La primera Buenos Aires


Autor: Felipe Pigna

No está demasiado claro cuál es la fecha real de la fundación de Buenos Aires y tampoco el solar inicial. “Los mejores indicios” –señala Roquera– “apuntan a que ocurrió alrededor del 2 o 3 de febrero de 1536. O tal vez la ceremonia de la fundación –si es que hubo tal ceremonia– se haya demorado hasta el 22, entre tanto se erigían las primeras construcciones… Tampoco es enteramente seguro el emplazamiento escogido”. 1

José Luis Busaniche va aún un poco más lejos y señala: “Las circunstancias en que se produjo el desembarco, la forma en que se establecieron los expedicionarios, llevan por el contrario a creer que no hubo en realidad fundación”. 2

Sí en cambio se sabe cómo era esa primera Buenos Aires, en la que predominaban viviendas muy sencillas, básicamente de barro y techo de paja, salvo, claro, la de Mendoza que, como autentico adelantado que era, se vio beneficiado por un techo de tejas. Tampoco faltaba la plaza central, esa que luego se construyó con cada uno de los pueblos, y la Iglesia, la primera para abastecer espiritualmente a una población de alrededor de  1.200 almas. Pero si era suficiente la cantidad de abastos espirituales, no lo eran en cambio los terrenales, y la galleta que fuera traída desde España para alimentar a tantos colonos comenzó a agotarse. El menú no era demasiado atractivo, “tres onzas de galletas por día y un pescado cada tres”, señala Orquera, y todo indica que la fauna circundante no fue suficiente o no supieron capturarla. Algo similar cabe preguntarse con la pesca en un periodo en que la contaminación no había vaciado, ni mucho menos, las arcas del Riachuelo. Lo cierto es que la dieta comenzó a completarse con ratas, víboras, zapatos y algún que otro colono.

Todo indica que los españoles no supieron aprovechar bien la naturaleza que los rodeaba. De hecho, se conoce por testimonios de cronistas que la población de los querandíes era más o menos el doble, pero no hay registros ni evidencias de que aquellos nativos conocieran algo parecido al hambre. Se sabe que no eran antropófagos, y que cazaban con habilidad ciervos y otras especies. También que pescaban.

Los colonos no fueron peritos en abastecerse ni en entablar buenas relaciones de reciprocidad con los dueños de la tierra que vinieron a explorar y ocupar. En cambio se esmeraron en levantar un muro de tierra de contención que alcanzó casi dos metros y medio de altura por uno de ancho, pero que no pudo proteger a los recién llegados de su propia impericia y soberbia.

La situación era desesperante, y mucho más tras la trágica experiencia de Mendoza cuando quiso por la fuerza escarmentar a los nativos. Nada salía como lo deseara, y lo único que parecía progresar era la sífilis que paulatinamente lo iba matando. Entre marzo y junio de ese mismo año, el adelantado envió por lo menos tres expediciones en busca de ayuda y de comida. Los resultados fueron negativos. Los indios mataban a los expedicionarios cada vez que unos y otros se topaban frente a frente. Pero el hambre mataba a los españoles cada día, silenciosamente, y en cantidades mucho más numerosas. Para abril de 1537, todas las esperanzas se habían perdido, y Mendoza decidió organizar su regreso a la metrópolis. Su enfermedad había avanzado considerablemente y nada de la empresa colonizadora daba muestras de organización próspera y exitosa. Por fin se embarcó, y al poco tiempo murió en alta mar.

Mientras tanto, en la primitiva Buenos Aires había quedado don Ruiz Galán como teniente de gobernador, intentando poner un poco de orden a la deshilachada población de poco más de setenta personas. Paradójicamente, la gestión de Galán y la suerte de este grupo de sobrevivientes fue insospechadamente mejor que todo lo anterior, y paulatinamente se puso en pie una población, si no próspera, por lo menos organizada. Se construyeron tres iglesias, una nave fue convertida en fortaleza, se construyeron casas de madera y hasta una huerta. Las cosas mejoraron, efectivamente, pero por poco tiempo. Cuestiones de los hombres y de la naturaleza hicieron lo suyo, y entre rebeliones, cosechas infructuosas, inundaciones y fuegos, todo volvió a desmantelarse. Quedaban pocas alternativas y el despoblamiento era una de ellas. En verdad, los cuestionamientos recaían más sobre si se debía marchar a Asunción, abandonando todo, o quedarse para mantener un puerto necesario.

¿Por qué Asunción se convirtió en el núcleo central de la fallida expedición de Mendoza? Fundada por Salazar en 1537, Asunción presentaba para entonces dos elementos atractivos: “Por un lado, en la medida en que la empresa giraba en torno de la obtención del oro, Asunción estaba inmejorablemente situada por su presunta proximidad a la Sierra de la Plata; por el otro, Paraguay ofrecerá un filón nuevo que, aunque no previsto en la primera fase del proceso como sustituto de la explotación minera, canalizará hacia otros rumbos la ambición española: la importancia del extendido sustrato indio como fuente potencial de mano de obra”. 3

Que don Pedro de Mendoza se creyó que podía vivir a expensas de los querandíes es un hecho probado. O por lo menos es un hecho relatado. El cronista, el alemán  Ulrico Schmidel, es el encargado de comentar la cuestión: “Los susodichos Querandíes nos trajeron alimentos diariamente a nuestro campamento, durante catorce días, y compartieron con nosotros su escasez en pescado y carne, y solamente un día dejaron de venir. Entonces nuestro capitán don Pedro de Mendoza envió enseguida un alcalde de nombre Juan Pavón, y con el dos soldados, al lugar donde estaban los indios, que quedaba a unas cuatro leguas de nuestro campamento. Cuando llegaron donde aquellos estaban, el alcalde y los soldados se condujeron de tal modo que los indios los molieron a palos y después los dejaron volver a nuestro campamento…”. En verdad, como señala Luis Abel Orquera, “… Mendoza eligió el peor de los caminos posibles: el de la prepotencia. Ignoraba que en las costumbres de los querandíes no figuraba la de ser siervos timoratos. No se sentían atados a ninguna obligación de sumisión. El alcalde Juan Pavón y dos soldados sintieron sobre sus espaldas las consecuencias de su desubicación…” 4

La aventura fundadora había concluido en un completo fracaso. Con los pioneros fugando hacia Asunción y España, nada quedaba en pie en el solar de la primera Buenos Aires. No obstante, tras la gran huida de los españoles, un rastro de su estadía no tardó en ser apreciado: los caballos.

En verdad, como bien señala Héctor Adolfo Cordero, más que ser dejados, los caballos “quedaron”. Con la desesperanza del hambre a cuestas y después de haber practicado la antropofagia “¿Cómo iban a dejar caballos abandonados?”. 5 La cuestión trasciende la semántica y tiende a atacar de raíz a un mito de vieja data: que los españoles dejaron a los nativos no pocos legados de gran valor económico, social y cultural. Una manera más de “humanizar” algo tan peregrino de humanizar como cualquier conquista. Los caballos, por ejemplo, serían uno de esos legados.

Las versiones acerca del número de animales traídos desde España son variadas. Ulrico Schmidel habla de setenta y dos; otros datos señalan desde un poco menos hasta una centena. En todo caso, esta última cifra parece ser la cantidad no superada. Como fuere, lo cierto es que la enorme mayoría murió cuando la gran hambruna, cuando no fueron directamente almorzados por sus dueños. Unos pocos lograron ganar campo abierto y escapar de los españoles, logrando sobrevivir y con el tiempo reproducirse hasta cubrir las pampas. Roquera, además de los caballos y yeguas, señala la multiplicación de los vacunos que don Mendoza había traído en la expedición. Y ensaya aun más: “Así llegaron al Plata algunas imperceptibles semillas. El viento las arrastro, o quedaron un tiempo pegadas al pelaje de los animales, o quedaron incluidas en sus deyecciones, pero de alguna manera alcanzaron tierra y germinaron. Paulatinamente, pastos blandos de origen europeo, buenos como forraje, se expandieron a expensas de los antiguos pastos duros de la llanura”. 6

El abandono de Buenos Aires confirmaba también una consideración política y económica de la corona respecto a esta zona: la poca importancia que se le confirió en tanto región carente de productos de valor. Esta consideración se apoyaba, a su vez, en la falta “… del respaldo financiero necesario para sostener proyectos colonizadores de largo alcance, ya que los empresarios privados prefieren no arriesgar sus capitales en áreas que no ofrecen esperanza de lucro”. 7

Referencias:

1 Roquera, Luis Abel, “Un acta y un plano”, en  Romero, José Luis y Romero, Luis Alberto, Buenos Aires. Historia de cuatro siglos, Abril, Buenos Aires, 1983, p. 14.
2 Citado por Chávez, Fermín, Historia del país de los argentinos, Peña Lillo, Buenos Aires, 1972, p.20.
3 Assadourian, C.; Beato, G. y Chiaramonte, J., Historia argentina. De la conquista a la independencia, Paidós, Buenos Aires, 2005, p. 24.
4 Roquera, Luis Abel, “Un acta y un plano”, en  Romero, José Luis y Romero, Luis Alberto, Buenos Aires. Historia de cuatro siglos, Abril, Buenos Aires, 1983, p. 14.
5 Cordero, Héctor Adolfo, El primitivo Buenos Aires, Plus Ultra, Buenos Aires, 1978, p. 18.
6 Roquera, Luis Abel, “Un acta y un plano”, en  Romero, José Luis y Romero, Luis Alberto, Buenos Aires. Historia de cuatro siglos, Abril, Buenos Aires, 1983, p.19.
7 Assadourian, C.; Beato, G. y Chiaramonte, J., Historia argentina. De la conquista a la independencia, Paidós, Buenos Aires, 2005, p. 25.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar