Fuente: Pietro Omodeo, Los Hombres de la Historia. Charles Darwin, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968, págs. 35-36.
Shrewsbury era una pequeña ciudad somnolienta del pasado glorioso. El joven Darwin, en la gran casa nueva que había hecho construir su padre en la colina de Frankwell, pasó allí la infancia dorada del hijo de una familia acaudalada en medio de un país pobrísimo.
Tenía ocho años cuando murió su madre; las hermanas (la mayor tenía 19 años) tomaron las riendas de la casa y a su manera, trataron también de educar a su joven hermano. Era éste un muchacho más bien tranquilo, observador atento y con poca voluntad de estudiar; durante toda su vida recordará la escuela como un grave daño sufrido.
En efecto, la escuela de Shrewsbury, a la cual se lo envió, aunque se vanagloriaba de una tradición multisecular (y quizá justamente por eso), seguía métodos y programas arcaicos: lenguas clásicas, gramática, aprendizaje memorístico, ejercicios de retórica y composición poética. Se le enseñó privadamente un poco de geometría, y coleccionaba por su cuenta insectos y minerales. A los 16 años fue enviado a la Universidad de Edimburgo, donde ya estudiaba su hermano mayor Erasmus. Como en los tiempos del abuelo, esta universidad era la mejor de Gran Bretaña, al menos para estudios científicos; no obstante esto, el joven Darwin tuvo una impresión mortífera de la enseñanza que allí se impartía y una profunda repugnancia por la medicina en general.
Se consolaba con alegres fiestas estudiantiles y en otoño, yendo a cazar asiduamente, ya en la hacienda de Maer, que pertenecía a su tío materno Josiah Wedgwood, ya en la de sus amigos Owen. Los encantadores escenarios del sur de Gales, de naturaleza suave y al mismo tiempo salvaje, las alegres reuniones juveniles que se realizaban en las hermosas moradas patriarcales o en el florido jardín asoleado de Maer, quedaron impresos por siempre en su memoria. Pero el doctor Robert Darwin no estaba tranquilo: veía reaparecer en el hijo Erasmus el carácter embotado y abúlico de su propio hermano mayor, y no quería que también su segundo hijo varón se echase a perder por el amor excesivo, las distracciones y la caza. Le propuso pues, abandonar la medicina, ya que no le gustaba y seguir la carrera eclesiástica, paso por entonces necesario para tener acceso a la enseñanza superior.
Charles Darwin vaciló durante un tiempo y se interrogó acerca de su vocación religiosa, hasta que se decidió por la afirmativa y pasó a la Universidad de Cambridge.
“Durante los tres años que pasé en Cambridge despilfarré mi tiempo, en lo que respecta a los estudios académicos, tan totalmente como en Edimburgo y en la escuela de Shrewsbury», afirma Darwin en su Autobiografía, y esta declaración parece en primera instancia sorprendente. En realidad, el nivel de aquella universidad era por entonces muy inferior al que había tenido en el pasado y al que tiene nuevamente en la actualidad: la obligación de los votos religiosos para los estudiantes, los prejuicios contra ciertas materias y corrientes culturales, además de la exclusión de los estudiantes que no fuesen anglicanos ortodoxos, había empobrecido profundamente su gloriosa tradición, y sólo el monopolio de los diplomas (que compartía con Oxford) mantenía en pie este centro de estudios.
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