Estar en las Malvinas, por Felipe Pigna


Autor: Felipe Pigna

Estuve en Malvinas en 2006. Las cosas han cambiado un poco, ahora no solo nos saquean el mar argentino adyacente en busca de kril, mariscos y peces, sino que pretenden extraer nuestro petróleo.

Desde el aire, llegando, se observa aquel mapa escolar que tanto vimos. Encontrar a la hermanita perdida. Tierra lastimada. Muchos cráteres dejados por las bombas y como banda de sonido la voz chilena del comandante de Lan que nos advierte que no podemos filmar o tomar fotos porque estamos en zona militar. Aterrizamos en una base colosal que mete miedo. Es un resumen de la OTAN que nos recuerda a Irak, pero sin embargo, la recepción es cordial. Nos hablan en español y nos desean feliz estadía.

A la salida del aeropuerto de Mount Pleasant, un avión de combate, transformado en monumento, nos recuerda a qué hemos venido y todo comienza a acomodarse. Parte del camino hacia Puerto Stanley para ellos, Puerto Argentino para nosotros, está minado. Cientos de las más de 20.000 minas que están sembradas en las islas se conservan a la vera de la ruta.

Tras una hora de viaje, se insinúa la pequeña ciudad inglesa. A partir de ahora debemos mirar al revés, caminar al revés y manejar al revés. Hay dos o tres Land Rover por cada uno de los 2.500 habitantes. No hay una plaza central como en nuestras ciudades de herencia hispánica. Todo, o casi, transcurre a lo largo de la avenida costanera Ross Road. Allí están los dos hoteles principales, el supermercado, la estación de policía, el banco, la sede del periódico local, Penguin News, las dos iglesias, la protestante y la católica, y el embarcadero que recibe a los miles de turistas que llegan en los barcos que hacen la ruta de la Antártica, como dicen ellos.

El resto son calles paralelas a la Ross Road, donde están los pubs más populares: El Globe Tavern, amigable, y el Victory, no aconsejable para argentinos. Allí se juntan colonialistas intransigentes nostálgicos y vigentes, y su colonialismo antiargentino sube con la graduación alcohólica.

Una frase se repite en las islas: “Tendríamos que hacerle un monumento a Galtieri”. Inmediatamente explican que gracias al beodo general y su aventura político-militar, hoy gozan de un notable nivel de vida con excelentes colegios, hospitales gratuitos y servicios públicos eficientes. Insisten “tendríamos que hacerle un monumento”, guiñan un ojo invariablemente azul celeste y rematan: “Pero no se preocupen, no se lo vamos a hacer”.

La que no tiene un monumento pero sí una importante calle es Thatcher. La odiosa y recalcitrante “Dama de Hierro”, que murió en abril de 2013, luce su Thatcher Drive frente al mar, a metros del monumento a la Victoria, o sea a nuestra derrota. Es un importante grupo escultórico rodeado de placas de mármol que recuerdan a los británicos muertos en la guerra. Allí nunca faltan flores.

La gente es cordial en Puerto Argentino (Stanley, como lo llaman los británicos). No hay caras raras al escuchar nuestra procedencia y se interesan en contarnos sus vínculos con la Argentina: años de estudios en Córdoba, un hijo nacido en el Hospital Británico de Buenos Aires, ciudad que admiran y a la que todos quieren volver. Andan por ahí como nuevos ricos y, como tales, han podido decidir que hay tareas que ya no son para ellos. Para eso están los chilenos y los isleños de Santa Helena y Ascensión, dos colonias inglesas.

Para ir al cine hay que trasladarse a la base militar. Mi cabeza se entretiene en el paisaje pero mi corazón mira para los montes que rodean la ciudad. Allí están el Longdon, el Kent, la zona de Hales y Tumbletown. Todos hombres de batallas. Accidentes geográficos accidentados. Tumbas de nuestros muchachos. Me duermo pensando en el otro día, en el día de estar ahí, con ellos-sin ellos, los nuestros.

El último combate es entre el 13 y el 14 de junio de 1982. A miles de kilómetros un general borracho y sus secuaces de las “tres armas”, con la calefacción de junio, deciden que no hay que rendirse hasta no perder las dos terceras partes de las tropas, unos ocho mil pibes. Él decidía, los nuestros ponían el cuerpo. Pero Mario Benjamín Menéndez desobedeció, no para salvar vidas ajenas, sino, como durante toda la guerra, la propia.

A medida que subimos por la ladera del monte, el óxido delata la cercanía de las trincheras. Cuevas en la tierra dura, en las piedras donde trataban de guarecerse, del honor que se volvía mala fortuna, de la soledad, de la arbitrariedad de algunos oficiales, de los estacamientos de la turba helada, del hambre a pesar de los depósitos llenos de comida enviada por gente que todavía creía que los genocidas podían hacer algo por la patria y dejar de robar aunque fuera por un rato. Pero no. Había que guarecerse contra todo eso y ponerles el pecho a las balas inglesas, a los cuchillos gurkas y a los bombardeos. Eran pibes, pibes de 18 años con apellidos correntinos, salteños, platenses, chaqueños, argentinos de un solo apellido.

No tengo curiosidad, tengo un profundo respeto y dolor. Mi vista y mi cuerpo van hacia el pozo y ahí están las zapatillas Flecha, una manta, un tubo de Odol gastado, apretado hasta la nada. Una cantimplora y mucha vida dejada ahí, en lo profundo de nuestra tierra malvinera. Y hay vainas de balas, cientos de ellas, como testigos de que ahí se peleó hasta el final. ¿Qué fue de aquellos chicos que dejaron sus señales de vida en Longdon y por todos lados? ¿Me estará leyendo alguno de ellos?

Darwin, nombre que remite a la evolución humana, es aquí el sitio de nuestro cementerio, Argentina Cemetery, el de nuestros muertos. Está en la cima de una colina. Cada tumba tiene un rosario azul invariablemente agitado por el viento. La mayoría de ellas son anónimas y sobre un mármol negro puede leerse “soldado argentino solo conocido por Dios”. La congoja y la bronca andan juntas por Darwin, y suben desde la tierra por aquellas soledades de la isla Soledad hasta nublarnos los ojos.

Menuda y necesaria tarea la de convertir la memoria en historia, que no es olvido sino todo lo contrario. La de separar la paja del trigo. La de denunciar a los soberbios jefes de aquella dictadura asesina y decadente, a aquellos profesionales de la guerra que solo podían guerrear con eficiencia cuando sus armas apuntaban contra su propio pueblo y homenajear a los oficiales y suboficiales dignos, que los hubo, y a aquellos chicos de la guerra que se encontraron de pronto, brutalmente, con la adultez, que no tenía aquella cara plácida, contra propios y extraños por una causa noble y justa, conducidos por innobles e injustos comandantes.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar