
En la antigua Roma, la orina era mucho más que un simple desecho. De hecho, este peculiar recurso llegó a convertirse en todo un negocio y, sorprendentemente, incluso en una fuente de ingresos fiscales para el Imperio.
Las fullonicas, o lavanderías romanas, fueron las primeras en darse cuenta del valor de la orina. Allí, los trabajadores recolectaban este líquido y lo dejaban fermentar hasta que se descomponía, transformándose en amoníaco. Este detergente natural era entonces utilizado para lavar y blanquear las preciosas togas de la nobleza romana.
Pero la orina no solo se usaba en las lavanderías. También era fundamental en la industria del curtido de pieles, pues el amoníaco facilitaba el suavizado y el proceso de eliminación del vello y restos de carne de las pieles de animales.
Fue entonces cuando el emperador Vespasiano, un hombre pragmático y con un gran olfato para los negocios, decidió aprovechar este recurso. Impuso un impuesto, el urinae vectigal, a quienes quisieran utilizar la orina recolectada en la famosa Cloaca Máxima de Roma.
Cuenta el historiador Suetonio que cuando el hijo de Vespasiano, Tito, consideró inapropiado cobrar impuestos por algo tan desagradable como la orina, su padre le acercó una moneda de oro a la nariz y le preguntó si le parecía que olía mal. Ante la respuesta negativa de Tito, Vespasiano sentenció su célebre frase: «Atqui ex lotio est» o «¡Y eso que viene de la orina!».
Este episodio dio origen al famoso «Axioma de Vespasiano»: «Pecunia non olet» o «El dinero no apesta», demostrando que, en los negocios, poco importa el origen de los ingresos, siempre que generen beneficios.
La historia de cómo la orina se convirtió en un recurso valioso en la antigua Roma nos muestra la ingeniosidad y el pragmatismo de los romanos, quienes supieron aprovechar hasta el más humilde de los desechos para generar riqueza y recursos para el Imperio.