Autor: Felipe Pigna
Si se pudiera fijar en una fecha el origen del extraordinario proceso que pasaría a la historia como el Mayo Francés, esta sería la del 22 de marzo de 1968. Ese día los estudiantes de Ciencias Humanas de la Facultad de Nanterre invadieron las oficinas de la dirección pidiendo por su derecho a celebrar reuniones políticas y por la modernización de los planes de estudio. Así nació lo que se llamaría Movimiento 22 de marzo, fundado por Daniel Cohn Bendit, más conocido por el seudónimo de Dany el Rojo, un estudiante anarquista de nacionalidad alemana. El general De Gaulle, héroe de la Segunda Guerra Mundial, cumplía por entonces sus primeros diez años en el poder. El gaullismo, su fuerza política, que tenía las manos y la memoria manchada con la sangre de decenas de miles de argelinos masacrados por sus tropas, se estaba convirtiendo en una especie de filosofía de vida, y en los centros de enseñanza superior se formaba a quienes serían los continuadores del sistema.
Los jóvenes de Nanterre hablaban de la Universidad como de un lugar arcaico, alejado de la realidad política y social, y se negaban a colaborar en la reproducción del orden gaullista. Soñaban con un mundo más justo, menos hipócrita y miraban con admiración hacia Latinoamérica y Vietnam, que le hacían frente con lo que tenían a las ambiciones del Imperio. La rebelión de Nanterre llegó a París. En la Sorbona comenzaron a celebrarse reuniones presididas por Dany el Rojo. El gobierno ordenó a la policía ocupar el Barrio Latino, donde se encuentra la Sorbona, para obligar a los estudiantes descontentos, mediante el uso de la fuerza, a retirarse de la Universidad. Pese a ello, la protesta, con sorprendente celeridad, se extendió a gran parte del estudiantado francés, que adoptó una actitud combativa.
Se produjeron los primeros enfrentamientos y se construyeron las primeras barricadas. Cientos de automóviles fueron quemados por los estudiantes para neutralizar el efecto de los gases lacrimógenos arrojados por la policía. En tanto los obreros de las principales fábricas y centros laborales del país declaraban la huelga general en solidaridad con los estudiantes, al margen de las organizaciones sindicales que, por el contrario, calificaban a los estudiantes de agitadores y aventureros.
A partir de ese momento no cesaron ni la agitación obrero-estudiantil, ni la represión policial, y las distancias entre el ciudadano medio, la policía y los partidos políticos fue en aumento. Pero ¿qué se pretendía? ¿Cuáles eran las ideas que inspiraban el movimiento?: “el rechazo de la cultura burguesa” por ser una cultura fundada en una ambición descontrolada, estimulada por una propaganda incesante que manipula el pensamiento, contribuye al consumo innecesario, y reduce al hombre a una condición de “tonto feliz”; y la denuncia del sistema capitalista como autoritario, aunque se exprese bajo regímenes políticos supuestamente democráticos.
Mientras tanto, en las paredes nacía una nueva forma de expresión cultural: el graffitti, es decir, la pintada callejera. Sus contundentes frases dejaron bien en claro qué pretendían sus autores: “la imaginación al poder”, “prohibido prohibir”, “en las facultades 6% de hijos de obreros, en los reformatorios 90 % de hijos de obreros”, “la cultura es la inversión de la vida”, “seamos realistas pidamos lo imposible”. Los graffitti adornaron las calles de París junto a los retratos del “Che” Guevara, Mao Tse Tung, el Marqués de Sade y Lord Byron.
Mientras tanto, los trabajadores plegados a la revuelta dejaban de lado la lucha por un salario mejor para exigir participación obrera en las decisiones de las empresas en las cuales trabajaban. Con muchos slogans pero con pocas respuestas concretas, el movimiento no logró la adhesión del francés medio, que si bien en un principio vio con simpatía los reclamos de los jóvenes, fue temiendo a la situación y a la posibilidad, exagerada por la propaganda del gobierno gaullista, de una Francia roja. Se hizo evidente que la realidad desbordó las intenciones iniciales del movimiento y lo fue llevando a un callejón sin salida.
Los diarios de gran tirada, salvo algunos identificados con partidos minúsculos, combatieron con energía la protesta estudiantil y obrera. Robert Escarpit escribió en Le Monde: “Cuando, dentro de 10 o 20 años, Daniel Cohn-Bendit y sus amigos sean decanos, rectores, ministros (…) deseo que se enfrenten con las revueltas de sus propios alumnos con tanta moderación como la que se está mostrando hoy en Nanterre”; a su vez, Jean Papillon, en Le Figaro preguntaba: “¿Estudiantes, esos jóvenes?, para responder: son más bien carne de correccional que de universidad”.
Todo estaba volviendo a la gris normalidad y perdido gran parte del consenso social, la habilidad del general De Gaulle hizo el resto. Aceptó la justicia de todos los reclamos, y dijo que él sería el principal impulsor de la reforma. En junio (de 1968) llegó a prometer que habría participación obrera en las empresas. Inmediatamente, convocó a elecciones legislativas y propuso un referéndum para el año siguiente. Un electorado asustado por todos los episodios vividos le dio al general una amplia mayoría, dando por concluido el episodio.
Como decía una pintada de la Rue de Rivoli: “Algunos pequeños burgueses franceses podrán tener el corazón a la izquierda, pero el bolsillo lo tienen a la derecha”.