Ya había ocurrido el bombardeo de Plaza de Mayo. Era septiembre de 1955. El 16 de este mes se había desatado el definitivo golpe contra el gobierno de Juan Perón. Tres días más tarde, éste presentaba su renuncia y el 23 asumía el general Eduardo Lonardi. Perón partiría al exilio. Gran parte de los partidos políticos y empresarios apoyaron de Estado. La embajada de Estados Unidos aseguraba que el nuevo gobierno era el “más amistoso” que había tenido en años. Incluso la cúpula de la CGT se mostraba ahora prescindente. Pronto vendrían los fusilamientos y la proscripción de peronistas. El odio era tal que el contraalmirante Arturo Rial dijo a trabajadores municipales: “Sepan ustedes que la Revolución Libertadora se hizo para que en este bendito país el hijo del barrendero muera barrendero”.
Por entonces, gran parte de la intelectualidad argentina militaba en el antiperonismo. El gran escritor Ernesto Sábato no era ajeno a esta corriente. Sin embargo, este ex militante comunista, como tantos otros pensadores, quedó perplejo frente a la tristeza generada en gran parte del pueblo argentino al ser derrocado Perón. A meses del derrocamiento de Perón, Sábato publicó el ensayo del cual aquí reproducimos un fragmento. Sin retractarse de las opiniones que le merecía “el demagogo”, llamaba a revisar las interpretaciones sobre este movimiento de masas que había cambiado la historia del país. No pocas críticas de sus colegas “libertadores” le valió a Sábato este intento reflexivo. Muestra del itinerario político zigzagueante de Sábato, esta carta abierta al dirigente nacionalista Mario Amadeo no fue compilada con posterioridad en sus Obras Completas.
Fuente: Ernesto Sábato, “El otro rostro del peronismo. Carta abierta a Mario Amadeo” (fragmento), s/ed., Buenos Aires, 1956, pp. 40-47, citado en Carlos Altamirano, “¿Qué hacer con las masas?” en Beatriz Sarlo, La batalla de las ideas, Planeta- Ariel, 2001, pp. 136-140.
“Aquella noche de setiembre de 1955, mientras los doctores, hacendados y escritores festejábamos ruidosamente en la sala la caída del tirano, en un rincón de la antecocina vi cómo las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados de lágrimas.
Y aunque en todos aquellos años yo había meditado en la trágica dualidad que escindía al pueblo argentino, en ese momento se me apareció en su forma más conmovedora.
Pues ¿qué más nítida caracterización del drama de nuestra patria que aquella doble escena casi ejemplar? Muchos millones de desposeídos y de trabajadores derramaban lágrimas en aquellos instantes, para ellos duros y sombríos. Grandes multitudes de compatriotas humildes estaban simbolizadas en aquellas dos muchachas indígenas que lloraban en una cocina de Salta.
La mayor parte de los partidos y de la intelligentsia, en vez de intentar una comprensión del problema nacional y de desentrañar lo que en aquel movimiento confuso había de genuino, de inevitable y de justo, nos habíamos entregado al escarnio, a la mofa, al bon mot de sociedad. Subestimación que en absoluto correspondía al hecho real, ya que si en el peronismo había mucho motivo de menosprecio o de burla, había también mucho de histórico y de justiciero.
Se me dirá que no debemos ahora incurrir en el sentimentalismo de considerar la situación de las masas desposeídas, olvidando las persecuciones que el peronismo llevó contra sus adversarios: las torturas a estudiantes, los exilios, el sitio por hambre a la mayor parte de los funcionarios y profesores, el insulto cotidiano, los robos, los crímenes, las exacciones.
Nadie pretende semejante injusticia al revés. Lo que aquí se intenta demostrar es que si Perón congregó en torno de sí a criminales mercenarios croatas y polacos, a ladrones como Duarte, a aventureros como Jorge Antonio, a amorales como Méndez San Martín, junto a miles de resentidos y canallas, también es verdad que no podemos identificar todo el inmenso movimiento con crímenes, robos y aventurerismo. Y que si es cierto que Perón despertó en el pueblo el rencor que estaba latente, también es cierto que los antiperonistas hicimos todo lo posible por justificarlo y multiplicarlo, con nuestras burlas y nuestros insultos. No seamos excesivamente parciales, no lleguemos a afirmar que el resentimiento –en este país tan propenso a él–– ha sido un atributo exclusivo de la multitud: también fue y sigue siendo un atributo de sus detractores. Con ciertos líderes de la izquierda ha pasado algo tan grotesco como con ciertos médicos, que se enojan cuando sus enfermos no se curan con los remedios que recetaron.
Estos líderes han cobrado un resentimiento casi cómico ––si no fuera trágico para el porvenir del país–– hacia las masas que no han progresado después de tantas décadas de tratamiento marxista. Y entonces las han insultado, las han calificado de chusma, de cabecitas negras, de descamisados; ya que todos estos calificativos fueron inventados por la izquierda antes de que maquiavélicamente el demagogo los empleara con simulado cariño.
Para esos teóricos de la lucha de clases hay por lo visto dos proletariados muy diferentes, que se diferencian entre sí como la Virtud tal como es definida por Sócrates en los diálogos, y la imperfecta y mezclada virtud del propio maestro de la juventud ateniense: un proletariado platónico, que se encuentra en los libros de Marx, y un proletariado grosero, impuro y mal educado que desfilaba en alpargatas tocando el bombo.
Por supuesto, esta doble visión de la historia no es exclusiva de los dirigentes de izquierda, pues tampoco las damas que encuentran romántica a la multitud que en 1793 cantaba la Marsellesa comprenden que esa multitud se parecía extrañamente a la que en nuestras calles vivaba a Perón; pero la diferencia estriba en que esas señoras ––que conocen la Revolución Francesa a través del cuadro de Delacroix y de los hermosos afiches que la embajada distribuye para el 14 de julio–– no tienen el deber de entender el problema de la multitud, y los jefes de los partidos populares sí.
Pero de ningún modo lo han entendido. Despechados y ciegos sostuvieron y siguen sosteniendo que los trabajadores siguieron a Perón por mendrugos, por un peso más, por una botella de sidra y un pan dulce. Ciertamente, el lema panem et circenses, que despreciativamente Juvenal adjudica al pueblo romano en la decadencia, ha sido siempre eficaz cada vez que un demagogo ha querido ganarse el afecto de las masas.
Pero no olvidemos que también los grandes movimientos espirituales contaron con el pueblo y hasta con el pueblo más bajo: eran esclavos y descamisados los que en buena medida siguieron a Cristo primero y luego a sus Apóstoles, mucho antes que los doctores de la sinagoga y las damas del patriciado romano lo hicieran. Tengamos cuidado, pues, con el paralogismo de que las multitudes populares sólo pueden seguir a los demagogos, y únicamente por apetitos materiales: también con grandes principios y con nobles consignas se puede despertar el fervor del pueblo. Más aún: en el movimiento peronista no sólo hubo bajas pasiones y apetitos puramente materiales; hubo un genuino fervor espiritual, una fe pararreligiosa en un conductor que les hablaba como a seres humanos y no como a parias.
Había en ese complejo movimiento ––y lo sigue habiendo–– algo mucho más potente y profundo que un mero deseo de bienes materiales: había una justificada ansia de justicia y de reconocimiento, frente a una sociedad egoísta y fría, que siempre los había tenido olvidados.
Esto fue lo que fundamentalmente vio y movilizó Perón. Lo demás es detalle. Y es también lo que nuestros partidos, con la excepción del partido radical y alguno que otro grupo aislado, sigue no viendo y, lo que es peor, no queriendo ver.
Doctores y pueblo
Es que aquí nacimos a la libertad cuando en Europa triunfaban las doctrinas racionalistas. Y nuestros doctores no solamente han intentado desde entonces interpretar la historia argentina a la luz del racionalismo sino, lo que es más grave, han intentado hacerla.
Así se explica que nuestra historia hasta hoy haya sido dilemática: o esto, o aquello, o civilización o barbarie. Nuestros ideólogos han estado desdichada e históricamente separados del pueblo, en la misma forma, y con las mismas consecuencias, en que el racionalismo pretendió separar el espíritu puro de las pasiones del alma. Esta postura nos ha impedido comprender no solamente el fenómeno peronista sino también el sentido de nuestros grandes caudillos del pasado.
Tal como la verdad de un hombre no es sólo su vida diurna sino también sus sueños nocturnos, sus ansiedades profundas e inconscientes; no únicamente su parte razonable sino también, y en grado sumo, sus sentimientos y pasiones, sus amores y odios; del mismo modo como sería gravísimo pretender que aquella criatura tenebrosa que despierta y vive en las inciertas regiones del sueño no tiene importancia o debe ser brutalmente repudiada, así también los pueblos no pueden ser juzgados unilateralmente desde el solo lado de sus virtudes racionales, de su parte luminosa y pura, de sus ideales platónicos, pues entonces dejaríamos fuera el lado tal vez más profundo de la realidad, el que tiene que ver con sus mitos, con su alma, su sangre y sus instintos. No desdeñemos ese costado de la realidad, no pidamos demasiado el ángel al hombre. En ese continente de las sombras, en ese enigmático mundo de los espectros de la especie, allí se gestan las fuerzas más potentes de la nación y es necesario atenderlas, escucharlas con el oído adherido a la tierra. Esos rumores telúricos son verdaderos e inalienables, porque nos vienen de los más recónditos reductos del alma colectiva.
Un pueblo no puede resolverse por el dilema civilización o barbarie. Un pueblo será siempre civilización y barbarie, por la misma causa que Dios domina en el cielo pero el Demonio en la tierra.
Nuestros ideólogos, fervorosos creyentes de la Razón y de la Justicia abstracta, no vieron y no podían ver que nuestra incipiente patria no podía ajustarse a aquellos cánones mentales creados por una cultura archirracionalista. Si aquellos cánones iban a fracasar brutalmente en países tan avanzados como Alemania e Italia, ¿cómo no iban a fracasar sangrientamente en estos bárbaros territorios de la América del Sur, donde hasta ayer el salvaje ímpetu de sus caballadas no encontraba límite ni frontera a sus correrías?
Y así se explican tantos desgraciados desencuentros en esta patria. Aun con las mejores intenciones, aquellos doctores de Buenos Aires, creyendo como creían en la supremacía absoluta de la civilización europea, intentaron sacrificar a las fuerzas oscuras, lucharon a sangre y fuego contra los Artigas, los López y los Facundos, sin advertir que aquellos poderosos caudillos tenían también parte de la verdad. Y que la visión concreta de su tierra, de sus montañas, de sus pueblos, les confería a veces la clarividencia que la razón pura raramente posee.
O las fuerzas oscuras son admitidas legítimamente o insurgen a sangre y fuego. El patético intento de nuestros ideólogos de Mayo de crear una patria a base de razón pura trajo el resultado natural: las potencias tenebrosas cobraron su precio, el precio sangriento y secreto que siempre cobran a los que pretenden ignorarlas o repudiarlas. Como en la cúspide de la civilización helénica, cuando Sócrates pretende instaurar el reinado del espíritu puro sobre el deplorable cuerpo, Eurípides lanza sobre la escena sus bacanales, pues los novelistas expresan sin saberlo lo que los hombres de una época sueñan en sus noches; como en la Alemania hipercivilizada de los Einstein y de los Heidegger, las fuerzas irracionales irrumpieron con el hitlerismo; así, aquel intento de nuestros doctores tenía que desatar por contraste la potencia dionisíaca del continente americano.
Lo grave de nuestro proceso histórico es que los dos bandos han sido hasta hoy irreductibles: o doctrinarios que creían en las teorías abstractas, o caudillos que sólo confiaban en la lanza y el degüello. Y sin embargo ambos tenían parte de la verdad, porque representaban alternativa o simultáneamente las aspiraciones de los grandes ideales platónicos o las violentas fuerzas de la subconciencia colectiva.
Nuestra crisis actual sólo ha de ser superada si se adopta una concepción de la política y de la vida nacional que abandone de una vez los fracasados cánones de la Ilustración y que, a la luz de la experiencia histórica que el mundo ha sufrido en los últimos tiempos ––desde la crisis del liberalismo hasta hoy––, realice en la política lo que las corrientes existencialistas y fenomenológicas han realizado ya en el terreno de la filosofía: una vuelta al hombre concreto, al ser de carne y hueso, una síntesis de los disjecta membra que nos había legado la disección racionalista. Síntesis política que si en todo el mundo es ahora necesaria, en nuestro país lo es en segundo grado: tanto por la naturaleza bárbara de nuestra tradición inmediata, como por el exceso de nuestros nuevos ricos de la ilustración que, como siempre pasa con los imitadores, acentúan los defectos del maestro en vez de trasladar sus virtudes.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar