Autor: Leandro Gutiérrez, La Opinión cultural, domingo 9 de julio de 1972.
Hacia 1816 las revoluciones por la independencia que los futuros Estados nacionales sudamericanos habían iniciado casi simultáneamente en 1810, transitaban un tiempo de aguda crisis. En ese año, la derrota parecía completa. Desde 1817 y hasta 1824 la revolución se recupera. Ocurrió, sin embargo, que “…la revolución se iba afirmando en la medida en que perdía su radicalismo”, como dice Gustavo Beyhaut.
En 1815 no quedaba en América latina prácticamente otro foco rebelde que el Río de la Plata. En efecto, los movimientos iniciados desde México hasta los límites del virreinato del Sur, habían sido liquidados por las fuerzas del viejo orden metropolitano. Venezuela en 1815 era, dice Halperín Donghi, una “…fortaleza realista; como primer fruto del retorno de Fernando VII al trono de España diez mil hombres, mandados por el teniente general Morillo, llegaban de la metrópoli y preparaban desde Caracas el golpe de gracia contra la revolución de Nueva Granada”.
En cuanto a Nueva Granada, la situación era altamente compleja, el movimiento de la independencia, víctima de sus propias divisiones internas, se resquebrajaba. Morillo entró primero en Cartagena y luego en Bogotá, de manera tal que en el norte de Sudamérica, de la revolución prácticamente no quedaba nada. El Río de la Plata, por su parte, debió dedicarse a contener la embestida de los españoles en algunos puntos clave, con pérdidas significativas; la peor de ellas fue la de Sipe-Sipe, en noviembre de 1815, cuando el ejército español derrotó a Rondeau y quedó en manos de Martín Güemes la defensa de la frontera. También era común a todos los pueblos americanos la amenaza que se cernía a partir de entonces, en virtud de la restauración de las monarquías absolutas en España. Además, se erguía una institución como la Santa Alianza, que implicaba un serio peligro para los intentos de reformas económicas y políticas en cualquier lugar del mundo, al mismo tiempo que suponía el empeño en la restauración de los monarcas absoluto que por distintas razones, habían perdido sus tronos, que ellos consideraban de legítima propiedad. Sin embargo, la restauración del absolutismo en España, lejos de significar un peligro inminente para los movimientos de emancipación americanos, no representó sino un peligro potencial. Más importantes fueron las oposiciones locales a las acciones claramente revolucionarias.
Tal vez debido a que, en sus orígenes, el movimiento rebelde había empezado con la convocatoria de Cabildos abiertos y la creación de Juntas sin que se planteara inicialmente como auténtico conflicto entre criollos y europeos, en la mayoría de los casos las revoluciones sudamericanas habían entrado en una etapa de crisis aguda hacia 1816.
La falta de claridad en cuanto a la oposición entre criollos y europeos, otro rasgo común entre todos los países americanos, explica la actitud ambigua que los grupos independentistas tienen frente a las castas y a los sectores menos privilegiados. El resultado de esta ambigüedad, el más inmediato por lo menos, se verifica hacia 1815 con el agotamiento de las tendencias más radicales, como en el caso de Chile, donde se liquida y persigue el extremismo representado por los hermanos Carrera. El símbolo de esta persecución es el confuso trámite de la muerte del guerrillero Manuel Rodríguez, en la cual O’Hoggins, jefe del ala moderada, se vio envuelto.
Otro hecho significativo es el ocurrido en Venezuela, cuando Simón bolívar, en 1817, hizo ejecutar por insubordinación a uno de sus mejores generales: Manuel Piar, un mulato de Jamaica y líder, junto a otros, de los pescadores de perlas y los marineros de Isla Margarita y Cumaná, quienes sostenían una verdadera guerra de castas.
Este casi es indicador no sólo de la tendencia hacia el conservadorismo en la revolución, sino también de lo que dice Morner cuando afirma: “Es imposible sustraerse a la impresión de que Piar fue castigado con tanta severidad debido a que era mulato. Bolívar escribió a un amigo que Piar había empezado a provocar la guerra de colores”.
Así el panorama de América española muestra una tendencia general durante el año de la declaración de nuestra independencia. Se vive una crisis severa en cuanto a los peligros exteriores, un peligro militar agudo, pero también un enfrentamiento derivado de la incompatibilidad de propósitos que en los movimientos de la independencia planteaban los diferentes grupos sociales que componían la población de las regiones americanas. Lo cierto es que la segunda etapa de estas guerras independentistas va a estar marcada por una tendencia a la moderación, una sólida alianza entre sectores peninsulares y criollos nativos, ambos pertenecientes al mismo grupo social, frente al peligro de los sectores radicalizados de las poblaciones empobrecidas. ¿Existieron también, en el Río de la Plata, representantes de tendencias muy radicales o, por lo menos, más enraizadas en lo popular, al estilo del mulato Piar? Según Gustavo Beyhaut, el extremismo revolucionario que intentaba dar contenido social al movimiento tiene dos vertientes formativas: en primer término, se advierte el radicalismo ideológico inspirado en el pensamiento europeo y en sus proyecciones revolucionarias. Un representante típico de esta tendencia puede ser Mariano Moreno a quien es fácil identificar con cierto jacobinismo que lo convierte en un sostenedor del terror revolucionario. La otra fuente de actitudes radicales es menos intelectual, ya que arranca del contacto con los sectores populares a los que se convoca a la lucha sin distinción de casta ni clase. Una actitud de este tipo podría señalarse en Artigas, en sus disidencias con comerciantes y estancieros, en la incorporación de indios y gauchos pobres a su ejército, o en su criterio para el reparto de tierras. A estos debemos agregar a Martín Güemes, caudillo de una tendencia populista acentuada en Salta desde 1815 cuando, en votación popular y secreta, es nombrado gobernador de la provincia y Capitán General.
La ciudad de Jujuy le era hostil y debió dominarla, al mismo tiempo que enfrentaba al general Rondeau. Obtuvo el dominio jujeño y con Rondeau, luego de un conflicto armado, logró pactar en “Hacienda de San José de los Cerrillos” el 22 de marzo de 1816.
El 8 de junio de 1820, San Martín nombró a Güemes General en Jefe del Ejército de Observaciones sobre el Perú. Ante tales circunstancias, delegó el cargo de gobernador en la persona de José Ignacio Gorriti –miembro de una de las pocas familias patricias favorables a la Revolución- y se dedicó por entero a la guerra.
A comienzos de 1821, en medio de la lucha contra los españoles, la situación política interna de Salta se volvió tensa. Al “güemismo o Patria Vieja” se opuso un fuerte núcleo de ideólogos y políticos locales que aspiran a un régimen de mayor libertad y que, con el nombre de “Patria Nueva”, enfrentó a Güemes, combatiéndolo sobre todo en su aspecto personalista, en sus exageradas exacciones a las clases acaudaladas y en el ánimo de privilegio para el gauchaje que pretendía imponer sobre la llamada clase dirigente u oligarquía provinciana.
Un nuevo problema se agregó a los numerosos que debía resolver. En efecto, debió combatir contra el caudillo de Tucumán, Bernabé Aráoz (que había proclamado República a su provincia), a quien secundaban ciertos hombres de la Patria Nueva.
La lucha contra el caudillo tucumano tuvo dos aspectos: por un lado, rechazó la invasión a Salta, mientras por otro, para contragolpear, invadió Tucumán, aliado al caudillo de Santiago del Estero, Felipe Ibarra. Esta parte de su campaña fue poco exitosa: el 3 de abril de 1821 fue derrotado por primera vez por los tucumanos. Luego le infligirían otras dos derrotas en los combates de Acequiantes y Trancas.
Aprovechando estas circunstancias, sus enemigos hicieron correr la versión de su muerte para desanimar a sus seguidores.
Las derrotas militares del caudillo, la confusa situación interior de la provincia y, por qué no, cierto desasosiego de la población generado tanto por las infaustas noticias como por el cansancio y el empobrecimiento generales, provocados por la guerra fueron aprovechados por los españoles para invadir Jujuy. A esta invasión la enfrentó el gobernador delegado Gorriti, incondicional partidario de Güemes, quien marchó sobre Jujuy y venció a las tropas realistas en el desde entonces, conocido como el “Día Grande de Jujuy” (27 de abril de 1821).
Este éxito no impidió, sin embargo, que la traición de algunos salteños facilitase la entrada a Salta de una partida de tropas realistas. Este hecho producido el 7 de junio de 1821, fue fatal tanto para la vida de Martín Miguel de Güemes, como para el peculiar régimen instaurado bajo su caudillaje.
Efectivamente, el mismo día de la invasión, Güemes fue herido durante un tiroteo. Conducido, a su pedido, hasta el cuartel del gobernador delegado Gorriti, murió diez días después, luego de una dolorosa agonía.
Ese 7 de junio de 1821 marcó también la muerte del régimen populista, del “sistema” que favorecía a los pobres en detrimento de los ricos, que durante cinco años había tenido vigencia en el territorio dominado por el famoso caudillo salteño.
¿Cuál era la situación social del territorio salteño al surgir Güemes y qué característica tuvo el régimen que instaló en la provincia?
En Salta la población estaba dividida fundamentalmente en tres grupos sociales, diferenciados no sólo por su posición en la sociedad, sino también por la línea de castas. Estos tres grupos eran: una clase alta terrateniente y mercantil, una plebe rural de labradores sin tierra, y una plebe urbana ocupada en servicios. Siempre había existido una gran distancia entre uno y otro grupo, y el dominio de las familias ricas y de linaje era indiscutido. El poder económico de este grupo estaba estrechamente ligado al comercio con el Perú, por ser Salta lugar obligado en la ruta comercial y por el valor de sus potreros para la invernada de los arreos de mulas destinados a esa plaza.
Güemes, sin embargo, pudo gobernar durante cinco años en nombre de las clases populares y contra los grupos oligárquicos.
El “güemismo” o “sistema” de Güemes se caracterizó por el tono popular que adquirió en virtud de haber volcado sobre la oligarquía todo el peso de la guerra patriótica. En efecto, fue ella quien soportó las frecuentes requisas de ganado, las confiscaciones y contribuciones forzosas con las que se proveían las campañas contra los españoles. De esta manera pudo, incluso, identificarse a ricos con realistas y a pobres con patriotas. Es de señalar que, además, la clase alta sufrió las consecuencias del cierre de la ruta comercial al Alto Perú.
Todo lo apuntado no evitó cierto desgaste del apoyo popular a Güemes, originado fundamentalmente en dos circunstancias: el estado de guerra permanente y el empobrecimiento que se hizo general, simplemente porque el grueso de la población sólo consumía. Que estas circunstancias contribuyeran, no niega, sin embargo, que los verdaderos interesados en la caída de Güemes fuesen las antiguas familias oligárquicas.
Observamos, en consecuencia, que nuestro país no escapó a la variante –generalizada en América española- tampoco en este aspecto de la sugerencia y derrota de caudillos o líderes populares. Conviene, sin embargo, no generalizar totalmente y preguntarse por qué este proceso se inició aquí, cuando cesaba en otros sitios, y por qué se mantuvo mientras en el resto de Hispanoamérica ya no existían los caudillos.
Probablemente, en el caso de Güemes, la respuesta se encuentre en el hecho ya señalado de los intentos realistas por quebrar la frontera que dominaba el caudillo. Esta amenaza tan seria obligaba a la “gente decente” a soportar lo que implicaba entregarle el poder a quien se apoyaba a los sectores populares.
Que la tendencia al conservadorismo y al sometimiento de los sectores radicales y populares ya era manifiesta en el año del Congreso de Tucumán, fue bien entendido por Artigas, ese otro gran líder popular rioplatense cuya historia tanto se parece a la de Güemes. Artigas, en verdad, sufrió más que Güemes los embates de los sectores sociales opuestos al cambio revolucionario y profundo que pareció esbozarse en los primeros momentos.
Hay también indicadores de esta situación en la actitud de los grupos privilegiados y aun entre los representantes al Congreso. Por ejemplo, sin en la Asamblea del Año XIII sus componentes usaban el término “ciudadano” para tratarse, durante el Congreso d 1816 utilizaron el más circunspecto de “señor”. Finalmente, las propuestas monárquicos tuvieron buen cuidado de que ninguna condujera a la vuelta de los dominadores prehispánicos.
Cuando Belgrano sostuvo que era justicia la restauración de la nobleza incaica, despertó en el diputado porteño, Tomás de Anchorena, este comentario: “…poníamos las miras en un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona, si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para colocarla en el elevado trono del monarca”.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar