. El fracaso del levantamiento conlleva su aprehensión y posterior deportación a Europa. Preso y todo, alcanzó a casarse con Mercedes Comaleras, con quien tendría cinco hijos.
A fines de 1934, el presidente Justo le permite regresar al país. Entonces, ya tenía esbozado el libro Política Británica en el Río de la Plata y enseguida volcaría sus ideas en el semanario Señales. Allí finalmente entablaría amistad con Arturo Jauretche y el grupo Forja. Los ferrocarriles, el petróleo, la deuda pública, nutren sus páginas. Si no es en Señales, pronto será en el fugaz Reconquista, fundado en noviembre de 1939. Pero la realidad le es adversa y Raúl se encuentra aislado y sin trabajo.
Un inesperado acontecimiento lo pone nuevamente en guardia. Conoce a Perón y, el 17 de octubre de 1945, festeja la movilización popular. Gana protagonismo y encabeza frentes para la recuperación del patrimonio nacional. Su pluma entonces se leía en Política. La lucha por la “Revolución Nacional”, por “empezar todo de nuevo”, encuentra un fin abrupto. Luego del golpe del 55, Scalabrini vuelve a la trinchera. Desde El Líder, El Federalista, El 45 o De Frente, todos periódicos de la resistencia, Scalabrini lanza sus denuncias, que pronto encontrarán una luz de esperanza en Arturo Frondizi. Es la etapa de la revista Qué de Rogelio Frigerio, que durará tanto cuanto duró la breve esperanza en Frondizi.
Raúl Scalabrini Ortiz ya alcanzaba los 61 años, estaba agotado por las desventuras de su país y, ahora, enfermo de cáncer. Moriría el 30 de mayo de 1959.
En esta oportunidad, lo recordamos con un fragmento de su libro Los ferrocarriles deben ser argentinos. Éste fue el punto final de una ardorosa campaña que inició a comienzos de 1946, que podríamos resumirla bajo el slogan de “comprar soberanía”, contrarrestando la propaganda de los que llamaba “personeros del imperialismo” que rechazaban la posibilidad de la nacionalización de los ferrocarriles argumentando que se trataba de comprar “hierro viejo”.
Scalabrini creía que en los días inmediatos iba a jugarse el destino del país por muchos decenios, pues vencían pronto algunos artículos de la Ley Mitre de ferrocarriles y se abriría un hueco para dar un profundo giro a la política nacional de transportes. Como dijo entonces: “hice todo lo que pude a favor de la nacionalización de los ferrocarriles extranjeros. Creo haber cumplido con mi deber de ciudadano”.
El gobierno de Perón nacionalizó los ferrocarriles el 13 de febrero de 1947 y el 1º de marzo de 1948 se tomó posesión de los mismos ante una multitud. Scalabrini, presente entonces, diría: “Cuando el silbato de la Porteña anunció que volvía a ser argentina se abría un mundo de inmensas posibilidades”.
Fuente: Raúl Scalabrini Ortiz, Los ferrocarriles deben ser argentinos, Buenos Aires, Arturo Peña Lillo Editor, 1965, págs. 111-122.
Oportunidad de la nacionalización ferroviaria
Es ya de público dominio y notorio que el 1º de enero de 1947 caducan algunos artículos de la ley 5.315, llamada Ley Mitre. Esta caducidad ha dado pretexto a numerosas maniobras diversivas de desfiguración y fingimiento. Por eso iniciaré esta parte de mi exposición dejando indubitable y terminantemente establecido que todas las concesiones ferroviarias, sin exclusión, lo son a perpetuidad, sin cláusula alguna de retracto ni de reversión a favor del Estado concedente. Sin plazo ni límite temporal, todo crecimiento y progreso argentino continuará constreñido en su desarrollo por la inercia ferroviaria carente de estímulos nacionales. El privilegio ferroviario no caducará ni el 1º de enero de 1947 ni el 1º de enero del año 2947.
(…)
El 1ºde enero de 1947 los ferrocarriles extranjeros comenzarán a estar sometidos a los mismos compromisos que obligan a cualquier ciudadano industrioso. Deberán abonar derechos de aduana y derechos portuarios, impuestos a la renta y contribuciones territoriales y municipales. Todo lo cual asciende a la cifra aproximada de cuarenta millones anuales. Este será el resultado de la extinción de la vigencia del artículo 8° de la ley 5.315. Pero al mismo tiempo se extingue la vigencia del artículo 9°: por el cual las empresas se han avenido voluntariamente a limitar sus ganancias dentro de un cierto margen teórico, y a permitir la intervención del Poder Ejecutivo en sus tarifas cuando esa ganancia sea excedida. Caducadas las obligaciones que se deducen del artículo 9°, las compañías se acogerán a sus derechos emergentes de sus respectivas concesiones originarias que facultan a las empresas a determinar tarifas tales que cubran sus gastos y reditúen intereses que llegan hasta alturas verdaderamente usurarias.
(…)
La caducidad simultánea de los artículos 8° y 9° de la ley 5.315, llamada Ley Mitre, pondrá, pues, al gobierno y al país frente a una encrucijada que no admite procedimientos dilatorios. Tres caminos legales arrancan de ese nudo gordiano. El primero consiste en cerrar los ojos a la realidad y dejar que la ley caduque sin tomar recaudos preventivos. Esto significaría entregar al país a la voracidad insaciable de las empresas… (…) El segundo camino legal es el de prorrogar la Ley Mitre, sea por un plazo razonable de dos años, en forma precaria, mientras se estudian las soluciones de fondo, sea desembozadamente, en un gesto de desdén para la bien expresada voluntad del país y de sumisión para el extranjero. De todas maneras, precaria o definitivamente, la prórroga no sería una solución concluyente. (…) El tercer camino está obliterado por el rostro áspero de la realidad en que perviven como maleficios todas las renuncias morales del pasado, pero que se abre a un porvenir preñado de esperanzas. Para avanzar por este camino es indispensable el ademán tajante del que corta el nudo gordiano: es la nacionalización sin sociedades, sin pactos de retroventa ni conexiones subsiguientes. Solo la expropiación lisa y llana clausurará una época turbia e inaugurará una era de relaciones en que la mutua comprensión entre iguales permitirá solucionar todos los problemas, como los solucionan los hombres en su vida de relación.
(…)
El valor de los ferrocarriles dependerá de la integridad y carácter de los negociadores y de la intensidad de la fuerza nacional que los apoye. El único criterio de tasación teóricamente aceptable es el del valor histórico, con establecimiento del costo de origen disminuido en la correspondiente depreciación por uso y amortización por tarifa, condicionado a su obsolencia o aptitud industrial actual.
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La nacionalización de los ferrocarriles que aquí postulo implica no solamente la expropiación de los bienes de las empresas privadas y extranjeras. Ese acto reducido a sí mismo, produciría un beneficio nacional indudable. Trocaría el propietario privado y extranjero por el gobierno nacional, en quien debemos sentir representados nuestros mejores anhelos. Pero el cambio debe ser más profundo. El ferrocarril debe cesar de estar al servicio de su propio interés. Debe dejar de perseguir la ganancia como objetivo. Debe cambiar por completo la dirección y el sentido de su actividad para ponerse íntegramente al servicio de los requerimientos nacionales.
Casi diría que el ferrocarril nacional deberá combatir, ante todo, contra sí mismo, contra su propia política. En busca de la ganancia el ferrocarril aniquiló a las industrias del interior (…). Puede decirse que el ferrocarril nacionalizado deberá operar para bien del país, en un sentido diametralmente opuesto al que caracteriza a los ferrocarriles privados y extranjeros. Para que el ferrocarril nacionalizado pueda orientarse en el exclusivo servicio del país es indispensable liberarlo de la tiranía del interés. El costo de la expropiación y de la renovación de materiales no debe erigirse en una tara de los ferrocarriles nacionalizados, porque entonces su política no podría diferir en mucho de la vieja y perniciosa política ferroviaria de las compañías particulares.
(…)
El capital de los ferrocarriles nacionalizados deberá, en consecuencia, ser nulo. Su obligación no será la de servir un capital dado, sino la de servir la vida nacional en todas sus manifestaciones. Este novísimo criterio del servicio público puede parecer sorprendente, pero eso ocurre, simplemente, porque nos hemos acostumbrado al absurdo viejo criterio de la utilidad directa.
(…)
La liberación de los ferrocarriles nacionalizados de la mole abrumadora de los compromisos financieros, redituaría, de modo indirecto, inmensos, incalculables, beneficios al país… (…) Dije que el nudo gordiano tiene un rostro áspero pero se abre sobre un camino de grandes perspectivas. De nosotros depende su realización. No esperemos que otros hagan lo que no somos capaces de hacer. Los gobiernos no pueden realizar sino aquello que los pueblos saben pedir con autoridad y con firmeza.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar